De cara al sol, recostado en una isla más que en un balcón, sucedió el ataque de pánico de encontrarme solo. Se me empañaron los ojos como tantas otras veces sucedió. Sólo que ésta, supongo, merecía algún tipo de singularidad. Nunca una lágrima había tardado tanto en llegar al mentón. Denotaba mi agonía, sufría en cuerpo propio la desdicha de este amor. No resignada a morir en mis labios, se arrastraba moribunda por dónde su propio peso le deparaba, despacito, muy despacio, a paso de quien no se mueve… El sol caía…, y aquella lágrima que simulaba ser la sangre que emerge de mis heridas se sentía bien fría. El sol caía…, podría haberlo hecho toda su tarde, esconderse en los horizontes que le hicieran falta que yo no me movería de allí. Ya llegaría el momento en que las pastillas ingeridas me sacarían de este lugar.