Anoche me eclipsé ante lo extraño de esta vida, crucificada en el deseo de tus ojos, mis brazos se extendían como dos masas inertes acusadas de amar, mientras la piel caía eterna sobre un madero de lamentos que no oías, y el alma se hundía en lo profundo de esa incertidumbre. Imploré tenerte, recobrar lo que endulzaba este deseo de mi sombra, ser el anzuelo de la libido impregnada en otros aires, fugarme tras la sed de mi consuelo o habitar lo inmensurable de tu mente. Nada devolvía los rastros de esa vida para encallarse en mis entrañas, ni el sabor atado a la silueta que predecía tal naufragio. Fui sombra adormecida frente al mundo, esqueleto perpendicular a tu mirada, fragmento de las pieles circunscriptas al abandono, náufraga sobreviviendo sin tus labios, despojos lacerados de mil cuerpos, sal, agua, dos pupilas alejadas y desechas en el espacio de los tiempos. Detrás, la humanidad latía en eternas sensaciones, me uní a ellas esbozando este amor oculto por todos los rincones, como un espectro deambulando temeroso hacia tus huellas. Entonces la noche, el encanto de ese aliento enraizado a mis sufrires, la ausencia tejiendo sueños abismales como un sepulcro encarnado en lo sublime, tu soledad agitada por mi cuello, los miedos, ese mar de desencuentros. Doblegué mi alma en una infinitud de instantes, pactando con lo intransigente que aún habita ese sabor del desencanto.
Ana Cecilia.
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