Protagonista femenino: Mujer de pelo castaño, ojos verdes, tez blanca, esbelta, voz grave y sensual, delicada; siempre estuvo bajo la tutela de su papa, por lo menos hasta que termino conmigo (él); su educación fue en un colegio estricto para señoritas. De los 16 a los 17 tuvo su primer novio “yo”. Actualmente no es necesario especificar la edad.


Cualquier artista del lienzo encontraría una fijación insondable ante éste cuadro: A la entrada del supermercado dos hombres conversando, ambos comenzando la tercera edad, uno flaco con una muleta tratando de suplantar la pierna que le falta, pelo castaño, ralo y blanco. Mientras uno ríe, el otro muequea con las manos, y al final, los dos ríen también: desfachatadamente. A la par, tres jovencitas adultas; superan los treinta. Entre ambos grupos se cuela por en medio otro ser, más viejo que las susodichas pero más joven que los hombres: también blanco, de pelo ralo y castaño. Sus visajes delatan lo que realmente él es: Síndrome de Down. El grupo es familiar. Una luce muy guapa, y con traje tallado y rojo, forja sus naturales curvas apaciblemente tentadoras. Y es a quien presto atención.

La chica de rojo propicio un momento, que por la trascendencia para mí, de aquí en adelante lo llamare: “el momento eterno”. Esquematizándolo: se aparto del grupo, recorrió ocho metros hasta llegar a mí; espero medio segundo, y me beso; dio la vuelta, y le tomo (por mediciones posteriores) diez segundos para irse. En total: veintiún en promedio. Toda una eternidad para recordar mi primer amor. Después se junto con sus hermanas; sendas cruzaron sus manos como para aplaudir la “apuesta” ganada.

Nuestro noviazgo siempre fue en secreto. El padre nunca acepto que su hija mayor le diera el amor a otro hombre, y en dos oportunidades la puso entre la espada y la pared. Así que, largamente, estuvimos comunicándonos solo con cartas. Los viernes se hacían esperar, y en los favorables le daban permiso para ir sola a la tienda. Era cuando nos encontrábamos, y nos dábamos un beso dichoso.

Fuimos solo una vez al cine para ver “Maria” de Jorge Isaacs, donde como toda una adolescente sentimental, lloro; y como todo un adolescente impetuoso la bese fogosamente.

Fue hasta la tercera tentativa del padre donde la orillo a una situación decisiva. No creo que lo haya hecho adrede pero lo que estoy seguro es que si funciono pues como toda tragedia de amor, ésta no careció de la connotada frase: “y nuca se volvieron a ver”. Fue un momento critico. El padre bajo una lluvia torrencial perdió el control del automóvil y tras estrellarse contra un poste, fue que le amputaron la pierna.

Anastasia, la chica de rojo, quien me beso, era en aquel entonces la hermana menor de siete. Ella vivió aquella noche, aparte de la del accidente, interminablemente. Ya me imagino: las hermanas menores aterradas, escondidas entre las sombras, mientras en el cuarto continuo, con un soliloquio imperativo, privado de una pierna, de nuevo le ponía a elegir entre él o “yo”. Al lado, una madre callada, que comprendía el amor quebrado de su hija.

Lo ultimo que supe de ella fue que vive en la misma colonia donde mi hermano reside. Y aunque recuerdo en silencio aquel “beso dichoso”, ya muy tarde a mi edad reconocí una verdad: “lo nuestro no será nunca mas de lo que ya fue“

El beso de Anastasia me dio a comprender que en vez de recordar toda aquella noche de ultimátum, ha prevalecido el recuerdo, de la ilusión del primer amor, de la hermana mayor.