La semana pasada todo el mundo pudo ver en televisión cómo un soldado americano asesinaba sin pestañear a un iraquí que trataba de hacerse el muerto para salvar la vida. Aterradoras por un lado las imágenes y por otro el sonido cuando comprobamos que ninguno de sus compañeros hace comentario reprobatorio alguno ante las palabras y las acciones de su compañero. Intentando saber lo que decía exactamente el soldado quise ver la cadena NBC cuyo reportero grabó las imágenes y quedé atónito cuando comprobé que emitían las imágenes íntegras, pero sustituían con pitidos las palabrotas del soldado. O sea, ver como mata sí, pero, por favor, oír las palabras malsonantes no se puede consentir, no vayamos a herir sensibilidades. Esto me hizo reflexionar sobre la hipocresía, el tema de esta columna.
Me pasó como cuando te ponen yeso en un brazo fracturado, que empiezas a ver a mucha gente en tu situación. Esta vez empezaron a brotar signos de hipocresía por doquier. Desde entonces no he dado abasto, ya que hay casi tantos tipos como personas.
Comenzaré por la hipocresía más general y quizá más abominable: el ejemplo de los pitidos ocultando palabras que tú y yo utilizamos con cierta asiduidad, mientras nos muestran lo más terrible del ser humano, el acostumbrarse a la muerte. Tampoco podemos olvidar la que armaron por la teta de Janet Jackson que quitaron inmediatamente de la vista para pasar la publicidad de una película de esas en las que el héroe los vuela los sesos a todos, mucho más edificante.
Otro ejemplo de este tipo puede ser la condena por parte de la iglesia católica, no ya del uso de preservativo (que está en su derecho de prohibírselo a sus fieles, allá ellos), sino de las campañas gubernamentales que promueven su uso, cuando mueren centenares de miles de personas al año de SIDA. Impresionante la obsesión que tienen con el sexo. Hay veces que tengo que mirar el calendario para comprobar que estamos en el siglo XXI. Podría ser anecdótico si no fuera porque algunos gobiernos afines a sus ideas les hacen caso. Y según ONUSIDA, la agencia de Naciones Unidas contra el SIDA, desde 1981 han fallecido más de veinte millones de personas; hay doce millones de jóvenes entre 15 y 24 años que viven actualmente con el virus y todos los días se infectan una media de 6.000. Ya dije que esta era la hipocresía más abominable.
En la última reunión del G8 (los ocho países más ricos del mundo), el inefable Silvio Berlusconi anunció con mucha pompa un fondo especial para combatir el sida. Se hurgaron los bolsillos y decidieron que 2.000 millones de dólares les harían quedar muy bien. Esto es mucho dinero para una aldea del Amazonas, pero apenas son migajas (Kofi Annan, afirma que precisan como mínimo 10.000 millones) sobre todo si tenemos en cuenta que Estados Unidos tiene un presupuesto militar anual de más de 400.000 millones (sólo para demoler Irak ya se ha gastado más de 60.000).
Esto en SIDA, no voy a hablar de los desastres humanitarios en todo el mundo; de las empresas farmacéuticas que quieren hacer algo más que negocio con el sufrimiento de los demás; de llevar las fábricas más contaminantes a países en desarrollo; vender tabaco sin cortapisas en estos países; fabricar todo tipo de productos utilizando mano de obra explotada, niños incluidos, a la vez que se hacen campañas de apadrinamiento; cerrar las fronteras a emigrantes que vienen de países esquilmados y abandonados por sus colonialistas, etc. Para vomitar.
Se me han quedado en el tintero algunos tipos de hipocresía (hipocresía envidiosa, hipocresía cortés, hipocresía petulante) que quería comentar, más cercanos y más divertidos, en nuestro trabajo, en nuestra familia e incluso en esta página (un ejemplo, la mordaz y magistral reflexión sobre la hipocresía a modo de esperpento de Guido, GUI, llamada “Algunos comentarios”, es extraordinaria, no tiene desperdicio), pero tendrán que ser objeto de otra columna o de alguna reflexión independiente.
Siento hablar de cosas tan amargas, pero es que se me revuelven las bilis.
Madrid, 25 de noviembre de 2004
Juan Rojo |