MOSQUETEROS DE DIOS (Crónica)
En la librería Avellaneda aún suele pasar las tardes, ojeando libros, el fantasma de Enrique Labrador Ruiz, uno de los grandes escritores cubanos del siglo XX, aplastado en La Habana por escoger el exilio y luego olvidado en el exilio, sabe Dios por qué.
Hace algo más de tres décadas este narrador, en plena madurez de su vida y su talento, era presencia cotidiana en el establecimiento, que entonces se llamaba Canelo y sentaba cátedra como el más interesante mercado habanero de libros viejos. Después sobrevino la debacle, no sólo para Labrador Ruiz, sino también para su librería favorita y, por tanto, para la cultura de Cuba.
Convertida en un comercio estatal del montón, la Avellaneda debió atravesar un largo vía crucis caracterizado por la pobreza de la oferta, así como por un creciente deterioro en la calidad de sus servicios y por frecuentes etapas de clausura, que regularmente se extendían hasta la exasperación. Pero el destino es testarudo. La librería nunca llegó a morir del todo, y sus clientes habituales siguieron visitándola, en tanto se sumaban otros nuevos, a más del contingente de curiosos que día a día, al desandar la calle Reina, se detenían frente a sus vidrieras.
Cuando los libreros de viejos eran extirpados como mala hierba del ambiente cada vez más chato y gris de la ciudad, la Avellaneda resistió. Fue la única. Es verdad que partía el alma verla, sin libros, oscura, calurosa, con olor a rancio, pero era y estaba. Su nómina había cambiado radicalmente. De aquel equipo de experimentados y hasta cultos empleados que tuvo alguna vez, sólo quedaba uno, anciano y sin aliento. La venta de libros particulares por comisión fue su disyuntiva. Y gracias a ella vadeó la ventolera, aunque a duras penas. Es presumible que la institución estatal a la que había sido adscrita la asumiera como un bicho raro, una reliquia de séptima categoría, a la cual ni siquiera se le podía asignar otra función más útil. Y allí la dejó, agonizante, vencida por cansancio.
En eso llegaron los años noventa. La crisis económica tocó fondo en la Isla. La calle se paralizaba, los centros de trabajo amanecían cerrados y la gente no hallaba para dónde virarse. Fue así como el Gobierno, sin alternativas, se decidió a liberar un grupo limitado de ocupaciones bajo el rótulo de "trabajo por cuenta propia". Y renació el librero de viejos.
Era de esperar que a la Avellaneda le correspondiese, por derecho, un desempeño muy especial en esta etapa. Error de cálculo. Su nueva administración, sin conocimiento ni apego a la rica herencia del oficio, se limitó a vender el mismo rastrojo de siempre: obras del realismo socialista soviético, algún que otro clásico que logró pasar el cacheo, novelones fritos y refritos durante treinta años por la editorial Huracán, "literatura" policiaca cubana en las que al final siempre gana el Comité. Sólo en los últimos meses se aprecia un cierto movimiento en el lugar. Las empleadas, para mejorar sus reducidos salarios, traen libros en la cartera que luego venden allí, furtivamente. Pero tampoco hay que hacerse ilusiones. Por lo general, se trata de títulos y autores de apéame uno, entre Corín Tellado y la biografía de Luis Miguel. Definitivamente los filisteos se apoderaron del templo y ni aplastados lo devuelven.
Sin embargo, algún fiel reflejo de ese surtidor de cultura y pasión por los libros que fue Canelo queda en pie todavía. Se llama Flavio Muñoz Felipe y tiene sesenta y ocho años de edad, de los cuales pasó la mitad entre los anaqueles de la librería en cuestión. Una vez jubilado, tuvo su propio timbiriche de libros viejos, también en la calle Reina. Pero terminó desistiendo, pues según afirma, "entre inspectores, impuestos y pagos por el alquiler del espacio, era mayor la inversión que las ganancias".
Claro que Muñoz Felipe no se resigna a vivir completamente al margen del oficio de su vida. Así que ha quedado como una especie de agente y suministrador de otros libreros, ocupación que, dicho sea de paso, no aparece entre las reconocidas para el trabajo por cuenta propia. Además, este hombre es la mata de los libreros de viejos en La Habana. No hay procedimiento, dato, ni secreto relacionado con sus quehaceres que él no conozca ni sea capaz de virar al derecho y al revés. "Mosqueteros de Dios" les llama, pues considera que el suyo no debe ser visto como un negocio cualquiera, otro modo de ganarse los pesos, sino más bien como misión sagrada. "Y más en esta ciudad -dice-, donde casi nadie lee lo que más le gusta, sino lo que puede leer".
A instancias del último de los mohicanos de Canelo, todavía resulta posible contactar a un grupo de libreros habaneros de viejos que hacen verdadero honor a este oficio de la prehistoria. Está Medina, en avenida 43 y calle 66, municipio de Playa. Está Gustavo, en la Esquina de Tejas. Vicente El Albino, en Monte. José Manuel en la Calzada del Cerro. Goyo Lara en Infanta. Está la librería Analecta, frente al hospital militar, en Marianao... "No son los únicos -precisa Muñoz Felipe-, pero sí los mejores. Ahora hay muchos libreros en La Habana, algunos legalizados y otros no, pero los lectores no deben dejarse llevar por la primera impresión. Hay de todo en la viña del Señor, y desgraciadamente la falta de sensibilidad, el mal gusto y el apuro por conseguir un dinerito para los frijoles, también han hecho estragos en nuestro oficio".
De tal suerte, comparten tiempo y espacio en las calles habaneras algunos sitios como la librería de Medina, donde ahora mismo es posible conseguir las obras completas de Knut Hamsun, o de Huxley, en moneda nacional y a precios que no exceden los quince pesos por volumen; y otras librerías de "viejos" (legalizadas), sobre todo en la zona del Vedado, donde proliferan las cursilerías del tipo La pasión turca, de Antonio Gala, a precios que oscilan entre seis y diez dólares. Existen incluso algunos libreros "especializados" en la venta de novelas rosas y de best-sellers. Y existen bancos (no legales) para el alquiler de libros, algunos serios, dirigidos al lector más o menos exigente, y otros que van desde las historietas ilustradas hasta los textos religiosos, esotéricos y/o pornográficos. Al no poder exhibir sus estantes en lugares públicos, estos bancos operan mediante catálogos y por lo general con radios de acción bien demarcados, por lo que no siempre resultan accesibles, no ya para el visitante extranjero, ni siquiera para los propios capitalinos que intentan llegar sin recomendación. Son bien conocidos (en Centro Habana y Santos Suárez, respectivamente) dos bancos que se dedican al alquiler de libros de autores prohibidos en Cuba por motivos digamos que políticos. Últimamente los títulos de varios de estos autores también se han visto con frecuencia en las tarimas de la Plaza de Armas, pero a precios de lujo. Además, ese mercado es otra historia.
En cualquier caso, se trata de ejemplos puntuales, pinceladas que sirven para dar color al submundo de las librerías de viejos de La Habana. Mas como línea dominante hay aquí dos grupos de libreros: los auténticos o tradicionales y los advenedizos. Ambos completan las dos caras de un panorama triste.
Los libreros tradicionales profesan un respeto casi místico a su labor. Mayormente son lectores voraces y saben lo suficiente como para sugerir, informar y aun guiar al cliente. Ellos sufrieron durante décadas las absurdas prohibiciones en torno al ejercicio de este oficio, y ahora sufren la amenaza de ser declarados fuera de la ley si resultan pillados despachando mercancía indebida. Amantes de la buena literatura, o por lo menos de aquella que cuenta con amplio consenso, sufren por su escasez, por las mil piruetas que deben realizar para adquirirla y por el hecho de que están obligados a comprar caro y vender barato, debido a las complejidades del mercado. No obstante, a los Mosqueteros de Dios no se les moja la pólvora. La tarea de sopesar, manosear, tasar libros, y la oportunidad de observar una sonrisa aprobatoria en labios del comprador, constituyen su mejor ganancia. Porque al fin y al cabo, como bien apunta Muñoz Felipe, "este negocio es más de la bomba (el corazón) que de la cartera".
En el extremo opuesto se encuentran los advenedizos. Son libreros de la misma manera que podrían ser albañiles o vendedores de aguacates, con la diferencia de que estos dos últimos oficios requieren un esfuerzo físico que no parece estar en correspondencia con sus planes. No leen, ni se preocupan porque la gente lea, tampoco les interesa a derechas promocionar su mercancía. No se comportan amables, ni comunicativos, como debe ser por fuerza natural todo librero. No responden preguntas, pues podrían confundir a Nietzsche con Nikita Kruschef. En suma, representan un producto neto de la especie cubana de los metecabeza, que ahora prolifera como las medusas en abril.
"A veces pienso -comenta Flavio Muñoz Felipe- que el verdadero fin de algunos de esos libreros no es siquiera vender libros, sino que toman la tarea como un pretexto para pasarse las horas apostados en lugares céntricos, a ver qué otro negocio más jugoso les cae. Viéndolo así se puede entender por qué sus precios son tan exageradamente altos y por qué hay tan poco movimiento en sus estantes, a pesar de que no todos están mal surtidos. Al contrario, los de la calle 23 y los de L, en el Vedado, o uno que hay en Reina, llegando a Rayo, u otro que expone en Cerro y Boyeros, tienen muy buenos libros, pero piden tanto dinero por ellos que cuesta creer que de verdad quieran venderlos".
¿Y cómo se las agencian por igual los auténticos y los advenedizos para mantener bien abastecidas sus tarimas?. Ante esta pregunta, hasta el propio Muñoz Felipe tartamudea. Y es lógico. La cautela constituye hoy un lugar común entre los habaneros. Aquí hasta el más pinto de la paloma tiene algo en mente que no desea o no puede declarar. Ello no significa que todos, ni siquiera la mayoría, anden en malos pasos. No son las personas sencillas del pueblo, sino el medio y las circunstancias impuestos, los que engendran culebras. Así que los libreros de viejos no tienen por qué ser excepción en una regla que abarca ciento quince mil kilómetros cuadrados.
"Algunos compran los libros a domicilio -se decide a explicar el sobreviviente de Canelo-, no importa cuán lejos puedan vivir quienes se los ofrecen. Otros tienen un cartel en sus propias librerías donde consta que lo mismo venden que compran. Hay quienes se valen de parientes y amigos proveedores que viajan frecuentemente al exterior, por razones de trabajo. Y quienes consiguen mantener un bien engrasado sistema de intercambios con coleccionistas y/o lectores de toda la ciudad. Pero la mayoría utiliza los servicios de suministradores independientes que se dedican a tiempo completo a la caza de libros y que ejercen un control prodigioso sobre los posibles filones, o sea, familias por lo general de ancianos que conservan muy buenas bibliotecas, personas que abandonan el país o que mueren, dejando volúmenes ociosos, extranjeros con residencia permanente en Cuba. Inclusive, se comenta que algunos negocian con personas del exterior el suministro sistemático de libros a cambio de ron, tabaco y otras cosas".
Es presumible que, a consciencia, Muñoz Felipe no haya incluido en esta relación todo lo que sabe acerca del sistema utilizado por sus colegas para reabastecer las librerías de viejos. Tampoco importa demasiado. Entre lo que confiesa y lo que calla yace la verdad total, y está bien que así sea, de momento. Lo que si no debe quedar en el silencio, limbo de los ingratos, es el inapreciable mérito de aquellos que contra riesgo y miseria continúan empeñados en que el lector habanero no solamente lea lo que puede, sino también lo que le gusta.
LOS MISTERIOS DE LA PLAZA DE ARMAS
Si el mundo existe para llegar a un libro, como dijera Mallarmé, pueden ser muy reveladores los pregones que se escuchan hoy en la Plaza de Armas, de La Habana Vieja. "Vaya, su libro aquí", anuncia un vendedor al caminante con traza de turista. Otro, en cambio, lo llama, le pide amablemente que se acerque y declara en tono de verdad sin pliegues: "Aquí tengo el libro que usted busca". En tanto, un tercero muestra sus estantes repletos y miente, con una sonrisa oreja a oreja: "Este es el único lugar donde el que compra un libro es quien le pone el precio".
Pintoresquismo y llanezas de pícaro criollo a un lado, el sitio y la oportunidad resultan verdaderamente únicos. Es la yema del Casco Histórico, justo en lo que fue punto de partida para la fundación de La Habana, bordeando los jardines de una de sus plazas seculares, la más hermosa. Tal vez por ello llama tanto la atención que las huestes estatales hayan cedido espacio a un grupo de libreros que, salvo excepciones, son trabajadores por cuenta propia. Téngase en cuenta que un emplazamiento tal constituye parada de rigor para casi todos los recorridos turísticos de la ciudad. Y sobra repetir que aquí el turismo es tierra santa que florece bajo la égida de un solo dios.
Sin embargo, desde hace ya casi una década los libreros de la Plaza de Armas muelen su zafra imperturbablemente. Y si bien es posible que algún que otro exigente no encuentre en sus tarimas un volumen que le permita justificar la existencia del mundo, por lo menos debe estar seguro de que hallará el mercado de libros más peculiar y mejor surtido de toda la Isla.
¿Por qué razón triunfa y pervive un negocio particular, posiblemente el único, dentro de un área que es jurisdicción exclusiva de la industria turística del Gobierno?.
Ni en sueños podría concebirse la posibilidad de que ello ocurra al margen del conocimiento y la aprobación oficiales. Así pues, lo primero que debe quedar claro es que de algún modo el negocio encaja en los planes de esta industria.
"Ninguna librería de La Habana, de las que comercian en divisas, vende más que nosotros", sostiene un librero que atiende tres estantes a la altura de El Templete y dice llamarse Pelayo. Pero la suya es una verdad de perogrullo. Cualquier transeúnte que se detenga unos minutos en La Moderna Poesía, que es ahora la más importante de las librerías estatales dedicadas a la venta en dólares, puede constatar fácilmente el bajo nivel de sus operaciones, del mismo modo que un breve recorrido por sus anaqueles bastaría para comprender la franca supremacía del mercado de la Plaza de Armas, en lo referido tanto a precios como a diversidad de títulos, temas y autores.
Tal vez más sugestivo es lo que afirma Juan El Moro, librero del ala derecha de la Plaza, ubicado casi frente a la esquina de Oficios: "Esas librerías (las estatales) están llenas de cosas que no les interesa a la gente. Y nosotros sólo vendemos lo que sabemos de antemano que cuenta con demanda. Yo mismo hace años que me dedico a vender libros aquí, sé muy bien lo que el cliente busca y no pierdo tiempo ni dinero trayendo libros que no tienen salida".
De acuerdo con la afirmación de este hombre y luego de un repaso más o menos detenido a unas cincuenta tarimas atestadas de libros, tal vez podría conformarse una especie de catálogo general con los temas y autores que más busca el cliente en la Plaza de Armas. En primer lugar, están los relacionados con el folklor afrocubano, especialmente los que llevan las firmas de don Fernando Ortiz, Lidia Cabrera, o de la escritora de moda, Natalia Bolívar. Le siguen los libros de historia de Cuba, así como de asuntos inherentes a la política oficial y sus representantes, aspectos de interés para un cierto segmento del turismo que visita la Isla. Luego vienen las misceláneas: novelas, relatos, poesía, ensayos, testimonios, esoterismo, diccionarios... Dentro de este último grupo se destacan los libros malditos, es decir, aquellos cuya impresión y venta legal están prohibidas por el régimen, sean o no cubanos sus autores. Y hay que ver la cantidad de obras de este tipo que pueden ser halladas en la Plaza de Armas, en una oferta que a todas luces parece armonizar con los altos niveles de la demanda.
Ello lanza a rodar sobre su peso una nueva interrogante: ¿ignoran las autoridades la existencia de esta línea de mercado underground que está echando por tierra la veda tan rigurosamente impuesta en el país en torno a los escritores enemigos?. Y una pregunta más: si como debe suponerse es el turista extranjero ese cliente a quien va dirigido el mercado de la Plaza de Armas, ¿cómo desglosar una demanda que marca sobre todo el gusto y la necesidad reprimidos del lector local?.
Angel Lacalle es un hombre con más canas que dientes y, según su cuenta, con más de treinta años de experiencia en el oficio de librero. Desde una privilegiada ubicación en la Plaza, muy cerca del restaurante La Mina, al pie del Palacio de los Capitanes Generales, asevera: "Sí, nuestras ventas se dirigen fundamentalmente al turismo. Pero aquí sucede algo parecido a lo de esas tiendas, las shopping, que son para extranjeros porque nosotros no tenemos dólares. Pero es el caso que ningún turista viene a Cuba a comprarse una licra, un pitusa o un par de zapatos. Tampoco viene nadie desde Europa hasta la Plaza de Armas para comprar una novela de Kundera, de Vargas Llosa o de Cabrera Infante. Pero lo cierto es que esas novelas vuelan de nuestros estantes, de la misma manera que los zapatos y las licras se escurren de las shopping. Si ahora mismo yo coloco aquí, como ya lo hice otras veces, algún libro de Reinaldo Arenas, o El hombre, la hembra y el hambre, de Daína Chaviano, dentro de un par de horas ya me los habrán comprado. Y es muy poco probable que los compradores sean turistas. Y si lo son, vendrán acompañados por alguien tan del patio como yo".
Otro librero del ala derecha, que gusta ser llamado El Chino, añade: "Yo tengo un grupo de clientes fijos, a los cuales les guardo libros de escritores cubanos que viven afuera y cosas así. Ninguno es extranjero. Lo que me compran los turistas son libros del Che, Camilo y la Revolución, también libros de santería. Pero mis mejores compradores son cubanos. De dónde sacan el dinero, no lo sé. A mí lo que me importa es que vengan, compren y paguen".
Por su parte, Lacalle adiciona que a diferencia de muchos libreros de viejos que él conoce, a los de la Plaza de Armas no se les prohibe expresamente vender las obras de autores malditos. "Nunca me han dicho nada al respecto, ni en un sentido ni en el otro, aunque yo tampoco los exhibo delante de su cara. Pienso que tal vez se hacen los de la vista gorda porque este es un sitio turístico. No es como en esos estantes que encuentras en la calle Reina o en Galeano, dedicados a la venta en moneda nacional para la gente del pueblo".
Y Pelayo puntualiza: "Claro que el Gobierno puede poner aquí librerías estatales, cuyas ventas son más controladas y cuyas ganancias quedan enteramente de su parte. Ya en varias oportunidades se ha corrido la bola de que van a hacerlo. Pero hasta el día de hoy seguimos nosotros. Algo bueno tendremos para que no nos quiten".
No hay dudas, algo bueno tienen. Y en ello radica la clave de uno de los misterios que hoy rodean la Plaza de Armas. Pero tampoco hay por qué apresurarse a creer que el éxito de este negocio particular y, aún más, su permanencia contra viento y marea en un ámbito de importancia estratégica, responde únicamente a las habilidades de su eficiente equipo. De hecho, en La Habana hay otros muchos libreros tan eficaces y experimentados como ellos, pero ninguno cuenta con sus garantías y ventajas comerciales.
Es verdad que la idea de sustituir este mercado por establecimientos estatales, de probada ineficacia en sus servicios y falta de atractivos, resulta tan inoperante que al parecer ni siquiera sus presuntos beneficiarios le han dado calor. Pero habría que preguntarse hasta qué punto pueden interesarle al Gobierno, en este caso, las ganancias económicas, más bien poco significativas si se comparan con las que reportan otros productos de la misma zona. Eso por no contar el engorro que representaría para ellos mantener bien surtido medio centenar de estantes en los que el cliente está acostumbrado a ver títulos y autores que no alinean en sus planes ni en sus presupuestos para compras en el exterior. De igual modo, es dudable que les preocupe la superioridad de este mercado frente a sus propias librerías. Porque si así fuera, lo hubiesen resuelto de un plumazo, o sea, con un simple decreto prohibitivo, que es aquí la forma comúnmente adoptada para enfrentar la competencia.
Más substancioso será ver también el asunto desde la perspectiva de otros intereses. Por ejemplo, ya quedó dicho que la Plaza de Armas es un esencial cruce de caminos para el turismo internacional que visita La Habana. Pocos lugares hay aquí más aparentes para proyectar hacia el exterior, en vivo y en directo, la nueva política de supuesta apertura y democratización que desarrollan hoy las instituciones culturales oficialistas. Si los libros malditos se venden como pan caliente en el más preponderante y concurrido mercado de viejos de la capital, entonces ¿cómo es posible convencer a alguien de allá o de acullá de que sus autores engruesan la lista negra del Gobierno?.
Por otro lado, y a pesar del enigma que gravita sobre ciertas zonas de la demanda en este mercado, lo cierto es que la compra de libros en dólares no constituye prioridad para el habanero común, y más si se consideran sus precios, indudablemente bajos para la media internacional pero inalcanzables para los bolsillos de la mayoría de la gente aquí. Entonces, si es que definitivamente hubieran decidido abrir un fisura para la venta de obras malditas, ¿qué lugar sería más idóneo que éste, de amplio acceso para el visitante extranjero y que, a la vez, propicia por sus características que la mayoría del pueblo se mantenga a salvo de la contaminación de esos libros enemigos?.
Con preguntas más que con respuestas, dadas las circunstancias, habrá que enfocar el enigma de la Plaza de Armas. A fin de cuenta todos los caminos sirven para acercarse a la verdad. Y en La Habana, como en cualquier otro punto del planeta, no existen misterios sin explicación. Sólo misterios que aún no han sido explicados, por desidia, conveniencia, desdén o miedo.
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