Las delgadas olas del mar, bañaban las calurosas playas de la bahía de Cádiz y las gaviotas desconsoladas y hambrientas vagaban tristes como almas en busca de su final.
La gente alborotaba ese día la playa, el calor era pegajoso y humillante, a la vez que seco y despiadado.
Vaya donde vaya, abra o cierre los ojos, nunca podré olvidar a esa chica de la playa.
Recuerdo que estuve observándola desde que llegué, cómo se movía y hacia dónde miraba, e incluso me acerqué para saber como olía.
La chica de la playa era de pelo moreno y piel blanca y suave, de olor a brisa marina, clara y limpia.
Sus ojos color de miel y su andar elegante y sencillo, hacían ver que era persona de altas pretensiones.
Salió de una de esas casas adosadas junto a la playa, uno de esos refugios de veraneo que todos soñamos alguna vez tener.
Recorrió en su primer paseo todo lo largo de la playa, analizando tal vez el terreno y comprobando el nivel de bullicio humano.
Más tarde empezó a juguetear con el agua que permanecía en la orilla y al ver pasar los peces que hacían presencia con su entusiasmada velocidad.
Luego, gracias a la aparición del calor y al efecto del agua del mar sobre su cuerpo, pude observar su hermosura la cual era digna de una diosa y pensé que lo bonito debía ser que permaneciera siempre así, para el gozo y disfrute del universo.
La chica de la playa marchó junto a la noche y a la vez que el sol, tapando su belleza y dejándome ciego de esplendor.
Son el sol y la luna tus regentes y tus valedores, los que hacen de ti una diosa y es tu miedo y tu prisión la noche oscura; son tus virtudes la belleza y el amor, son tus debilidades la oscuridad y el desamor.
Tienes miedo a la noche que te priva de tu naturaleza de mujer y velas armas en espera de la luna que te trae sin amargura, el brillo incesante de tu esplendor.