Ni un rasguño, ni siquiera uno. Después de haber recorrido tan osado camino surge en mí un deseo puro de conquistarla, de poseerla y tenerla entre mis brazos para decirle tan sólo una frase y dejar su corazón inquieto por mi nombre. Mas ningún rasguño ha hecho en mí su presencia. Prefiero tener mil cicatrices alrededor de mi cuerpo antes que un beso suyo marcado en mis labios. Pero miento a mis deseos porque daría mi vida por tenerla tan solo un segundo. Sí, necesito tan sólo un segundo para mirarle a los ojos y caer rendido ante tal belleza. Tocaría con la punta de mis dedos su pelo y acariciaría cada parte de su cuerpo con mis manos, si tan sólo me dejara tocarla. Cómo apretaría sus labios contra los míos para sentir la ternura de sus besos, mal condenado deseo que muere en mi boca, ese sabor que despierta pasiones ocultas que sólo ella tendría la oportunidad de conocer. Si tuviera tan sólo una oportunidad, me quedaría callado para contemplarla, para provocarla y luego hacerla mía. La tomaría por la cintura y la apretaría a mi cuerpo dejando que mi corazón nos guíe. La suerte no está de luto; la música acompaña suave, melodías que suscitan un deseo inmaculado que en paz descansa sobre su piel. Abro mi boca y creo sentir la presencia de la suya cerca de la mía. Oigo su respiración, se ha apurado. Trata de tragar cada palabra mía, manjar para sus oídos. El velo rueda por sus hombros y baja acariciando lentamente su espalda suave. Se muerde el labio y aprieta los dientes. Se siente aún más cerca. Extiendo mi mano y en ese minuto se apodera de mí un instinto animal. La agarro fuertemente y la acerco hasta sentir el calor que exhala. Casi ciego acerco mi boca a la suya y trato de conquistarla. Ya no retrocede, ahora todo se acerca. Agarro su mano y su cabeza, ya no hay vuelta atrás. Me acaricia la espalda y recorre mi pecho. Cierra los ojos y nos besamos. Aquel fue nuestro primer beso.