Leí en la prensa que hacía falta sangre y salté rápido desde lo alto de aquella vertiginosa sensación de monotonía que revestía la habitación. Revisé mi tarjeta de donante y cogí un taxi. Era la aventura cotidiana más fascinante de la semana y asimilé toda la información que aquel taxista me soltó a bocajarro: el Madrid – Barca del Sábado, el anticiclón que venía de las Azores y que las Azores sin Aznar ya no eran las mismas. Porque lo primero que uno averigua del taxista que le toca en suerte es el equipo de fútbol de sus amores y su ideario político. Los taxistas son los perfectos tertulianos en los trayectos urbanitas de cada día.
Antes de que pudiera convencerme de que los que estaban antes eran mejores que los que están ahora ya estábamos cruzando el vestíbulo y rellenando un formulario para poder donar. El taxista y yo, los dos en el mismo pack , con los antebrazos dispuestos a todo y el comienzo de una bonita amistad. Tanta concordia se respiraba , que la ciudad entera acudió en grupos que se contaban por cientos a donar su sangre. Los que iban en taxi se presentaban con sus respectivos taxistas , los enamorados con sus amadas y los estudiantes con sus tutores. Un equipo de fútbol al completo apareció con su eterno rival, los grupos de música cancelaron las ruedas de prensa para acudir con sus fans, y un circo que presentaba su espectáculo en las afueras, desfiló por los pasillos del hospital con toda su trouppe al completo, orquesta y trapecistas incluidos. Un inspector de hacienda llevó a todos sus contribuyentes prometiendo hacer la vista gorda en la siguiente declaración y algunos adolescentes que habían tenido su primera cita a ciegas por Internet se dieron de alta en el banco de sangre con gran entusiasmo. Tripulaciones enteras de aviones y barcos, azafatas y marinos mercantes, artistas y políticos, hasta niños que sin poder entregar una sola gotita , llevaban caramelos para todos los que sí podían hacerlo. Así pasó que fue llegando gente de todos los confines de la ciudad (gente de lo más dispar) con el único propósito de dar un poquito de su sangre y sentirse algo más unidos a los demás.
Por supuesto, encabezábamos la comitiva, los demás se agolpaban en círculos concéntricos para poder acercarse a los pioneros de la iniciativa y enseguida se supo (de lo cual siempre nos habíamos sentido orgullosos) que algunos éramos donantes universales, lo que nos convertía sin duda alguna en unos privilegiados. Entre piruetas de unos y piruletas de otros, se rellenaron miles de formularios y el entusiasmo crecía junto con la idea de estar haciendo algo importante. Nunca antes se vio nada así y los lugareños no recordaban algo parecido en los últimos cien años. Total que descubrí que hay palabras realmente simpáticas disfrazadas de lo que no son, representando el papel de perfectas e inocuas compañeras de fatigas, palabras como triglicéridos, que son como los Fraguel pero en tu sangre, y que suenan divertidas pero que te hacen sospechoso de no poder donar si estás bajo tratamiento. Mis triglicéridos entusiasmados se han levantado en armas y mi formulario ha sido arrojado al montón de los no-aptos. Durante seis meses.
Menos mal que siguió llegando gente de todos los lugares con los antebrazos encogidos por las ganas y el alma un poquito más encendida. Hileras humanas de amor y ganas de darse, aunque sólo fuera un momento, una medio verdad, un deseo. Un sueño.
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