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Era un día como cualquier otro. Me levanté a las seis, como siempre. O por lo menos, lo intenté. Como de costumbre, las sabanas me atraparon (en ningún momento yo me quedé perezosamente en la cama, fue ella quien no dejó que me levantase) y tuve que echarme el café, más que tomármelo, mientras me vestía a trompicones e intentaba coger todos los bártulos de clase.

Deprisa y corriendo fui a la estación, donde cogí el tren por los pelos. Me senté en mi sitio habitual, al fondo, de espaldas al trayecto, y suspiré por la rutina. Más trabajos, más exámenes, y más de lo mismo de siempre inundaba mi vida. Ah, lo que hubiese dado por un poco de paz y tranquilidad. O por un año sabático.

¿El paisaje? Un cúmulo de casas e industrias, de industria casera y de apartamentos industrializados, todo me parecía lo mismo. Y la gente tampoco sobresalía demasiado. Mujeres con criaturas, ejecutivos sin suficiente dinero como para pagarse un coche, otros estudiantes, señores mayores y alguna que otra chica maja, pero nada del otro mundo.

Llegamos al final del trayecto sin nada destacable y nos fuimos apeando, como hormiguitas trabajadoras, cada cual por su lado.
Fue allí dónde la ví. Vestía un par de harapos rojos e iba despeinada, y quizá algo sucia. Físicamente no era de las que sobresalían del montón, pero realmente, tampoco me importaba. De pie, en una esquina, tocaba el violín sin pausa, esperando conseguir alguna que otra moneda. Me paré delante de ella, escuchando como iban pasando por su arco mis inmortales favoritos. Quizá no era una virtuosa, pero entonces me pareció la más bella de las musas, robándome las horas y calando poco a poco en lo más hondo de mí.

Cuando me dí cuenta, ya era demasiado tarde para irme a clase. Me incorporé, y fui a dejarle algo de dinero, pero no me dejó. En lugar de eso, paró de tocar, puso el violín en su caja, me dio un beso y se fue, dejandome con la palabra en la boca y el billete en la mano. No tuve más remedio que dar media vuelta e irme, sin poder dejar de pensar en aquella muchacha vestida de rojo, que me había enamorado con un violín y un beso.

Jamás volví a saber de ella. La busqué por todas partes dónde podía encontrarse un músico callejero. Desesperé durante las dos primeras semanas, llegandome a creer que había sido un producto de mi imaginación. Pero entonces fue cuando me dí cuenta de cómo iba a encontrarla. Sí, yo también iba a ser una violinista, como ella, la obsesión de mi vida.
Él nos había unido y gracias a él podríamos estar conectadas. Tan sólo espero que algun día, cuando acabe mis estudios en el conservatorio y dé un concierto, esté ella para escucharme, me reconozca desde el público y venga a mi encuentro.

Texto agregado el 22-11-2004, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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