La Luna nueva del Medio Oriente hace gala de su hermosura, llenando con su luz los espejos de agua que rodean el palacio de Cheregán a orillas del Bósforo.
El Sultán aguarda impaciente, recostado sobre mullidos cojines de seda, sobre su cabeza un dosel con miles de velos bordados con hilos de oro, en ellos se aprecian imágenes que hablan de su estirpe real. Tan solo con el movimiento de su dedo índice ordena a los eunucos abrir la puerta del harem y dar paso a dos bellas odaliscas ataviadas para danzar; de sus generosas caderas cuelgan siete velos y cuatro corridas de monedas de oro, que tintinean al ritmo de la música que ya ha comenzado a sonar. El Sultán sonríe complacido y da su aprobación siguiendo el ritmo con sus palmas. Las odaliscas se acercan con movimientos envolventes, dejando hablar al cuerpo por entero. Los ojos perfectamente delineados con khol, abren y cierran las tupidas pestañas en señal de obediencia. Los brazos intentan atrapar el aire que él exhala y entre ellas se inicia una divertida disputa: Ambas quieren ser la elegida para compartir la tibia noche con su alteza real. Los pezones erectos se anuncian a través de la delgada y minúscula tela con que cubren sus senos. La cintura parece tener vida propia porque ordena a las caderas moverse cual víboras ante un encantador. Ondean haciendo sonar las cuarenta monedas que llevan alrededor del vientre... Se acercan prudentemente al Sultán, exponiendo sus atributos y dejando que él tire de los velos a su antojo.
El Sultán –indeciso-, toma a la morena de ojos almendrados y le besa los rosados labios para saborear el dulce sabor a moras y arándanos. Luego toma a la de piel blanca como armiño, besa sus labios rojos que saben a fresas y pétalos de rosas. Su Alteza está indeciso, le apetece tomar a ambas, quiere tenerlas, poseer a las dos...
Detrás de las pesadas cortinas de brocato aparece la Sultana, que con dos palmadas despacha a las odaliscas, ordena que cese la música y se dirige hacia el Sultán. Ella sí que puede levantar la mirada y, desafiante, le clava las pupilas. El Sultán trata de dar las explicaciones de rigor; pero ella con el lazo de su charchaf comienza a darle de golpes y a enrostrarle su “sinverguenzura”:
-¿Es necesario que calientes el agua en otras “teteras”? Claro, apenas te la puedes conmigo, me acuesto a tu lado y ¿que haces? Roncas como camello enfermo. Eres un fresco, esas chicas están para mi servicio, no para el tuyo.- La Sultana comienza a estirar su labio inferior, un recurso muy usado previo al estallido de las lágrimas y lamentos. Su madre había tenido razón, no debió casarse con el Sultán, debió preferir al Maharajá, que pese a ser extranjero, era más rico y bastante más buen mozo. El Sultán se ha convertido en una mezcla de elefante, con panza de burro y bigotes de foca, nada atractivo...
-El altísimo es testigo que tan solo aliviaba mis ojos con la danza sagrada de esas esclavas, y que mi ánimo nada más lejos de allí preveían –le dijo aparentando seguridad el sudoroso Sultán.
La Sultana: Rhanilia...Con ella, los años habían sido benévolos, conservaba su porte de gran señora y sus ojos azules que acusaban su descendencia circasiana. Sus senos -otrora los más turgentes del harem- se dejaron vencer por la ley de la gravedad y lo que no podía disimular eran las profundas huellas de expresión alrededor de su ojos, que se acentuaban aún más cuando se desprendía de toda esa cantidad de maquillaje, unos cuantos gramos de estuco.
Las Odaliscas despachadas de vuelta al harem sobornaron a los eunucos para que las dejaran visitar a los solados de la guardia y entre danzas, bebidas, ardores y sabores comenzaron a fraguar una conspiración para deshacerse de la vieja Sultana...
Y así comenzó lo que sería llamado en años posteriores la Primera Caída del Sultán de Hosseua...
En otro lugar y en otro tiempo, en el desierto del Sahara, por encima del mar de Albienne, dos tuaregs vestidos con sus hábitos índigo vigilaban el desierto. Estos descendientes de Tin Hinan y de su hermana Takamat, estos “hombres azules”, decían:” Con el desierto ante ti, no digas ¡qué silencio! Di: no oigo”...
Uno era el príncipe Lussur, del pueblo de los Kasar, en la orilla de las dunas septentrionales, en los pozos del sur. Su cara tapada dejaba entrever unos ojos negros y profundos, y en sus arrugas se adivinaba una fuerza interior que podía devastar pueblos. No obstante era llamado Ransij-hu, que en el dialecto de los Kasar significaba “Rey de las Dunas” y en la aldea donde nació, en Karpar, todas las muchachas casaderas suspiraban por una mirada suya, pero Ransij-hu ya había elegido a la que sería su compañera de por vida.
Se llamaba Faride, que en su lengua significaba “única, sin igual” y para el príncipe ella era todo eso y más. Le había sido prometida en matrimonio para la novena noche de menguar la Luna, el día exacto en el que según el astrólogo de palacio, predijo que Faride dejaría atrás la niñez para florecer y poder ser desflorada. Pero esa noche no llegó.
Las kafkas de palacio corrían preparando todo para el evento nupcial. Un grupo se preocupa de alhajar la alcoba, sábanas de seda blancas, albas, cirios perfumados, bandejas con zumos y frutas frescas, barras de una exquisitez, traída de tierras lejanas, que decían que incitaba al amor y que en occidente se conocían como chocolate, jarrones repletos de flores blancas y azules. Otro grupo se preocupaba de la novia, había sido bañada en calientes aguas aromatizadas con esencia de pétalos de rosas, luego de que sus poros se encontraban completamente abiertos había sido depilada con miel de abejas y así no dejar ningún vello sobre ella, que tuviese una apariencia infantil era un signo muy apreciado por los hombres. Su pubis había sido tratado con la mayor delicadeza y luego de depilarlo fue suavizado con leche de almendras.
Su piel fue completamente frotada con aceite perfumado, un aroma exótico que evocaba a jazmines y ylang – ylang. Su pelo, negro azabache, fue lavado y peinado con rigor para que resplandeciera y diera señal de su buena salud. Sus manos y pies fueros pintados con henna, delicados diseños se dibujaron cuidadosamente en sus nudillos, sus muñecas, sus tobillos sus pies, según mandaba la tradición y finalmente fue alhajada con joyas bellas e impresionantes, por sobre todas destacaba una hermosa tiara de oro blanco salpicada de zafiros y diamantes.
Un Spahi surcó raudo el pavimento de palacio, dejando los ruidos y los bocetos de sus movimientos en las retinas de aquellos que lo miraban. Cuando bajó del caballo se dirigió con armónica prisa hacia el saksaul que sobrevivía en el centro del gran patio central, y allí se plantó de rodillas ante el hermoso Ransij-hu...”Salaam...”
Cuando el spahi cruzó de nuevo las puertas del kasbah, el siroco rugió potente y muchos fueron los ojos que echaron toldos, pero los ópalos negros del príncipe permanecieron abiertos, impasibles y sonrientes.
En las bellas manos del príncipe, un manuscrito, una carta, le urgía a acudir en ayuda de su primo y aliado Kruhesh, príncipe de las tribus meridionales, de los hombres del “perro aullador”, auténticos “hijos de camello” que estaban siendo atacados por los chacales del sur, los lacayos del Sultán del Cheregán. Ni su dama, ni su reino le impedirían acudir en ayuda de uno de los suyos. Y la idea de una batalla, de una carnicería que se produjera en su desierto, sin que él participara, le hería el alma como ninguna pena podría lograrlo jamás. Así hervía la sangre del príncipe Ransij-hu, “Rey de las Dunas”, hijo del pueblo de Kasar, y ante su paso gritaban preparativos, y los hombres preparaban sus caballos y cimitarras, y todos supieron de una boda aplazada y de una guerra que ganar...
Para una mujer es difícil entender razones, aunque estas sean de honor, había sido postergada su boda y para peor sin fecha próxima.
Faride siempre fue una chica soñadora y este momento lo anhelaba, en el que iniciaba el prólogo de su cuento de hadas. Lloró el resto del día y toda la noche, las marcas de las lágrimas mezcladas con perfumes y maquillaje manchaban las almohadas y le daban a ella un aspecto poco agraciado. Ella se merecía un gran amor, un palacio, opulencia, poder... había nacido para ello. Sin pensar se vistió como una de las sirvientas, cogió un caballo joven de color acero y se lanzó al mundo sin medir las consecuencias. Cabalgaba sin horizonte claro, omitiendo la sed, la rabia y la decepción. Cabalgó tanto y tan privada de razón que cuando el Sol comenzaba a enterrarse en la arena recién se dio cuenta de la inmensidad de un paisaje total y absolutamente desconocido.
Prefería la muerte al rechazo y bajándose del caballo se arrojó a la arena a pedir clemencia, a suplicar para que Alá la llevara a la muerte... Y la muerte llegó, pero no del modo que ella esperaba, un grupo de Hombres del Desierto montados en jadeantes caballos la rodeó. Con sus cimitarras en mano comenzaron a atestarle golpes suaves y precisos que no tenían otro fin que desprenderla de todas sus vestiduras. Las pequeñas manos de Faride no alcanzaban a cubrir sus opulentos senos, menos el resto de su cuerpo. Aquel que parecía el jefe, se apeó del caballo y sin contemplación alguna la jaló del cabello, le abrió la boca para comprobar su dentadura, miró sus manos y pies, le pellizco los pezones y de una fuerte nalgada la obligó a subir al caballo previo amarrarle ambas manos...
Un largo viajo, dos lunas a lomo de caballo le dejaron pocas ganas de volver a montar, frente a ella una gran puerta le daba la bienvenida con una resplandeciente inscripción en oro macizo: “He aquí Cheregán, cuna del más noble de los nobles” y fue entonces cuando las lágrimas acudieron a sus ojos: estaba en el palacio del indeseable, en los dominios del maldito Sultán de Cheregán.
La muchacha de inmediato fue integrada al harem, sus bellos rasgos y la fineza de sus modales la hicieron recibir esa gracia. Rhanilia, la sultana, no la miró con buenos ojos, la chica era irresistible e inmediatamente la catalogó como una gran amenaza.
La sultana sabía de las andanzas del sultán, pero prefería el silencio al escándalo, él siempre había sido un gran mujeriego y ahora, ya en el ocaso de su vida su lujuria y su necesidad por reafirmar su virilidad lo hacían insoportable, nadie que usase faldas se salvaba: viejas o jóvenes, gordas o flacas, altas o bajas, tías, sobrinas y hasta sus propias hermanas. Pero Rhanilia intuía que ésta muchacha era diferente y se propuso hacer hasta lo imposible por esconderla de la vista del Sultán... él no la vería jamás.
De nada le sirvieron todas las artimañas y estratagemas, el Sultán era el único que podía deambular por palacio a la hora que quisiera y una tarde más aburrido que otras tardes decidió irrumpir sin aviso en el harem, quería sorprender a las mujeres en sus actividades cotidianas porque siempre pensaba que tantas mujeres juntas y solo custodiadas por eunucos... bueno uno nunca sabe más de alguna promiscua sorpresa se podía llevar.
No encontró la sorpresa, pero si que fue sorprendido por los almendrados ojos de Faride y por la larga cascada azabache que cepillaba y que le llegaba hasta la cintura. La señaló con su regordete dedo y le dijo: Tú, bailaras para mi.”, a partir de ese momento se convirtió en odalisca y con una encantadora sonrisa penso: “Ala bendito y Mahoma su profeta... el primer paso de mi venganza ha sido dado”...
Faride fue odiada en el palacio del Sultán, sobre todo por Rhanilia, que sospechaba que su esposo gustaba de la compañía de la nueva adquisición en secreto. Mas no encontró ocasión de sorprenderlos y la muchacha siempre se hallaba protegida por un guardia personal del Sultán...
Mientras tanto, en el desierto occidental, un numeroso grupo de spahis cabalga con el sol cubriéndoles las espaldas. A la cabeza va el príncipe Lussur, y todo el campamento que tienen ante sí sale a recibirlos como si fueran héroes...Las oscuras tiendas empiezan a levantar sus telas, dejando que la brisa de la tarde despeje las cálidas brumas del día...y por todas partes, los hombres azules preparándose para la guerra. Un nuevo y ensordecedor grito anuncia la llegada de más aliados... los Hijos del Desierto se preparan para aniquilar a su enemigo.”A la caza de Cheregán”, canta el atardecer...
Dos noches después, más de tres mil hombres se aproximaban al palacio del Sultán. Habían venido incluso de más allá de las Dunas Turbias. Lussur jamás había visto a tantos primos lejanos, a tantas tribus reunidas en ninguna batalla que recordara. Hizo un movimiento con el brazo y la comitiva principal –donde iban los dirigentes- se detuvo. De inmediato todo el ejército paró la marcha...A menos de quinientos metros la blanca tersura del mármol respondía reflejos a la noche, y en las murallas, ardían las antorchas...cientos de arqueros se agazapaban entre aquellas altas paredes y las enormes puertas negras se hallaban cerradas. “Es el momento” pensó el príncipe, y en el frescor del desierto resonó el estruendo de sus hijos, y miles de hombres bravos se abalanzaron hacia la batalla...
Una noche antes
Faride sabía que no disponía de mucho tiempo. Según un esclavo de la cocina al que había conocido, los ejércitos de su prometido no podían hallarse a más de un día de distancia. Tenía que darse prisa. Esta misma noche, cuando como de costumbre el Sultán la citara a la habitación secreta, ella llevaría algo más que sus sensuales senos y esculturales piernas...esta noche el banquete lo serviría ella...
Y así fue, llegó la noche y se preparó para que esa misma noche que liberaría a su pueblo sería la última del Sultán de Cheregán.
Vistiose con su más bello y sensual atuendo, una bata de seda rosa liada con un cordón dorado, bajo ella... totalmente desnuda. Su pelo lo dejó suelto lo que le daba cierto aire de sirena, su boca la pintó de un rojo intenso y se perfumó con el elixir de mil flores... era irresistible.
Llegó a los aposentos del Sultán portando una bandeja de confitura de dátiles provenientes del Nilo, pistachos seleccionados, una jarra de vino y dos copas.
Se acercó audaz y seductora como una verdadera felina en celo, dejó a bandeja sobre la mesa, apenas si rozó los labios del vejete y colocándose en frente de él comenzó a soltarse el lazo y a mover las caderas cadenciosamente. Su cuerpo oscilaba al compás de los ojos del Sultán, sutilmente dejó caer su bata para quedar apeteciblemente desnuda.
El Sultán jadeaba y su presión arterial le subía, la boca se le secó por completo y una risita idiota se le dibujó. Faride lo embrujaba y él se dejaba seducir, al finalizar la frenética danza se acercó al hombre, se arrojó a sus brazos y él comenzó a besarle las orejas, el cuello, los hombros... la muchacha gemía y le susurraba obscenidades, el Sultán estaba enloquecido y eso fue su perdición pues ni siquiera tuvo tiempo para darse cuenta del corvo que la chica sacó de debajo de los almohadones, menos de cómo la chica sin muestra de compasión alguna le cortó la garganta, solo quedó en su retina la mueca de asco que Faride hacía mientras él se ahoga en su propia sangre.
Rápidamente limpió y cubrió todo vestigio de su venganza, sentó como pudo al Sultán en la silla real; el viejo con la muerte pesaba como un elefante, le colocó un pañuelo al cuello y le afirmó los párpados con alfileres y como por arte de magia... desapareció, dejando el palacio con la ayuda de algunos guardias disidentes y perdiéndose en medio de la noche oriental.
Allí estaba el Sultán, muy sentado y bien vestido, con la cimitarra al cinto como siempre se veía; llegó Rhanilia a darle los buenos días y como él no le contestaba le hizo un mueca de desprecio y se alejó. A decir verdad, nadie más lo echó de menos: más bien se sentían aliviados de no verlo deambular por el palacio exigiendo excentricidades. Las más felices eran las mujeres del harem, que ya habían pasado más de seis horas sin que hubieran sido molestada ninguna.
De pronto se dio la voz de alerta de que el enemigo había llegado, los hombres se trenzaron en una cruenta batalla. El príncipe Lussur se abría paso hasta los aposentos del Sultán, llegó a la puerta... de una patada la derribó, entró y se quedó de una pieza cuando lo vio sentado sin hacer el menor gesto de defenderse, totalmente quiedo... se acercó contrariado, le asestó un violento puñetazo y el viejo cayó al suelo como un saco de patatas... estaba muerto, Lussur estaba perplejo, lo miraba y miraba sin entender hasta que de pronto advirtió una pequeña tarjeta amarrada al dedo gordo del pie del Sultán en donde se leía: “Amado Lussur, mi presente por nuestra boda, con amor Faride”
Glosario
spahi.-jinete nativo
saksaul.-árbol que crece en el desierto
kasbah.-fortaleza o castillo.
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