El Vendedor de Remeras
Los trajines cotidianos de aquel empresario de vacaciones se perdían diluyéndose en la exuberancia del paisaje brasileño. Los límites del cielo y del mar apenas se podían intuir por la isla colmada de bananos y palmeras que flotaba en el horizonte, otorgándole al lugar ese toque caribeño tan buscado, tan inductivamente soñado como lugar ideal de descanso y reencuentro con uno mismo. Otra simbólica imagen plasmaba su esposa en la arena: La bikini de estreno envolvía una mínima porción de un aceitoso cuerpo de forzada belleza dietética, anteojos de estrella de cine de los '60, y junto a ella, yaciendo en una toalla de estrafalarios colores, un libro: "Cuentos Cortos para Leer en Vacaciones", lectura de bajas calorías comprada para la ocasión en un catálogo de cosméticos y otras femineidades. Un bolso de mimbre con todo un arsenal de ungüentos para neutralizar al sol, al que paradójicamente parecía rendirle un pagano culto en cuerpo y alma, remataba a la playera composición.
El empresario se decidió por fin a dejar caer el diario de sus manos para contemplar el paisaje nativo... ¡Que hermosa mulata!.. ¡Y esa pendejita...! ¡Que pechitos más turgentes! ¡Que colita!. Echó un vistazo crítico a su mujer, no estaba nada mal, a excepción de un poco de celulítis en el trasero... pero eso era solo en vacaciones, porque se había matado a dieta y gimnasio en los últimos seis meses para esta ocasión. Durante el resto del año engordaba como una vaca a pesar de sus insulsas comidas "Ligth". ¿Y él?, ni siquiera fue capaz de atenuar un poco su panza cervecera para darle el gusto a aquel lagarto maniático que se freía al sol con la vehemente alegría de un bonzo. Finalmente al empresario le corrió violentamente la sangre por las venas cuando una lustrosa garota revoleó su cabellera hacia atrás y le sonrió. Incrédulo al principio y bestialmente renovado luego, dejó su toalla y a su moral abandonadas en la reposera y saltó desde el fantasma de su escritorio hacia el agua, tan fresca y cristalina como aquella maravilla de la naturaleza que le había sonreído y se remojaba, con menos placer para ella, que para toda la fauna masculina en cien metros a la redonda.
_¡Está hermosa el agua! ¿No?. Fue lo que pudo decir tratando de impostar milagrosamente la voz mientras contraía su estómago al límite de la asfixia. La garota le regaló un hermosa sonrisa de niña que relajó un poco el estómago del hombre, pero le estrujó el corazón. La minina miró alrededor y de pronto su rostro se iluminó de inexplicable alegría:
_¡Pauliño...! ¡Es Pauliño!, Gritó señalando a un hombre renegrido que caminaba por la playa portando un bolso, unos palos y una sonrisa que se le notaba hasta en la nuca. La garota salió corriendo, chapoteando... danzando, al encuentro de Pauliño.
Con disimulado disgusto contempló el caluroso encuentro en el que la cinturita de la garota calzaba como un guante en la negra manaza de Pauliño.
Mientras el palabreo en portugués le llegaba de lejos, musical e ininteligible, emprendió el regreso a su reposera-territorio demarcado saliendo del agua con la gracia de un hipopótamo herido entre las piernas, por supuesto, sin dejar de observar el ruidoso encuentro del par de ejemplares de la fauna regional, con toda su típica y voluptuosa alegría.
Pauliño era un hombre de cuarenta y pico, pelo enrulado negro, de buen físico, transpiraba salud a ese sol que lo había disfrazado de negro con el correr de los años, perdonándole solo las palmas de las manos y los pies para que no pudiera engañar a nadie con el resto de su piel. Una cadena dorada brillaba en su pecho mejor que sobre el terciopelo de una joyería. Calzaba un short negro de lycra... bien calzado, que al empresario le pareció demasiado ajustado para su talle... sobre todo cuando se le acercaba la garota.
La minina lo besó y se fue a caminar por ahí... un "¡Que estás mirando, baboso!", por parte de su mujer y la despedida de la garota con Pauliño terminaron de anular su papelonera intención de seguir con la mirada a las cadenciosas caderas que se alejaban con la gracia de una marina deidad tribal.
Le gruñó a su mujer que estaba observando a aquel hombre que clavaba unos palos en la arena. Un sordo “MMM” como respuesta le confirmó que ella no lo celaba en serio. Era solo una leve irritación del ego por la mujeril certeza de no poseer más la atención en exclusividad, de un par de ojos que ya no le interesaban en demasía.
Pauliño tendió una cuerda entre los dos palos con la intrigante seriedad de estar haciendo algo trascendental, pero que no parecía. El misterio se develó por completo cuando colgó en la cuerda unas estridentes remeras que llevaba en su bolso para vender a los turistas.
Finalmente se tendió a tomar sol directamente en la arena, usando su bolso a modo de almohada. ¡Pero qué mediocre hijo de puta!.¿Cómo puede vivir así?. ¡Se cansó por tender diez remeras el negro de mierda!.
Pero Pauliño descansó solo cinco minutos, como si hubiese leído telepáticamente la mente del empresario, se levantó y recorrió uno a uno los territorios-demarcados sombrilla, los reposera y los toalla, bromeando con los turistas como un espontáneo “Show Man”, riéndose de él y de todos por igual exhibiendo ante ellos lo risible con una gracia sana, carente de toda agresividad.
Con una sensación de incomodidad espantosa, el empresario lo vio venir, ensayó mentalmente miles de respuestas negativas pero todas se disolvieron cuando chocaron contra la sonrisa franca y el dulce portuñol de Pauliño. ¿Vocé esta triste? ¡Pauliño va' legrar, mira las alegría das camisetas de Pauliño!... Brazil es co camisetas, te alegras cuando te metes dentro y te envuelve de alegres coores, Brazil es co camisetas de Pauliño. camisetas de Pauliño y Brazil: o melior medicina pra tristeza. Olvida as penas, ponte Brazil, ponte sta camiseta!. Soo oito reais. (ocho reales).
El hombre meneó la cabeza sonriendo, no sabía qué decirle, no quería comprar la remera, pero la simpática ternura de Pauliño no se merecía una agresión. Improvisó un desastroso portuguésl:
Eu... Eu no quere camisiña , moito abrigado.
Pauliño se rió con ganas y se acercó para decirle al oído: Si vocé no quere camisiñas porque lo tem moito abrigado, eu entendo... ¡Hace moito caor!.
El empresario no entendió y cuando Pauliño le explicó que camisiña significa profiláctico en portugués el hombre rió como hacía años que no reía.
Ya vé, vocé sta alegre agora... ¡Toma!.
El hombre rechazó la remera con cierta violencia.
Vocé ofende Pauliño, aryentino triste... ¿Porqué aryentinos sempre tristes?.
-Disculpa... no quise ofender. No quiero comprar remer... camiseta.
¿Cómo explicarle la inexplicable tristeza de los argentinos? ¿Cómo explicarle que estaba veraneando en Brasil porque las cosas le habían salido mal, porque no le daba la billetera ni la tarjeta de crédito para veranear en Cancún, como merecía un tipo de su nivel y capacidad? ¡Qué va a entender este negro simpático, si seguro que vive al día! sin personal, ni cuenta en el banco que cubrir, ni accionistas a los que darles explicaciones! Aaaahhh, a veces me da cierta envidia esta gente rodeada de tanta belleza natural, viviendo de las monedas que le dan los turistas por sus chucherías. Se la voy a comprar, por solo cuatro dólares ¿qué voy a discutir?, vive de eso pobre hombre, por ahí no tiene para comer...y además me hizo reír...¡camisiña! Jah....
Esta ben, Eu voy a comprar.... tudo ben...
Pauliño pareció sonreír con todo su cuerpo, haciendo con sus dos manos exagerados ademanes de "faltaba más".
Nao,nao, nao... vocé no entende a Pauliño.... ¡Pauliño regala pra vocé!
El empresario, absorto, enmudeció unos segundos y luego titubeó...
Pero...pero... ¿Porqué?...
-Porqué Pauliño quiere que la disfrutes... y que disfrutes Brazil! ¡Alegria! ¡Alegria!
La esposa del empresario por fin se dignó a levantar la cabeza de la arena, bajó parcialmente sus anteojos para escrutar de arriba abajo al extraño personaje "Donde estará la trampa" pensó.
Pero la trampa no existía, el hombre quiso comprar otras remeras para compensar la de regalo, pero Pauliño se negó, quiso invitarlo a tomar una cerveza, pero Pauliño le explicó que sería mejor al día siguiente, porque tenía que ir a buscar a su minina para almorzar. Recogió sus cosas y se marchó tan alegre como había llegado.
_¿Viste eso? . Le preguntó a su mujer.
"¡Fijate si todavía tenés la billetera, chiquilín! "- contesto burlona. Pero la billetera estaba allí. El turista se quedó pensando en el pobre hombre... ¿pobre hombre?. Tan mal no le iría para que vaya regalando su mercadería por ahí. Además se fue a buscar a esa garota infernal para almorzar y después... . Pauliño ¡hijo de....! . Bueno, así son los bohemios, tienen ocio, mujeres, amigos... ¡Pero que bajo nivel de vida!. Es la ley de las compensaciones. _ Sentenció.
El hombre miró a un lugareño muy viejo, que no hacía más que recorrer la playa de una punta a la otra mirando el mar por debajo de la palma de su mano. No se fijó en el silbato que llevaba colgando del pecho, hasta que este lo hizo sonar señalando con su dedo una porción de mar.
Inmediatamente un tronco ahuecado con motor salió de algún rincón de la costa, llevando a dos lugareños hacia donde el viejo señalaba. Uno timoneaba y otro sostenía una red que un tercero, en la playa, iba desenrollando a medida que la "lancha" la arrastraba. La rústica embarcación dibujó una perfecta "U" invertida en el mar culminando su recorrido en otro punto de la orilla donde aguardaban una fila de hombres y niños a medio vestir, para jalar desde cada extremo la red, que superaba fácilmente los 300 metros de largo. Hombres y niños se turnaban desde el último al primer lugar de la fila. Salvo por el motor, el resto era prehistórico, o si se quiere ser menos despectivo... pintoresco.
El hombre saltó de su reposera y pidió que lo dejasen ayudar (previo pedido a su mujer, para que le saque una fotografía en plena tarea). Los lugareños, entre risas carentes de malicia, lo dejaron hacer.
Era un esfuerzo enorme, semejante red ejercía una resistencia terrible en su roce contra el agua. Transpiró media hora hasta que, con la alegría y el asombro de un niño, vio los reflejos metálicos de la increíble variedad de acuáticas criaturas que habían pescado. Había de todo: peces de colores chillones y de formas monstruosamente hermosas, langostinos, cangrejos y hasta estrellas de mar.
Las mujeres trajeron unos cajones de plástico enrejado, y la familia en pleno se dedicó a seleccionar meticulosamente a los agonizantes seres.
Uno de los pescadores se arrimó al turista y le dio un pez largo y plateado que a no ser por sus espasmos se podría confundir al sol con una brillante y larga espada. "Peixe pra vocé" le dijo. El turista estaba por regresar feliz como un niño a su territorio-reposera cuando su mujer bajó sus anteojos y le echó bruscamente su realismo como baldazo de agua fría: "Ni siquiera pienses que yo voy a limpiar y a cocinar eso".
_Sacame una foto por lo menos.
Ese era el trofeo que se agregaba a la colección: a sus fotos de la espléndida fiesta de casamiento por la que su padre se endeudó por años, a la foto con la torre Eiffel de fondo por la que supo desfallecer en “cómodas” cuotas durante 36 meses, a las de aquel baile de disfraces en el crucero, que todavía esta pagando. Esta vez el trofeo le había costado sólo un poco de ejercicio: El hombre estaba contento, agradecido, le devolvió el pez al pescador y en cambio le pidió unas estrellas de mar, regresó al lado de su mujer con sus juguetes nuevos que puso a secar al sol: Trofeos... para el living.
Fueron a almorzar a un típico ranchito de la playa que ofrecía hamburguesas y choclos hervidos. El turista vio que estaban cocinando unos langostinos en la plancha donde se hacían las hamburguesas. La plancha doble parecía la que usaban los tintoreros y aprisionaba entre dos gruesas láminas de aluminio de fundición, a los translúcidos bichos, dejándolos rojos como su esposa. "Quiero de eso" dijo, pero los cocineros le dijeron que no estaba a la venta, que esa era la comida de ellos. Ambos pidieron hamburguesas, pero para el asombro del empresario llegaron a la mesa acompañadas de un platito con langostinos. El hombre se deleitó mientras la mujer espantada miraba como él descascaraba a los bichos con los dedos "No me vas a pedir que te saque una foto ahora". El hombre rió: "¿No querés probar?... bueno, mejor... ¡Más para mí!".
La mujer nunca había visto a su marido beber tanta cerveza, parecía un adolescente de vacaciones. Así son los hombres: nunca dejan de ser unos niños. "Menos mal que no le cobraron los langostinos" - pensó.
Volvieron al hotel, dispuestos a dormir la siesta, el hombre miró a su esposa. Nunca la había visto más sensual, con esa bikini de nieve contrastando con la piel encendida por el sol, y ese pareo de hilo blanco tejido que colgaba majestuosamente de las caderas. Un paisaje de almanaque, casi. La abrazó, la besó, le desató la malla, y cuando vio y sintió sus senos y su pubis blancos y fríos en contraste con el cuerpo afiebrado y rojo que se escurría aceitoso por el bronceador, se enloqueció. "Qué te pasa... estás en pedo" le dijo la mujer entre risas de satisfacción. Le hizo el amor dos veces, en la última la dio vuelta y se lo hizo boca abajo, en cuatro patas, aullando de placer mientras sus dedos apretaban, se hundían en la carne blanca de las nalgas de aquella mujer madura que por primera vez en muchos años, jadeaba de salvaje y múltiple orgasmo.
Su mujer quedó tendida boca abajo como él la dejó. Se duchó para sacarse los restos de bronceador y arena que su esposa le pegoteó en el erótico trajin. Luego se acostó y se durmió arrullado por una pasajera lluvia tropical, aspirando el aire con perfume a flores y frutos mojados. Se sintió bien, el hombre de negocios se sintió... hombre.
Una sacudida hizo tambalear y descender violentamente su alma hacia el cuerpo: "Te vas a quedar durmiendo todo el día como un cerdo, o vas a venir a la playa conmigo".
Se preguntó donde había perdido su mujer la dulzura ¿Y la suya?. La convivencia y sus discusiones, esa competencia de estupidez por ver quien manda, o por lo menos por no sentirse dominado. Discutir por tonterías como qué hacer el fin de semana, pelear por metidas de pata de suegras y madres, por dinero prestado a los cuñados, hermanos, y amigos, por ver un programa de televisión, por no tener a fin de año dinero suficiente para viajar a Cancún, por no saber qué ponerse al revolver un ropero colmado de vanidades, por no querer someterse a la dieta de moda, por cambiar el auto, por no cambiar el auto; peleando, siempre peleando... , por aburrirse, por no aburrirse, por ver quien gana. NO... los dos habían perdido.
Se compró un ananá lleno de vodka y del mismo ananá. Lo sorbió lentamente mientras la acuarela del atardecer se desdibujaba fusionándose ambarina con el fresco azul de la noche inminente. Se metió en el mar, se dejó llevar extasiado por el agua cálida y dorada, y sintió nuevamente los síntomas de una erección. Llamó a su esposa gritándole para que lo acompañara, pero ella estaba dormida... o se hacía. Se preguntó otra vez qué era lo que le había pasado, mucho trabajo, pocas satisfacciones. Una carrera loca: el colegio, la Universidad y luego al trabajo, finalmente a su propia empresa... todo para lograr problemas y presiones que le absorbieron cada minuto, cada neurona, cada partícula de ganas.
Pero ¿existía otra?. Los pobres e ignorantes tampoco son felices. ¿Y los pescadores?. ¡Qué problema pueden tener!. Comida tienen, vestimenta necesitan muy poca, y el dinero lo consiguen vendiendo el pescado. Todo sale de este mar paradisíaco al que uno con suerte puede acceder solo 15 días al año, mientras ellos viven... ¡viven aquí!. Una vida saludable y tranquila en el edén. Pero como contrapartida... ¡qué vida chata y primitiva!.
Salió del agua, se secó un poco, y con la toalla en los hombros fue hasta el ranchito donde había almorzado, de puro aburrido, para tomar algo. Esperaba su “caipiroska” en la rústica barra cuando una batucada infernal lo sacudió, provenía de la calle costera que daba al otro mostrador del ranchito, estratégicamente ubicado entre la calle y la playa. De aquel auto, un Jaguar dorado ostentando quince años de buen cuidado, descendían graciosamente la música y... ¡Pauliño!.
Deportivo y elegante como su auto, espontáneo como su sonrisa, Pauliño saludó: "¡Aryentino...!¿Cómo va vocé!. El empresario lo invitó a tomar algo. "Bonito carro ¿eh?".
Pauliño le contó entonces que a medida que la temporada menguaba al sur, iba subiendo con su auto y sus remeras hacia el norte, hasta Bahía. Vendía remeras en las playas durante todo el año. El argentino le pregunto si la "minina" lo acompañaba en sus viajes, Pauliño le explicó que la minina no era su "namorada" (novia) sino que era solo una amiga. Cuando el hombre le insinuó que se los veía muy cariñosos para ser amigos, Pauliño le explicó que solo jugaban, reían y hacían el amor, que era una "amizade colorida" y que él tenía muchas amigas así en todas las playas del Brasil. Pauliño miró respetuosamente a la esposa del argentino, lo felicitó por su elegancia y le pidió que "procure" para ella (que la cuide).
El turista aprovechó para quejarse de lo embrujecida que estaba su mujer, y en general todas las mujeres que llegaban a su edad. Pauliño lo invitó a una reflexión, hablando lo mejor que podía en español, para facilitarle la comprensión a su nuevo amigo: "Mira a la naturaleza y mira a la mulher" . La mulher se arregla, se viste, hace ejercicio, se depila, se sacrifica, se coziña al sol... Tudo pra que uno quiera fazer 'l amor con ela, pra que uno la disfrute y la contemple, es co la naturaleza: exuberante, sensual, trabalhosamente complicada para que voce pueda gustar sus frutos. Voce puede disfrutar do naturaleza, ignorarla o dañarla en lo que vocé cree que es su beneficio. El home (hombre) la mejora o la profana. Si sua mulher no es sensual con voce, quizas sea que voce la esta apartando do naturaleza: A civilizazao con sua ambición, son os peores venenos pra naturaleza y tambén pra mulher. En la cidade, el home deja de ser home y la mulher deja de ser mulher, por estar distantes da enseñanza do naturaleza.
Pauliño busca namorada, mais no encuentra a perfeczou, mientras tanto se diverte, mais sin hacer daño a ninguna mulher, brindando soo cariño y verdade".
El empresario le preguntó si hacía mucho dinero con las remeras, a lo que el brasilero le dijo que sí, que era mucho dinero para él, porque que no necesitaba ni le importaba en absoluto hacer más.
¡Que sencillez tan sabia, qué secreto a voces ignorado toda la vida!, no, Pauliño no era un bruto, ni un mediocre... era un artista de la vida.
Pauliño se despidió recordándole que se pusiera la remera que le había regalado, que si se la ponía vería las cosas de otra manera y se le pasaría la tristeza.
Llegó la hora de regresar al hotel. Intentó hacer nuevamente el amor con su mujer. Ella le dijo que sería mejor dejarlo para después, porque era la hora de cenar, y cenar más tarde no era aconsejable por los robos a turistas que tanto se rumoreaban. Además... ya “lo habían hecho”.
Cenaron en silencio, hicieron el sexo de la misma forma. Se durmió entristecido, pensando en la sabia sencillez de la filosofía de Pauliño. No llegaron a transcurrir un par de horas y el hombre se levantó para ir a orinar. Cuando regresó vio resaltar en la oscuridad, gracias a la misma luz del baño, la colorida remera que Pauliño le había regalado. No se había animado a ponérsela, ni siquiera delante de su mujer. No era para un hombre como él, pero con la insensatez de la somnolencia y en la privacidad que le otorgaba la trasnoche, la tentación de probársela resultaba irresistible. El cuarto además contaba con un espejo de cuerpo entero muy propicio para la ocasión. Se la puso y cuando se miró en el espejo gritó sin pensar, se sacó rápido la remera pensando en que su mujer lo sorprendería despertada por el grito, en medio de semejante chiquilinada. Arrojó la remera y se acostó a su lado, pero su mujer continuaba durmiendo profundamente.
"¿Habrá sido un sueño?" , pensó, aunque la remera tirada al costado de la cama le confirmaba que no, pero lo que había visto en el espejo no podía ser real. Intento dormirse pero no pudo, además debía levantarse para apagar la luz del baño que le daba directo a los ojos, y ya que se levantaba... . Sí, el hombre se puso nuevamente la remera y ¡otra vez...!. No podía ser verdad... ¡seguro que estaba soñando!... ¡Era Pauliño!... ¡Se veía en el espejo como Pauliño!.
Quiso despertarse pero no pudo, se pellizcó, se concentró, pero no hubo caso. Se dio vuelta para mirar a su mujer, pero no estaba. Su habitación tampoco estaba. Era una sencilla cabañita de madera. Con la extraviada pretensión de ser razonable dentro del sueño le siguió la corriente. Se quitó la remera una vez más y entonces la habitación, su mujer, su cuerpo y su vida... volvieron. "Si me la pongo voy a ver las cosas de otra manera" recordó lo que su amigo brasileño le había dicho y sonrió con la sensación de haber creído entender lo ininteligible: Su mujer no se había despertado porque había desaparecido cuando él se puso la remera, era lógico, porque todo en los sueños nos parece lógico.
Se calzó entonces su nueva vida, se miró cómo le quedaba en el espejo, y sin tener mujer para despedirse salió por la puerta de la cabaña y... sí, efectivamente allí estaba el Jaguar. Manejó por la calle costera con una serena alegría: sueño o magia, valía la pena disfrutarlo mucho más que la monótona realidad que dejó atrás.
Los pocos que aún circulaban por la calle lo saludaban creyendo que era Pauliño y él les contestaba el saludo entusiasmado, niños de la calle, prostitutas, dueños de barcitos, policías. Todos querían a Pauliño. Una idea lo aterró por su fijeza: No encontrar a la minina antes de que se acabe el sueño, el hechizo o lo que fuera.
Se le ocurrió ir a la deriva, dejarse llevar por el Jaguar y por el sueño hasta la casa de la minina, si era un sueño o un buen hechizo... funcionaría, y funcionó.
Se detuvo, bajó del auto, caminó sin rumbo por la playa hasta una casita blanca de madera erguida sobre unos postes. Subió la escalera, golpeó la puerta y atendió la minina con cara de niña dormida y una bata de seda blanca. La abrazó, la besó contra la pared de madera. La minina levantó las piernas y ambos rodaron por la alfombra de piel de cebú. Lo hicieron en la alfombra, en los sillones, en la arena y en el agua. La imagen de la hermosa garota con su camisón parcialmente transparente y pegado al cuerpo por la mojadura, los pezones erectos por la excitación y la brisa marina de la madrugada, el profundo gozo de los sentidos, la insaciable humedad de la entrepierna de la minina, todo confirmaba la descabellada teoría de Pauliño: La mujer es como la naturaleza.
La garota lo invitó a pasar, porque hacía frío, pero él se negó, ¡en perfecto portugués!, aguijoneado por el miedo de cometer un error y descubrir despertando que realmente todo era nada más que un delicioso sueño.
Amanecía y su apetito lo condujo al habitual desayuno de Pauliño: Un licuado de mango y dos pasteles. Luego un instinto desconocido lo condujo hasta un tallercito de serigrafía que anunciaba impresión de remeras, banderas y otras cosas por el estilo. Salió un muchacho con una pila de remeras en las manos y se las alcanzó al auto. Lo saludó y le dijo que eran 50 remeras a tres reales cada una. Buscó en el bolsillo y encontró dinero con el que pagó al muchacho. Cuando puso la mercadería en el baúl, avistó los 2 palos y la soga. Se fue volando a la playa, tendió los palos y fabricó un cartel:
"Una remera 8 reales, 2 por 14 reales"
De esa forma una remera le dejaba cinco reales y dos, ocho reales. El nuevo Pauliño bromeó, rió, sedujo, el día se fue volando y por lo menos la mitad de las remeras.
Mientras tomaba un coco helado en un barcito de la playa, contó sus ganancias: 82 reales... ¡casi 40 dólares!.
Cuarenta dólares por día en treinta días son ¡Mil doscientos dólares mensuales!.
En Brasil era un muy buen pasar, era como ganar tres mil en Argentina, y para los gastos que tenía Pauliño, equivalía a una pequeña fortuna. Cambió los reales a dólares, sin saber porqué, a un cambista que lo saludó con todo su afecto.
Volvió a su cabaña feliz, instintivamente puso en el congelador de la vieja heladera su dinero, envuelto en papel de aluminio... ¡Qué ingenioso este Pauliño! estaba llena de paquetes de aluminio que parecían de comida. Los abrió y contó los dólares... ¡siete mil quinientos!.
Destapó una cerveza, la bebió y se recostó. Mientras miraba el maderamen del techo, pensaba en que si invertía esos siete mil quinientos dólares en comprar remeras por semejante cantidad a un fabricante de San Pablo, lograría una ganancia aún mayor. Podría destinar esa ganancia a montar un taller de serigrafía, abriría una cuenta en el banco, contrataría personal y así...
Se durmió. Nunca sabremos cómo despertó.
Alejandro Racedo
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