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Imágenes en el cielo

El hombre abrió los ojos tendido sobre la arena, confundido, pues no recordaba el momento en que los cerró. Tampoco tenía noción de su propia desnudez, pues en su cabeza no cabía nada que pudiera parecerse a lo opuesto, a no ser para protegerse del frío, que él no sentía. Por eso el tacto áspero de la arena contra su espalda lo obligó a levantarse y sentir sus pies sobre la tierra por primera vez. Levantó la mirada y arriba contempló otro desierto, un desierto celeste espolvoreado de copos blancos llamados nubes, con un disco luminoso que lo cruzaba, y al cual le dolía mirar. Trató de caminar un poco, pero se decepcionó de sus pasos: la tierra parecía moverse al lado opuesto mientras el se quedaba en su sitio. No le encontró sentido al movimiento en un desierto infinito de arena, donde un lugar es igual a todos los lugares, y donde dar un paso es haberlos dado todos.

A lo largo del día fue aprendiendo cosas, acerca del viento, del disco luminoso llamado sol, de la arena, y de cómo su sombra en ella se iba deslizando hacia el horizonte. Y cada vez que el hombre aprendía algo nuevo, tenía la sensación de estar remembrando algo, más que descubriéndolo, y tenía ya en su alma un nombre inmutable reservado para cada cosa que quedaba por remembrar en este mundo; pero él no lo sabía. Poco a poco fue acabando su primer día en la tierra, aunque él, en ese momento, solo tenía noción de lo ciclos solares. Se dedicó a observar la caída del sol por un extremo del mundo, mientras esperaba verlo regresar sobre sus pasos, o ver nacer en el horizonte opuesto a un sol idéntico, que se encargara de perpetuar la luz, y confirmar aquel principio de simetría que él ya había notado en su propio cuerpo.

Pero nada le hizo presagiar la existencia de la noche, cuando vio, aterrado, que no sucedía ni lo uno ni lo otro, y que el cielo se oscurecía sin poderlo detener, hasta llegar a un tono que llamo azul noche, no marino, que sería lo mas adecuado, porque ni siquiera intuía el mar como posibilidad, así como no podía intuir la oscuridad mas absoluta, y su absoluto desamparo ante ella inscrito por algún creador cruel en un recoveco de su espíritu.

Fue así que la noche le hizo recordar el miedo. Y el hombre se acurrucó en sí mismo, dejose caer, cerró los ojos con pestañas rodillas y codos, y se prometió no abrirlos hasta sentir algo de luz transluciendo en sus delgados párpados. Y entonces, el hombre recordó el llanto.

- No te preocupes - dijo una voz, entre cariñosa e indiferente- , la noche y el día son, en si, la misma cosa

El hombre no abrió los ojos al primer instante, pues, por ese instante, creyó haber recordado los sueños. Entonces una mano le palpó la cabeza, acariciando los calores de su cuello cabelludo.

- Nunca me vas a ver si no abres los ojos

Pero el hombre no los abrió, aun más asustado que antes, y pretendió que aquellas cosas que no veía no tenían por que existir. Solo alzó la voz lo más que pudo, más que desesperado, recordando el habla de súbito y con ella preguntó que para qué la noche, para qué, para qué tanta oscuridad después de tanta luz, para qué.

- ¿Para qué la noche? Pues para que el hombre vea las estrellas.

Y él abrió los ojos, esperando la soledad más absoluta. Pero se encontró en cambio con un hombre como él, aunque más arrugado y encorvado, mirando al cielo, al punto mas elevado que llamaría luego zenit. Su figura se veía dibujada con líneas de luz pálida, delineado su contorno contra unas luces diminutas y tintineantes colgadas en la oscuridad. El primer impulso del hombre fue tratar de tocar una de ellas, lo intentó, pero sus dedos se cerraron en el aire.

- Nunca podrías, están demasiado lejos.

El hombre trató de imaginar que tan lejos podrían estar…

- Mucho más lejos que eso. Vamos, tenemos mucho que aprender, mas bien, tu tienes mucho que recordar, y yo, muy poco tiempo para que lo hagas.

El hombre viejo descolgó su alforja del hombro, y extrajo de ella todo tipo de instrumentos raros y oxidados: tubos de metal con cristales a los extremos; esferas con vida propia, que se movían siempre a un ritmo fijo; un candil de pantalla roja… Pero lo más sorprendente de entre su extraño equipaje eran unos pergaminos circulares trazados a líneas negras. En él estaban dibujados cientos de puntos blancos de diferentes tamaños y muchas figuras que los unían con líneas para dibujar con ellas criaturas de lo más extrañas. El hombre preguntó que era aquello.

- Son un mapa del cielo –dijo, y con toda la naturalidad apunto los dedos hacia la oscuridad- ¿Puedes ver aquella estrella? Su nombre es Vega. La estrella más brillante de la constelación de Lyra, el instrumento favorito de un tal Orfeo, del cual aprenderás más en el futuro

El viejo señalaba en dirección al sur, muy cerca del horizonte, y fue descendiendo lentamente con su dedo, como quien traza un camino ¨esta es la ruta que seguirá la estrella en unas horas, ya no la verás¨. No pudo reconocer su color, sin embargo, el viejo repetía que aquella era una estrella blanca, cuando todas las estrellas, en ese momento, resultaban blancas para el hombre confundido.

Desde ese momento no paró de enseñarle cosas durante el resto de la noche. Pero no solo le enseñó el nombre de las estrellas, también le enseñó leyendas de tiempos ajenos, que no se sabía si eran de antes o después. Le contó de historias con barcos, enormes concavidades echas de árboles que se dedicaban a viajar por llanuras de aguas arrebatadas. Le contó historias de seres extraños, de un toro que podía sentir amor, del héroe que mató a ese toro, hijo a medias de una humana y de aquel que creo esas mismas estrellas. De una doncella encadenada. Del héroe que la salvó y el caballo alado que lo llevó. De la sangre que dio vida a ese caballo, De las hermanas de esta dadora de sangre, y de un único ojo que compartían entre ellas. Y muchas historias más que nuestro hombre asimilaba al instante, como si en algún momento hubieran formado parte de su vida y ahora solo se las contaran de nuevo. Muchos de lo héroes y villanos de estas historias tenían ahora su propia figura en el cielo, como para recordarlos para siempre. Ya muy avanzada la noche, el hombre preguntó si, algún día, también él podría tener su propia imagen en el cielo.

- No seas iluso –rió el viejo- las estrellas no tienen formas en realidad, ningún Dios les dio los nombres ni las figuras definitivas –y se puso a señalar al cielo nuevamente- Aquel perro de ahí, no es mas que dos estrellas unidas a una línea; los dos peces enlazados que cruzan la llamada eclíptica bien podrían ser los grilletes de una cadena ¿crees que esas estrellas que te mostré en realidad se asemejan al cazador Orión? Bah… si las miras bien te parecerán mas a un reloj de arena, como este que tengo en la mano, incluso puedes ver las tres estrellas bajo su ¨cinto¨, otros les podrán llamar ¨Marias¨ -en este punto el viejo esbozó una sonrisa irónica- y aquellas otras tres estrellas a su lado, aquellas que parecen el falo de Orión, bien podrían ser la arena que cae.

El hombre se sentó decepcionado. De repente, donde había visto a Sagitario y a su destreza con el arco, solo vio puntos; donde había reconocido a las Pléyades arremolinadas en un diminuto aquelarre, solo reconoció un montón de brillos condensados. Aún así, prefirió ver algo falso a no ver nada en absoluto. Y se obstinó en sus propios sueños.

- Tienes razón –le dijo el viejo- y a eso quería llegar. Las estrellas no tienen nombre ni tienen forma por sí mismas; es el hombre quien se los da, poniéndole nombres dignos de su brillo y dándoles la forma de sus sueños. Eso es bueno, y me alegra que no lo hallas olvidado.

El hombre sonrió nuevamente. Se levantó animado y comenzó a hacer preguntas y preguntas, hasta el punto de que pronto el viejo también le hacía preguntas a él. Y cuando la noche ya acababa, el viejo ya solo escuchaba lo que el hombre decía, las mismas leyendas que aprendió esa noche, pero combinadas con recuerdos nuevos de su vida pasada, que se dibujaba de a pocos como las líneas de las estrellas.
******

Horas después sería hombre quien hablaría, delineado por el amanecer. Hablaría de aquella ciudad cubierta de nubes, de la cual provenía, una ciudad ubicada muy al norte de este desierto, al borde de las llanuras de agua llamadas mar. Hablaría, no sin algo de nostalgia, de la tristeza y de la automatización, del asesinato de los sueños y de la venta de ilusiones embazadas, y de los pocos hombres que, como él, aun querían ver imágenes en el cielo lleno de nubes perpetuas, donde habrían de mendigar estrellas. El viejo lo escucharía inmóvil, aterrado.
******
-¿Y tú, quieres volver a ese lugar horrible?-dijo el anciano
El hombre caminó hacia el norte. Nunca volteó a despedirse.

Texto agregado el 22-11-2004, y leído por 413 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-01-2005 y a ti k estrellla refleja tus sueños??? liam1983
29-11-2004 waa muy bien kirby por fin le pusiste un final erich
 
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