Subimos por una calle angosta con el motor rugiente de la vieja camioneta de mi padre. El camino era largo, empinado... una lonja de cerro asfaltada, así sin más. Nos estacionamos cuando acabó la calle y vimos aparecer el cerro enorme, gris, rocoso frente a nosotros. Samuel me preguntó si ese era el cerro que yo iba a subir a veces... y le contesté la verdad. Demasiado cerro para mí, nunca me he acercado a esa montaña dueña de toda la altura.
Caminamos un poco desorientados... se suponía que era un gran parque y llegamos al cerro de noviembre: Montaña, matorrales bajos casi secos, arboles no muy altos, tierra a destajo, pequeñas rocas y calor. “Un peladero” dijo Pancho, “el cerro” reclamé yo.
Nos situamos bajo una sombra agreste, en medio de algunas piedras, sobre ese poncho chilote que salvé un mes atrás del hambre de las polillas. Traiamos un pic-nic compuesto de sandwiches, bebidas, agua, galletas y chocolate, y apenas llegamos comenzamos a degustarlo entre comentarios de nuestro pequeño celebrando el momento. Tan feliz con cosas tan simples...
A medida que pasó el rato nos alegramos más. Los grillos cantaron melodías toda esa tarde, sonando descarados entre el follaje con esas arpas minúsculas que son sus patas. Samuel conversó con las hormigas y chinitas, tiró piedras y palos y buscó hojitas de distinto tipo... Cuando estaba en eso, un tanto alejado de nuestro árbol y refugio, se encontró en su camino con una tremenda araña, que lo hizo correr a la velocidad de la luz hasta nosotros, gritando auxilio. Los tres fuimos a verla, resultando ser una “pollito” y cobardemente la tocamos con una rama larga y endeble. La araña no se movía y pensamos que se estaba haciendo la muerta. Duró como diez minutos nuestro peritaje y finalmente decretamos que parece que siempre estuvo muerta porque era imposible que durara tanto rato esa perfecta actuación.
Más tarde, cuando nos íbamos, Samuel propuso un desafío: ¿quién se atreve a tocar a la araña? Yo agregué que quien lo hiciera se ganaba un trozo de chocolate y eso fue suficiente para que fuera una prueba irresistible. Un rato más tarde, de vuelta en casa ya, el chocolate se había acabado, y nos reíamos de lo temerosos que habíamos estado de una pobre araña muerta en el cerro de noviembre.
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