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Época

Era una época en que la Oscuridad reinaba casi tanto como ahora, llegando al mismísimo borde de su cumbre subterránea, el pico inverso del Ciclo Cósmico en el cual algunos queremos creer, albergando la esperanza de que la Luz emerja algún día naturalmente desde donde se ha metido, y comience a recortar los perfiles de una nueva humanidad, brillando en una nueva fase de miles de años. Mientras tanto, la Oscuridad hería los pechos de los nobles de espíritu valiéndose de los débiles como vasallos, nombrando Señores a los desalmados, y a la decepción, su semilla. El amor brillaba en agonizantes candelas cuyas llamas eran zarandeadas por los jadeos del desaliento. En ese contexto, en medio de una Oscuridad casi tan densa como la de ahora, una mujer confeccionaba para sí misma una malla de clavos.

Era una mujer tan bella, que su belleza interior radiaba conmoviendo como su tristeza. Las heridas en el pecho la incitaban a culminar su tarea lo antes posible, trabajando sola en la noche del Mundo, alumbrándose apenas con el humeante tizón que otrora fue pabilo.
Cuando la armadura por fin estuvo lista, tan cansada estaba que no sintió dolor al calzársela, a pesar de que las cabezas de aquellos clavos entrelazados y retorcidos, supuestamente destinados a protegerla, laceraban con perenne crueldad su delicada piel de joven mujer. No se procuró casco alguno, confió en el temple de su propia cabeza para transitar el oscuro sendero hacia ningún lugar.

La mujer anduvo un buen trecho luciendo la armadura de malla que se había tejido, como disfraz para la deliciosa súplica de cariño y de comprensión que radiaban sus bellos ojos. Un disfraz que lograba engañar solo a ella misma, porque no podía leer el mensaje de su propia mirada, pero la prenda como armadura era muy eficaz: los hombres evitaban acercársele por temor a sus clavos, a pesar de que la luminosa belleza de sus ojos tentaba en la Oscuridad como un faro en la tormenta, y su voz… aquella voz era tan dulce y sus palabras tan amables que invitaban a la amistad y al amor, ¡Pero aquellos clavos!.

Los clavos, en el andar, la habían colmado de dolorosas llagas, pero la herida de su pecho era tan grande, y su creencia en la protección de la malla era tan firme, que la bella mujer llegó a menospreciar el dolor y el daño que su propia vestidura le causaba.

Ella nunca supo muy bien por qué, pero un día sintió la necesidad de charlar con un Caballero con el que varias veces se habían cruzado accidentalmente en el camino. Le contó la historia de sus heridas del pecho y de su malla de clavos. Se sintió de maravillas al sentirse escuchada y comprendida, entonces le declaró una amistad tan profunda como su herida.
El Caballero acarició la malla con sumo cuidado para no herir ni herirse, y ella se estremeció en una especie de placer con cierto dejo de dolor… y de temor.
El hombre, entusiasmado por la confianza, y la sonrisa y el eterno mensaje de los ojos de la dama, se desabrochó la camisa y le mostró un pecho tan herido como el de ella. Le confesó que la idea de la armadura le parecía un sacrificio absurdo, porque la estrecha y punzante trama de la malla no dejaba pasar lo malo, pero tampoco lo bueno, y para colmo imaginaba que en el andar, la armadura sería demasiado pesada, sofocante y dolorosa de por sí.
Le dijo que prefirió cubrir su herida con una delgada camisa, así sería notada solo por los que quisieran acercarse muy estrechamente a él. Además, estaba protegida del polvo y de los insectos, y respiraba, y no estaba seguro de que sanase algún día, pero sí de que no empeoraría inútilmente en el encierro de una asfixiante armadura. La mirada de la dama autorizó el beso, la armadura fue retirada cuidadosamente y las llagas y sendas heridas fueron besadas con una ternura tan fuera de contexto para la época, que el milagro sucedió: la chispa se encendió, y en medio de una negrura tan densa, produjo la ilusión de algo enorme… y luminoso.
Llegó el momento de despedirse, quedaron en encontrarse a lo largo del camino. Él debía seguir su sendero, era su responsabilidad ineluctable, su Honor: Era el guía de una caravana. Ella se aferró también a su propio sendero, aunque desconocía hacia donde la llevaba. Ambos senderos conducían a lugares distintos, pero en su sinuosidad, las distancias que los separaban se estrechaban a cada tanto, así que convinieron en encontrarse en los puntos de aproximación neutrales, entre un sendero y otro. Pasaron meses viéndose cuando podían, y aquellos momentos en los que la armadura y la camisa caían al suelo junto al fuego, transcurrieron en plena dicha, una dicha sostenida luego por la ilusión del próximo encuentro y la emotiva certeza de saber que podían contar uno con el otro.

Las heridas fueron mejorando en aspecto y salud tanto como sus dueños, pero en el andar, las llagas producidas por los clavos en la piel de la bella mujer, se estaban convirtiendo en callosidades por la hostilidad del roce. A pesar de los consejos de su amigo, la dama se negó rotundamente a desechar la malla. “Es que tu eres fuerte, y puedes darte el lujo de andar en camisa… pero yo no. Debo protegerme”. El trató de explicarle que no era cuestión de fortaleza, pero ella insistió: “Entonces es cuestión de valor, y yo soy una cobarde”. El Caballero le respondió que no era cuestión de valor sino de “valores”, de valorar el Instante. “En el reino de la Oscuridad, la felicidad es efímera, es solo alcanzable en las pequeñas chispas de Luz que uno puede generar, o en el trazo ocasional del relámpago que une el Cielo con la Tierra, pero se la puede mantener otro instante, en la penumbra de la brasa que anida en el pecho encendido de un ser querido. Cuando el tesoro es el Instante, solo puede atesorarse en el cofre del recuerdo, la remembranza de haberlo gozado es la joya que brilla reflejando la luz que uno le da, ya no tiene luz propia pero sí sus propios matices. El instante es lo más pequeño y a su vez lo más grande, es como nosotros, como nuestra relación, como el Amor mismo”.
Pero la dama se asustó con la palabra tan temida, tembló ante el nefasto recuerdo del sagrado sentimiento que le había causado la gran herida, y el doloroso deambular con su malla de clavos para protegerse de una nueva herida. Se empeñó en seguir usando la armadura con mayor tozudez aún, al punto de eludir primero inconsciente y luego concientemente, a los únicos encuentros en los que sentía el alivio de despojarse de ella. “Yo me conozco, tengo miedo de enamorarme, no quiero que abandones tu camino, y yo quiero tenerte siempre y no se puede. Cuando amo, lo quiero todo… y no se puede. Yo me conozco, debo protegerme”. Esas fueron las últimas palabras de ella que escuchó el Caballero, y este, con la ardorosa molestia en los labios de un beso negado, partió cabizbajo hacia su propio sendero, asumiendo con tristeza el descomunal peso de su honor. Pero antes, quiso mostrarle algo.
Encendió una vela y pidió a la dama que envuelva la llama con sus manos para protegerla del azote del viento. Luego la invitó a retirarlas y como era de esperar, la vela se apagó. El Caballero le pidió que observase bien lo que haría. Se acercó a la fogata que les brindaba calor, era un hoyo en la tierra rodeado de piedras desde el cual humeaba ceniciento el tenue brillo del rescoldo. El hombre quitó dos piedras de bordes opuestos, formando un canal. El viento penetró en el hoyo por la abertura, las cenizas volaron y el rescoldo brilló con los colores de un diminuto albor. Finalmente brotó una pequeña y gratificante llama.
“¿Te das cuenta?... el mismo viento nocturno que apagó tu vela, encendió esta hoguera. Solo era cuestión de quitar estas piedras. Yo ya aparté la mía, cuando quites la tuya, ven a buscarme”.

La bella mujer continuó su penosa marcha hacia ningún lugar. El tiempo pasó, La herida del pecho seguía doliendo como de costumbre pero se sintió mejor, en el andar los callos se hicieron tan fuertes y ásperos que desgastaban insensibles el hierro de los clavos, aliviándola del sufrimiento menor.
Un día se despertó frente al Gran Lago sintiéndose inexplicablemente bien. Decidió tomar un baño refrescante. Su cuerpo se reconfortó serenándole el alma. Disfrutó tanto del agua cristalina y se sintió tan renovada al secarse con el viento, que en medio de una paz insólita para ella y para la época, decidió abandonar la armadura para siempre y salir a buscar a su amigo tan querido. Con nostalgia recordó cómo él se fascinaba con sus ojos, con qué claridad podía leer su mensaje, y antes de partir, sintió la tentación de contemplar el reflejo de su rostro en la espejada superficie del agua. Fue cuando cayó en el terrible darse cuenta de que ya estaba marchita.

Cuenta la leyenda, que la mujer, avergonzada de su vejez, quiso ver al Caballero sin ser vista, pero que al encontrar una caravana transitando por el sendero de su amigo sin lograr identificarlo, se atrevió a preguntar por él. Le presentaron a una hermosa y joven mujer a la que prejuzgó erróneamente como la esposa: Es que el tiempo que había pasado para ella y para todo era vasto e implacable, menos para el imborrable e idílico recuerdo que tenía de aquel hombre que la había comprendido.
“Papá finalmente murió de su herida, en su agonía pidió que si algún día llegaba a la caravana una mujer buscándolo, cuyos ojos suplicasen amistad y amor, se le entregara esto que estuvo forjando para él. La muerte lo sorprendió sin que pudiese terminarlo, y la verdad es que no sé si no alegrarme de ello…. Me dijo que usted sabría entender el mensaje”. La mujer de la caravana depositó en las leñosas manos de la anciana, un manojo que no tuvo dificultad en reconocer cómo los comienzos del tejido de una malla de clavos.

Era una época en la que la Oscuridad reinaba casi tanto como ahora, pero en la que al menos, alguna rara vez, alguien se atrevía a generar alguna chispa de Luz en medio de la Noche del Mundo, alguna chispa furtiva que brillaba de pronto creando la efímera ilusión de algo tan vasto y conmovedor, como esos relámpagos que unen el Cielo a la Tierra, por un instante… por El Instante.



Alejandro Racedo “El Loco”




Texto agregado el 23-11-2004, y leído por 116 visitantes. (0 votos)


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