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El mar salaba como cada mañana las viejas arenas de las playas de la Rosalía, una pequeña y costera aldea en la parte sudeste de la ciudad de Ferrocarril Oeste (Argentina).
El calor del verano hacía mella siendo aún las ocho de la mañana.
Ya se podía observar en aquellas playas llenas de rocas, gente de distinta cultura y de distinto lugar, gente pequeña y grande, gente entrada en años y también jóvenes llenos de ilusión, volcando sus risas, en intentar conseguir pescar, alguna de aquellas niñas ricas que desde sus ventanas lujosas y pijas esperaban ser rescatadas de tanto y podrido dinero.
El sol apagaba uno de los muchos días de agobio, y en su lugar una luna primeriza y juguetona aparecía en su lugar, como si fuese a informar de la llegada de la fresca y tenue brisa veraniega.
Las estrellas del cielo, hacían gala de una espectacular mezcla de luz y color, estrellas que al unirse formaban algo nuevo, poco conocido y misterioso.
Al lado del puerto de la Rosalía, habitaba un hombre de aspecto solitario, siempre mal vestido, haciendo gala de un peculiar pañuelo rojo, portando bajo él una luminosa y delicada concha de mar, como símbolo de algo especial y eterno.
El hombre surcaba la playa e iba de lado a lado, esperando quizás una respuesta esperada del calmado y oscuro mar. Sus ojos encharcaban de lágrimas, cuando observó la marea baja y a lo lejos en la inmensa oscuridad de la nada, una luz penetrante y viciosa, una luz de inspiración y congojo, una luz llena de paz que alumbraba gran parte de la playa.
El encuentro con su eterno amor era cuestión de tiempo. Por fin, podría hablar con ella de nuevo, sentir su piel y escuchar sus lastimadas lágrimas.
Aquella mujer era tan distinta a esa persona sofisticada e inteligente, tan diferente a esa mujer de hoy día. Aquella hermosa criatura que supo dar a un pobre y solitario hombre, el poder del amor y la esperanza y sobre todo las ganas de vivir, era lo que en la mitología llamaban Sirena.
Para nuestro hombre no fue mezcla de humana y pez, sino la unión de la vida en su plenitud, del amargo sentimiento humano y del profundo dolor de no saber hacia donde caminar.
Para él, ella fue una lágrima salada, el rostro de una diosa desdichada por su condición mitológica, el momento de decir no a la muerte y volver a buscar junto a ella la eterna pregunta del ayer, sobre el porqué de los milagros terrenales.
El tiempo descendió desde el cielo rápidamente en busca de un precipitado y esperanzador desenlace de lo que un día fue y de lo que seguirá siendo, el amor entre un hombre y una sirena.
El futuro de aquella pequeña y envidiada playa de las Rosalía, quedó marcado por el amor de dos seres opuestos a nuestros ideales sobre lo que deben ser las relaciones, y sobre lo abstracta que puede llegar a ser la vida, y seguramente fueren los más conscientes de la sensibilidad del mundo, de la creciente necesidad de tolerancia y de que el amor no se rige por ideales étnicos, ni superficiales y que lo importante no es con quién estés, sino que sepas aprovechar las cualidades de la persona con la cual te encuentres, sin discriminarla por razón de sexo, raza o religión

Texto agregado el 22-11-2004, y leído por 189 visitantes. (0 votos)


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