Al principio, solo eran palabras alineadas, desaliñadas, afiladas y enfiladas una tras otra, palabras salvajes, palabras rebeldes, palabras dolorosas.
Los días sucedían a los días, tediosamente grises, las horas caían como caen las hojas bajo el frío otoñal, despojando su vida, despojando su alma.
Las palabras le aliviaban. Cada una era como una gota de analgésico vertida en una de sus heridas. No cicatrizaba, pero dolía menos.
Poco a poco, aprendió a domesticarlas, a ordenarlas disciplinada y, luego, sabiamente, hasta formar frases, convertirlas en versos, y descubrir que estaba escribiendo poesía. Con el tiempo y la práctica, se dio cuenta de que sus versos eran mucho más que poemas. Eran sus amigos, él que no tenía ninguno. Los entraba tecla a tecla, sin borrador, sin notas previas.
Desde que perdió su empleo, se encerraba en casa, saliendo sólo para ir a comprar, cuando tocaba, al autoservicio del barrio. Es increíble lo mal que llega a comer un hombre que vive solo.
Hasta había perdido el entusiasmo de renegar por la telebasura. ¡Anda si es decir!. No hacía limpieza y había adoptado los platos de cartón cuando la pila vomitó los últimos de losa, a la vez que la alacena se quedaba huérfana de más.
Cabellos sin peinar, barba de ermitaño, su único refugio eran sus sonetos, sus rondeles, sus villanelas… Su corazón gris se teñía de arco iris cuando dejaba sus dedos correr en el teclado de su PC, su hosca depre se volvía sinfonía, las paredes de su cuarto-prisión se convertían en bosques cantarines, el resquebrajado papel pintado en brazados de helechos y las cutres cortinas en campos de amapolas.
Cada uno de sus tormentos se solventaba con un poema. Con ellos aprendía a dialogar, a conversar, a canjear sentimientos, aun cuando fuera consigo mismo, él que nunca supo, nunca se atrevió.
También los volvía a leer, porque cada uno llevaba entre rimas tanto el dolor como la cura, el sufrimiento como la redención.
Seis meses ya. Seis meses que vivía por escribir, que escribía para seguir viviendo. Seis meses de poemas guardaditos ordenadamente en el espacio intangible de neuronas artificiales, de bits entrelazados: memoria de su yo íntimo, intimidad de su yo secreto. Sus venas estaban vacías, porque su sangre regaba los sectores de un disco duro.
Pero frágiles son los discos, y un día, dejó de poder acceder. Angustiado, llevó la máquina a la clínica de las máquinas, ansioso como un nuevo padre en el pasillo de la maternidad, o de un familiar ante la sala de cuidados intensivos.
Por desgracia, también las máquinas son de salud débil. El médico del sistema operativo fue breve, pero terminante. Cayó el registro, FAT desorganizada, clusters machacados, no pudimos hacer nada, todo ha terminado. Lo siento.
En las lentejuelas plateadas de un soporte magnético, perdió sus versos, su obra, sus esperanzas, sus amigos, y se encontró solo. Definitivamente.
Ocurrió un miércoles, bien lo recuerdo. Porque el jueves, el diario local encabezaba así la página de sucesos:
WINDOWS SE COBRA UNA VÍCTIMA, UN POETA SE TIRA POR LA VENTANA.
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