Esa mañana notó que su silueta había quedado marcada sobre la cama, pero el entusiasmo con el que había esperado el amanecer le impidió prestarle demasiada atención. Había llegado el día. Durante el baño el agua escurría densamente por sus piernas y las gotas que quedaban sobre la superficie de las uñas de sus pies se arrastraban sobre éstas pesadamente hasta llegar a los mosaicos del suelo, dejando atrás, cual caracoles, el trazo de su existencia.

Al salir se sintió más ligero. Para él no había más explicación que su encuentro con ella. Un machucón con la portezuela del coche trozó en dos su dedo meñique, dos falanges cayeron, y al golpear contra el asfalto se fragmentaron una y otra vez hasta desaparecer. Los ruidos de la ciudad fueron golpeando sus orejas hasta que quedaron derretidas sobre sus hombros y su pie derecho se convirtió en parte del acelerador. De nada se percataba, finalmente había llegado el día.

Con las dificultades que da cargar con un cuerpo mutilado se acercó a la puerta de su amada. Respiró profundamente y la presión del aire acumulado dentro de su pecho, provocó que sus costillas, cual baraja, se desperdigaran por la acera, y que su corazón tan rojo saliera disparado y rebotara un par de veces contra la puerta para después caer aún palpitante sobre la palabra Bienvenido en el tapete de entrada. Mientras una tercia de perros con los hocicos llenos se alejaban contentos, su amada abría la puerta a un caballero de elegante porte quien con la punta de sus lustrosos zapatos, hacía a un lado el gelatinoso músculo vital del hombre, cuyo día para conocer el amor había llegado.