Crónica:
Mariposas Marchitas
“Fue en un cabaret/donde te encontré
/bailando/vendiendo tu amor/
al mejor postor/soñando/
vuelve ahí cabaretera/
vuelve a ser lo que antes eras…”
(Estribillo de “Luces de Nueva York”)
Por Paco Valencia
En un mundo que se antoja ajeno están ellas, rodeadas de un aire vago, envueltas en miradas carnales, flotando entre acordes que casi siempre recuerdan una desgracia del corazón.
El ingreso a su marchito escondrijo no es difícil, pero si puede pasar desapercibido cuando se trata de ignorar lo que ocurre en las entrañas del centro de la ciudad. Sólo basta subir la vista y por curiosidad descubrir el destino de esas escaleras, que apenas ayer, parecían no estar ahí.
Caminando por la de Pasteur se llega hasta una de las entradas del Mercado “Gómez Palacio”, refugio de cientos de historias aderezadas en los otros cientos de olores que se confunden entre si; acá las artesanías, acá los sartenes y las ollas de peltre, acá apocalíptica la vista de los cadáveres de alacranes, acá los quesos frescos, acá los asaderos, allá las flores, allá las pieles curtidas, allá los metales, la montaña de tacos dorados, las gordas rebosantes en grasa, el caldo de oso, el brillante arroz acompañando rojas enchiladas, allá los frascos y las yerbas que curan de todo… absolutamente todo. Y más allá, en el segundo piso, escenas ocultas de historias que no se presumen, pero ocurren; día a día, los parroquianos ocupan las sillas de metal, las mujeres los atienden como reyes de una comedia nada sutil, endiabladamente oscura. La cebada fermentada corre a chorros y ellas fingiendo coquetería se contonean por el eterno pasillo donde consumen sus días, a veces sus noches.
Todos los presentes se comportan de manera natural, el sitio es punto común de reunión, se saludan entre si, a veces, se reconocen a la distancia; con la cerveza en alto hacen el conocido además de “… ya se que estas aquí”. Ríen con las mismas ganas con las que lloran totalmente embriagados, abrazados del viejo o nuevo amigo, lanzan también miradas fieras a veces cubiertas por la sombra de sobreros y cachuchas; espían, miran de reojo con desconfianza, saben de su territorio invadido. Regalan tregua temporal.
Por asalto el sitio es tomado por olores amargos, fuertes, los sudores de las jornadas bajo el sol no han sido borrados, igual están los norteños de pantalón wrangler, camisa recta, brillosa, botas y sobrero, que los “pandrosos” con sus “dokies” y “vans”, en la cachucha la inicial del nombre, pero también ‘tirando’ barrio, levantando la “placa”… Están todos: ‘los compadres’, ‘los compas’, ‘el carnal’, ‘el mai’stro’, ‘el mai’, ‘el morro ese’, ‘ese vato’ y ‘ese gûey’. Aquí no hay ‘pachucos’, ‘cholos’ y ‘chundos’ ni ‘chichinflas’ ni ‘malafachas’, menos ‘chompiras’, esos pertenecen a otros territorios.
Pocos comen, no es la idea, aunque el sitio se justifica por la existencia de fondas, donde si se preparan alimentos pero la ganancia está en el tributo que todos al unísono le rinden al Dios Baco, cada uno con su historia, su pena o su alegría.
Pero sobre todo están ellas, dos o tres por cada una de las fondas, cada una viste como mejor le sienta, como mejor se siente, como mejor parece agradar a los ‘clientes’, no falta como es costumbre, “la güera” y la “morena” ni la chavalilla que tímida, con la vista eternamente hacia el piso, soporta las manos duras sobre sus piernas y nalgas, sólo atina a cerrar los ojos y aguantar, está ahí, ya no le queda echarse para atrás.
De vez en vez se pasean por el pasillo los músicos, los cuatro básicos para armar un buen aquelarre: el del bajo sexto, el de la tarola, el del acordeón y el de la guitarra. De mesa en mesa ofrecen sus servicios, nunca se van con las manos vacías, todos tienen una canción que los lleva a recordar el porqué están ahí, solos o con amigos, o buscando la compañía de cualquiera de las mariposas de alas plegadas que se posan por ahí.
Así se pueden escuchar montones de canciones, de las buenas, de las viejitas que se ajustan a la ocasión, por ejemplo esa que cantaba Ramón Ayala “Tragos de Amargo Licor”, o la del mítico Cornelio Reyna que recuerda cuando se cayó de una nube que estaba como a 20 mil metros de altura, la siempre letal “Flor de Capomo”, la infaltable “Vestida de Color de Rosa”, o la del consentido de Durango, Lorenzo de Monteclaro cuando se quedó abrazado de un poste esperando a la ingrata que nunca llegó, o la dolorosa “Tres Monedas”, o la patriótica “Las Mulas de Garame”, y la aguardientosa “Libro Abierto” que dulcemente cantaba Gerardo Reyes.
Justo antes de que la tarde pierda su nombre, la mayoría no atina el rumbo de sus pasos, casi todos se consumen en el deseo, bailan torpes abrazados por las mariposas, que también embriagadas se suman al juego de los cuerpos. El ambiente se torna cada minuto más sombrío, solitario se va quedando el pasillo, las unas con los otros descienden las escaleras trastabillando, se enfilan a la calle que emula el alma de animal herido, como escribiera el poeta Luján, buscando un nuevo refugio. Las mariposas apenas han emprendido la temporada de vuelo.
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