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El Nicho

Entró a ciegas, pero con pocas vueltas, con la titubeante certeza de la desesperación. Su hermano la siguió por el pasillo del cementerio mirando las lúgubres tapas que sellaban en piedra el morboso trabajo de la muerte. “Una colmena de muertos” pensó él, revalorando en el eco de sus pasos el olvidado privilegio de entrar caminando con sus propias piernas a semejante lugar, última morada terrena del ciudadano común, ni demasiado pobre para ser deglutido por la tierra, ni demasiado rico para dormir el sueño eterno en un mausoleo junto a sus ancestros.

Renovar el derecho al nicho por un año más: el trámite implicaba para ella la visita ineludible, esa cita con el monumento erigido a su dolor más grande.
Hacía doce años que él no iba, vivía demasiado lejos. Estaba ocasionalmente de visita esta vez en su casa natal y decidió acompañarla. Compró un par de rosas rojas, no supo bien porqué, pero no le importó. Una rosa roja era el regalo preferido de la mujer amada, la homenajeaba con el símbolo de la pasión, de la fiebre de la vida, pensó en que a su padre le hubiese encantado ese tipo de ofrenda por parte del heredero de tal pasión.

Allí estaba por fin el nicho. La hija del difunto se derrumbó, los dieciséis años transcurridos desde la tragedia no lograron mermar el dolor que derramó con su mano en el mármol, acariciándolo en la súplica de una respuesta que nadie tiene.
El hombre tomó el hombro de su hermana. Sólo cuando pudo zafarse un poco de los dedos de la congoja que lo estrangulaba, se bajó del pilar filosófico en el que solía refugiarse del estupor de la muerte, entonces la abrazó con la fuerza de la frustración y de una estéril rebeldía ante lo inexorable.
La mujer lo salpicó con la desgarrada humedad de la mirada y de sus palabras:

_ Es... tan.... tan.... frío.

El descubrimiento de esa desconsolada ternura de niña en la pasada adultez de su hermana, dio el golpe de gracia a su armadura y, a falta de palabras, le brotaron algunas lágrimas. La mujer continuó su lamento, sin dejar de acariciar la pétrea superficie, como buscando explicar a su hermano y al mundo, la aparente irracionalidad de aquel ritual:

_ Es el mismo frío... de la mejilla, cuando estaba en el cajón le acaricié la mejilla y ... ¡era el mismo frío!... ¡Nunca me voy a olvidar de ese frío...!

Tomó a su hermana de la mano, y le dio un fuerte tirón, como queriéndola arrastrar hacia la artificiosa seguridad de su pilar intelectual.

_ Ya... ya no siente el frío, ya no esta allí – le dijo señalando el nicho

_ ¿Y dónde estará? – preguntó la mujer desde su temporal regreso a la niñez .

_ Aquí y aquí – contestó el cuarentón con certeza, señalando el nicho invisible que ambos tenían tallado sin anestesia en sus corazones. La abrazó de nuevo y lloraron un poco más. Encontraron algo de alivio en el dolor, como si las lágrimas hubiesen lavado y refrescado las heridas del alma.

El hombre volvió a bajarse del pilar racional, arrancó las telarañas del florerito y miró alrededor buscando con cierta desesperación, como si fuese de tremenda urgencia calmar con agua la lenta agonía de las flores. Salió al pasillo principal y encontró la canilla, pero no había en qué llevar el agua. Buscó y buscó, en un nicho abierto encontró un improvisado bidón de plástico que supo ser botella en su estado original, metió desaprensivamente la mano para sacarlo, con esa decisión mecánica que de tantos apuros lo supo salvar en la aventura de la vida. Llenó el bidón, llenó el florero, dejó el bidón en su tétrico lugar, y acomodó las flores con delicadeza ritual. Se quedó mirándolas en silencio. Pensó en que esas flores pronto se marchitarían, pensó en que su padre, su mejor amigo, estaría marchito desde hacía mucho tiempo detrás de aquel mármol. Pensó en que él, su hermana, ¡todos!... se estaban marchitando irremediablemente. Pero no, sólo el envase quedaría allí, marchito, el “ser”, la esencia, el alma, decían los que saben, volaría a otra vida, dimensión, “estado”. “Nada se pierde, todo se transforma...” ¿pero en qué?. El sufrimiento de la ausencia, ese amargo toque de la muerte entonces... ¿será un desafío sólo para los que quedan con vida?.
El aventurero de su padre, el soñador, el luchador, yacía allí. “Perdón y Gracias”, dos palabras para definir el sentimiento que embargó al hijo. Otras dos: “¿Por qué?” definieron el de la hija. Los hermanos, frutos de la vida del difunto, dejaron sus flores y se fueron alejando del nicho, caminando lentamente por pasillos entre sollozos propios y ajenos, desfilando entre estanterías colmadas de dolor. Las fotos y las inscripciones de algunos nichos proclamaban al paso la desesperanza y el desasosiego del que pierde para siempre al ser querido.
Cruzaron el paredón que separaba pudorosamente a la ciudad de los muertos de la ciudad de los que creen vivir. Afuera todo era bullicio, movimiento y comercio hostil. Por encima de aquel vértigo salvaje, aquel hombre levantó la mirada y vio cómo se erguían las descomunales torres de nichos un poco más grandes que los del cementerio, donde los sobrevivientes sepultaban con total apatía a sus días muertos. Allí yacían en espíritu, hacían trabajar a sus cuerpos vacíos mientras sus sueños huían como almas hacia lo desconocido, invadidos, saqueados y desalojados por los sueños ajenos. Departamentos y oficinas, nichos en donde morirse viviendo, hasta que un buen día les abran la helada puerta de piedra del nicho más pequeño, del otro lado del paredón.
El premio a la vida estaba esperándonos allí, con nuestro nombre en letras doradas sobre pulcro mármol. La vida ordinaria, pensó, se planteaba como un trayecto de falsa utilidad entre un nicho y otro.

Cruzaron la avenida como autómatas de carne, mareados de melancolía. Llegaron al auto, se quedaron un instante mirando a la nada por el parabrisas, hasta que la boca de ella lanzó un suspiro como anuncio liberador de la contenida duda existencial que se atrevió a confesarle:

- Papá quería que lo cremen... pero no me animé.
- ...

Agachó la cabeza por el peso de cierta vergüenza y continuó:

- Pensé en consultarte... pero dudé.
- No podía ser de otra forma, ni lo que quiso él, ni lo que vos NO quisiste hacer.
- Si, ya sé... pero... pero a veces siento como que le fallé...
- ¿Y porqué no lo hacemos?. Yo también quiero que me incineren, cuando llegue el momento. Si no te animás a tener las cenizas de papá, para mi sería un orgullo...
- Pero Nooo... , no es eso, es que... no sabemos si es lo correcto, a veces pienso que puede quedar algo de él en ese nicho y quemarlo... no, no...

No se atrevió a discutirle, no tenía fundamento. La duda estaba plasmada con tal sentimiento que había logrado contagiarlo. Aunque todas las religiones coincidían en que el alma abandonaba al cuerpo, aunque el tiempo termine pulverizando las humanas migajas del luctuoso banquete de la muerte, la convicción de los faraones lo hizo flaquear sobre la suya.
Recordó que no pudo tener un instante de paz en aquel funeral, tratando de conseguir ese nicho en el cementerio más cercano, para que al dolor de su madre por la tremenda pérdida, no se le sumara el sacrificio de la distancia y sus trastornos.
Trámites y más trámites para lograr un nicho, empapado de lluvia y de congoja. Si no fuese por el amigo que lo acompañó, hubiese estrangulado al escribano que se negaba a atenderlo para cambiar el domicilio... ¡Porque era un sábado! ¿Pero qué más daba? ¿Para qué matarlo? Un hombre insensibilizado al dolor ajeno por la erosión de la burocracia, ya estaba más que muerto, más muerto que su padre, aunque siguiese llenando con la tinta de la desconfianza papeles tan pulcros y vacíos como él.

Logró sobreponerse al dolor y por fin estuvo en condiciones de manejar. Los hermanos tomaron la avenida y regresaron lentamente a inconsciente velocidad de funeral, un auto los sobrepasó insultándolos, entonces él no pudo con su genio y lo corrió. El hombre y la mujer del otro auto le dijeron de todo, desde sus rostros alterados por las facciones de su cotidiana locura, le gritaron que por culpa de él por poco se matan, porque casi lo chocan cuando pisó el freno ante el semáforo en amarillo; luego siguieron su marcha enloquecida vaya a saber hacia qué rutina que, al parecer, no podía aguardarlos más.
Cerró la ventanilla preguntándose por qué será que la gente que vive de esa manera, tenga tanto miedo de morir… otra vez.



Alejandro Racedo “El Loco”















Texto agregado el 24-11-2004, y leído por 268 visitantes. (0 votos)


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