Por aquel entonces, era yo un quinceañero con granitos que odiaba los espejos y huía despavorido de su imagen en los escaparates de la pequeña ciudad de A. donde mis padres habían abierto una librería estanco.
Habitábamos una casa de dos pisos de los que mi hermano menor y yo ocupábamos el segundo. Se llegaba ahí por una escalera estrecha cuya madera tanto crujía bajo los pasos que era imposible subir sin hacerse notar.
La habitación principal, clara pero fría, daba a la calle y se calentaba con una estufa de carbón, lo cual nos obligaba a subir solos el combustible, mientras lo había, porque no siempre nos alcanzaba para terminar el mes.
Las paredes encaladas de antaño habían sido cubiertas con un empapelado florido, que difícilmente se adaptaba a la rugosa superficie, pese a los esfuerzos realizados para aplanarla.
El suelo era una tarima grosera en cuyas rendijas se metía nuestra escasa calderilla, amén del mucho polvo generado por la calefacción. Pero su pino relucía con tonos cálidos gracias al esmero de mi madre en aplicarle cera de abeja una vez al mes.
En el intérvalo, nos correspondía mantenerlo limpio usando los patines de fieltro cosidos adrede para este uso.
La puerta llena y pintada de verdín, de tan vieja como era, ya no cerraba con llave, lo cual considerábamos una laguna gravísima, ya que nos privaba de una intimidad anhelada.
Muchas veces, para poder llevar a cabo reprensibles actividades como fumarnos medio pitillo de tabaco rubio u hojear revistas ligeras subidas de contrabando entre jersey y camisa, desde la tienda, estábamos con el corazón en un hilo.
Menos mal que a mi padre se le oía venir, incluso con las zapatillas, porque si no…
A mí me disgustaban todos estos desperfectos materiales mucho más que a mi hermano, de humor más ecuánime frente a tales menudencias.
Y tantas buenas notas traje a casa y tanta guerra le di a mi padre que, un jueves de éstos, me anunció que, entre los dos, íbamos a tapar las rendijas del entarimado, renovar el empapelado y cambiar la puerta.
De oficio era carpintero, y no le suponía particular dificultad fabricar una de aquellas puertas de contraplacado que ansiábamos como si fuese el no va más.
Pero una enfermedad contraída durante la guerra lo había obligado a abandonar el taller de carpintería para pasar la bata gris del tendero.
Tenía poca resistencia, debía tomarse pastillas de cortisona en abundancia y era capaz de dormirse de pie en cualquier momento.
Con todo, llegó por fin la puerta deseada. Y con ella el derecho a cierta intimidad. Recuerdo cómo me dijo mi padre :
— Toma, aquí tienes la llave, pero debo decirte que tengo otra guardada.
Después, fuimos renovando todas las juntas de la tarima con una pasta anaranjada que la aspiradora se llevaría luego.
Quedaba el empapelado y era lo más difícil, porque tenía que ser un papel bastante fino y un poco extensible para tales paredes.
Quitamos el antiguo y pasó un mes.
Compramos el nuevo y pasaron dos meses más.
Empapelamos dos paredes y terminó el año.
Yo iba mosqueado ya, hasta que cierto jueves, me dijo mi padre que íbamos a acabar con la tarea.
Yo manejaba la brocha para encolar el papel y él lo pegaba en el muro con ayuda mía y no pocos tacos, por lo difícil que era ajustar aquello.
Al cabo de dos anchos me dijo que tenía bastante para aquel día.
Eso fue demasiado para mí :
— Con tan poco ánimo, no me extraña que se te fuera el taller al traste – le solté.
Me miró incrédulo y salió dando un portazo.
No he vuelto a ver a mi padre vivo. Se murió a los tres días de las consecuencias de esa enfermedad suya, dicen, y nunca le pude expresar cómo sentía haberle espetado esto.
Hoy todavía sigo ignorando si su muerte ha sido en parte mía.
©Pierre-Alain GASSE, noviembre de 2004.
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