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Jugando con la psicología del contrincante

Por Tibiritibiritabara


Rafael había terminado de subir las escaleras del quinto piso cuando notó que la puerta del departamento se encontraba entreabierta. Atravesó el pasillo acolchado con una alfombra azul, y se detuvo ante la habitación. Golpeó suavemente la manija unas tres veces, hasta que un mayordomo calvo y de anteojos, llamado Román, lo invitó a entrar. Apenas Rafael ingresó al comedor acompañado por el mayordomo, que luego se retiró, apreció el lujo y el espacio. A esta habitación se ingresaba por el centro. El suelo estaba alfombrado de un color rojo pero casi llegando al grana; y las altas paredes y el techo, estaban pintadas de color celeste oscuro. Todo el lugar estaba adornado con muebles antiguos. En el medio del lugar había una mesa de nogal muy larga, pero no muy ancha, que ocupaba la mayor cantidad de espacio. Del lado derecho había dos grandes ventanas, con los marcos de roble, que iluminaban el espacioso comedor. El ambiente era silencioso, se podían escuchar los ruidos de los pájaros, y el movimiento de las ramas de los eucaliptos, que se encontraban en la calle, aromatizaban el ambiente. En la pared de frente se encontraba un sillón y un cristalero; y mas a la izquierda había un pasillo, con las paredes pintadas de color crudo, que tenia dos habitaciones de cada lado y enfrentadas entre si. En la pared izquierda había un inmenso espejo, con el cual Rafael quedó encantado. Se miró unas cuantas veces en el, y notó que este lo agrandaba un poco. Examinó su reflejo unos minutos, hasta que Román apareció por el pasillo con el dueño del departamento.
- Buenas tardes, señor Rafael – dijo el señor Capuccio
- ¡Buenas! – respondió Rafael de manera amistosa.
Rafael descubrió, en el tono de voz del señor Capuccio, algo que le era de familiar. No obstante, nunca había visto la cara de ese hombre avejentado, al que a primera vista, le calculó pocos años por vivir.
- Comenzamos a jugar – dijo el señor Capuccio.
- Bueno, esta bien – respondió Rafael.
Días atrás, Rafael había conversado con Román mientras hacia la cola del banco para cobrar la jubilación y la pensión de la segunda guerra mundial. El mayordomo le había comentado que su jefe buscaba un buen jugador de ajedrez para jugar por dinero, y Rafael, que sabía que iba a cobrar una buena suma de capital y que confiaba en sus dotes, aceptó el reto contra el señor Capuccio.
El señor Capuccio invitó a Rafael a iniciar la partida y este accedió. Movió el caballo y lanzó una mirada hacia el espejo, que se detuvo en el tiempo, hasta que el golpe de una ventana que se había cerrado con el viento le interrumpió la contemplación. Volteó su cabeza y se encontró con un salvavidas en el lugar del tablero de ajedrez. El miedo lo invadía poco a poco, y sentía que no podía controlar su propia anatomía. Contra su voluntad se colocó el salvavidas. El ambiente oscureció, y Rafael no pudo ver mas que esa cruel realidad. La cubierta del barco se encontraba plagada de personas, todas ellas dormidas o intentando dormir. Los cuerpos tirados en el suelo, y solo cubiertos con el uniforme, formaban una especie de desierto blanco. El olor salado del agua parecía mezclarse con los sudores de los marineros. Se podían escuchar algunos lejanos murmullos y de fondo el ruido penetrante del oleaje del mar. Rafael en medio de toda la confusión se movió un poco y despertó a la persona que se encontraba a su lado.
- ¿Qué quiere Rafael? – Preguntó el hombre - ¡Duérmase ya!
- ¿Quién eres y cómo sabes mi nombre? – Replicó Rafael.
Rafael tomó al hombre por el cuello del uniforme y observó atentamente su cara.
- Disculpá, no sabía que eras vos Ambrosio – dijo Rafael confundido.
Ambrosio le tapó la boca fuertemente y le puso la cabeza en el suelo
- Hable mas bajo si no quiere estar de guardia cinco días seguidos – dijo el hombre y le destapó suavemente la boca.
- > pensó Rafael. Y luego exclamó -: Pero que me decís, si vos me hiciste meterme en esta maldita guerra.
- Esta bien, pero no se arrepentirá cuando cobre el sueldo y la jubilación de combatiente – le contestó su compañero.
- Tenés razón – afirmó Rafael.
Desde lejos, Rafael escuchó unos pasos que aumentaban la velocidad y el sonido, a medida que se iban acercando.
- Seguramente viene el almirante para avisarnos de algún ataque de aviones – dijo el Ambrosio.
Rafael escuchó desde lejos que el almirante avisa el ataque y las posiciones de combate.
- Vamos a los cañones antiaéreos Rafael – le dijo el hombre –. Tu darás las órdenes de tiro y yo apuntaré.
- Esta bien – respondió Rafael. Y agregó -: ¿Cómo es tu apellido Ambrosio?.
- Después le explico Rafael – dijo. Y siguió -: No ve que nos atacan.
Los dos corrieron hacia los cañones. Rafael se quedó parado para observar, admirar y envidiar la facilidad que tenía el hombre para ubicar los disparos.
- Mueves tú – le dijo el hombre.
Rafael escuchó esa ultima frase del hombre con un eco que penetraba y retumbaba en sus oídos, se aflojó y cerró los ojos. Cuando el eco terminó, volvió a escuchar la misma frase pero ya no con ese sonido tan armonioso, sino con un tono mas desgastado y viejo. Abrió los ojos y pudo ver al señor Capuccio esperando la jugada.
- ¿Cómo dijiste? – preguntó Rafael.
- Que puede mover – respondió el señor Capuccio.
- ¡Uy disculpame! – dijo Rafael con tono de distraído.
Rafael; que todavía estaba un poco embobado; miró el tablero, notó que el señor Capuccio había movido un peón de la derecha e inició la segunda jugada moviendo uno de sus peones del lado izquierdo sobre dos lugares. Luego de mover la pieza, Rafael advirtió que su contrincante había puesto cara burlona por el movimiento de la pieza. Seguidamente, el señor Capuccio desplazó el peón que había movido anteriormente y sacó del juego a otro peón. Esto provocó una ira incontrolable en Rafael, no solo por la pérdida de una de sus piezas, sino también por la burla de su contrincante. Los ojos comenzaron a arderle, sentía un calor sofocante por todo su cuerpo y su corazón latía cada vez mas fuerte. Mientras su bronca crecía, movió otra pieza que fue nuevamente apartada del juego. El poco poder de concentración que tenía Rafael se había ido por las nubes, así como su partido de ajedrez. Movimiento tras movimiento perdía piezas de manera torpe y, para colmo, pensaba cada vez mas en el dinero que iba a perder.
Cuando a Rafael le quedaban ya pocas piezas en el tablero, su estado colérico comenzó a disminuir y se tranquilizó lo mas que pudo. Analizó el tablero, para poder establecer una estrategia salvadora, y movió a la reina en diagonal. Miró la cara del señor Capuccio, y se dio cuenta que ya no fanfarroneaba mas, sino que estaba un poco más serio que antes. Mientras esperaba que su compañero juegue, escuchó una voz que venía del pasillo que se encontraba a su derecha. Volteó su cabeza y vió el perfil de una mujer que pasó rápidamente de una habitación a otra. Notó que debería ser una persona de su misma edad y encontró algo familiar en ella, pero no pudo apreciar claramente ni el rostro ni la figura de la mujer. Giró su cabeza nuevamente hacia el señor Capuccio y apreció algo extraño en su cara que parecía transformarse. La piel se le estiraba y se pigmentaba levemente; los pómulos se le notaban cada vez más; le crecía el cabello de un color negro que brillaba con el reflejo de la luz; le desaparecía el sobrehueso de la nariz a medida que esta iba disminuyendo de tamaño; los labios se le achicaban; los ojos, en forma de hoyo de alcancía, se le agrandaban quedando casi redondos y se le oscurecían a la vez; las pestañas le crecían rápidamente; el cuerpo se le comenzaba a achicar al igual que sus brazos y sus hombros; en su torso, los pechos le comenzaban a crecer; el traje negro del señor Capuccio comenzaba a decolorarse y se convertía en un vestido largo de color gris claro, que luego llegaría a blanco. Rafael empezó a percibir algo muy conocido en ese cuerpo, pero permanecía como anesteciado ante la metamorfosis que estaba por terminar. Recién cuando la transformación terminó, Rafael pudo reconocer el cuerpo.
- Sos vos Eugenia – exclamó.
- Si, soy yo – dijo ella.
Los recuerdos que Rafael tenía con ella, comenzaron a salir de su inconsciente (o de su preconsciente) con mucha rapidez: recordó el día que la había conocido, en el puerto de Libia, luego de trasladar un barco mercante desde Italia; la primera vez que él le habló; se acordó de la promesa de compromiso que el nunca cumplió; de la primera vez que hicieron el amor; del día que la despidió, en un puerto de Italia, cuando ella partía en un barco hacia Argentina; también recordó la depresión que sufrió después de la partida de ella; y el día que él vino a buscarla a la ciudad de Buenos Aires pero sin poder encontrarla, hasta ese día, después de 30 años, en la época que en Argentina gobernaba la junta militar.
- Te puedo abrazar – dijo el
Ella asintió con la cabeza y el se puso de pie, caminó con pasos retumbantes alrededor de la mesa y, cerrando los ojos, se unió piadosamente a Eugenia en un abrazo que parecía alzarse en el aire y levitarse en el tiempo. Mientras Rafael la abrazaba, abrió los ojos y pudo notar, en la espalda de ella, que el vestido comenzaba a convertirse en traje y se oscurecía levemente. Cerró su mirada nuevamente, la soltó entristecidamente y se dio vuelta para volver a sentarse y para no volver a ver la metamorfosis del cuerpo. Cuando se sentó y vio nuevamente al señor Capuccio, comenzó a relacionar a la mujer que había visto en el pasillo con Eugenia. Se dio cuenta que por lo poco que había visto a esa mujer, tenia muchas cosas en común con su viejo amor. Rafael, un poco enloquecido, se levantó y salió corriendo hacia el pasillo, lo atravesó, y llego hasta las puertas abiertas de las habitaciones. Miró primero la derecha y no encontró a nadie, todo parecía estar ordenado y acomodado, luego volteó hacia la habitación izquierda y se encontró con la misma imagen. Escuchó los pasos acelerados que se acercaron por detrás de él y que pertenecían al señor Capuccio.
- ¿Qué hace señor Rafael? – dijo el señor Capuccio
- Disculpame, por favor – respondió él como anticipándose – Creo que me estoy volviendo un poco loco. Vamos a seguir la jugada.
Los dos volvieron hacia la mesa y el señor Capuccio terminó su jugada moviendo la torre que desplazaría del juego a uno de los caballos. Rafael siguió ejecutando malos movimientos y perdiendo piezas, pero ya no le interesaba ni eso ni el dinero. No podía olvidar de ninguna manera la imagen de Eugenia. Se encontraba muy triste para volver a concentrarse y dar vuelta el juego. El partido siguió hasta que Rafael no pudo esquivar los ataques del señor Capuccio y se produjo el jaque mate.
- Bien jugado – dijo el señor Capuccio.
Los dos se levantaron y se estrecharon la mano. Rafael metió la mano en el bolsillo interior de su saco, y extrajo el sobre que contenía el dinero de sus sueldos y su jubilación de guerra. El ganador de la apuesta abrió el sobre y miró los billetes, volvió a darle la mano a Rafael y llamó al mayordomo para que lo acompañe hasta la salida.
Rafael salió del departamento y cuando atravesaba el pasillo alfombrado de color azul, se cruzó con un hombre. Caminó hasta las escaleras, se dio vuelta y observó un tatuaje, en el cuello del hombre que ingresaba en el departamento del señor Capuccio. El había visto ese tatuaje alguna otra vez, en el mismo lugar donde lo tenía tatuado aquel hombre, pero no le prestó mucha atención y siguió bajando las escaleras. Llega a la planta baja y se acordó de un compañero de la guerra que tenía ese mismo símbolo en el cuello. . . , pensó. Siguió caminando unos pasos mas hasta la puerta de entrada al edificio, en donde encontró un paquete de flores celestes acompañado por una tarjeta. Recordó que eran las flores preferidas de Eugenia, por eso tomó una y la puso entre las hojas de unos documentos que tenia en el saco. Por curiosidad, leyó la tarjeta del paquete. La tarjeta decía: Para Eugenia. Quinto piso: departamento del Sr. Ambrosio Capuccio.

Texto agregado el 23-11-2004, y leído por 162 visitantes. (0 votos)


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