Para vos, América...
Suelo vagar por la inconsistencia de unos ojos que no conozco, vagar inmutable como esas imágenes que se quedan sucumbidas en un ensimismamiento profundo y llega alguien golpeando frente a tu cara como diciendo “despierta” y la realidad cae de golpe subyugando las ideas más simples a la complejidad del estar vivo. Entonces retomo el ritmo y disminuyo la velocidad, las ideas siguen en orden a avanzar maquinariamente en su proceso cotidiano: los informes, los timbres y una que otra cuenta que se debe saldar por debajo del escritorio. He puesto sobre mi muñeca el reloj de vidrio trizado que me regalaron para el cumpleaños treinta y cinco y que aún conservo luego de tres días. He descubierto que en el momento preciso en que llegan al quiebre, minutero y segundero, el tiempo se detiene mágicamente, es como si se abriera un hueco en el universo y puedo tomarme un respiro, nada avanza. Soy un loco de remate, seguro lo piensan aquellos que me miran de reojo. A veces siento que debo desconfiar de sus contemplaciones piadosas porque en el fondo todas esas maravillosas fábulas que se tejen en torno a las miradas bien podrían arreglarse con unas cuantas clases de actuación. Prefiero a la gente que usa gafas, exponen de frente sus debilidades al mundo. El reloj debe avanzar un poco más, sólo un poco y estaré fuera de la oficina por hoy. El cansancio de la imagen correctamente adecuada “a los parámetros oficiales” me quema la espalda. Creo que estado sentado en el mismo círculo mucho tiempo, y me agobia. Últimamente los restos de humanidad se asemejan con fuerza a lo que se considera menos humano. “Loco!”, loco me llaman a mi espalda, lo creo, pero también lo percibo. Me siento miserable siendo humano, las maquinas son humanas y yo apenas un incorregible soñador que despierta a pulso de pájaros y soles colándose por la ventana. Si quieren humanidad, aquí dejo mi computador. El cruce perfecto entre los palos negros de un pequeño reloj. Un insecto saltando furioso, instintivo y raudo frente al brazo cazador, mi imagen para salir del lugar imperfecto al que debo mi supervivencia maquinaria. La supervivencia animal está ligada a mi rebeldía y tesón. Las calles de una ciudad clandestina a veces me desfiguran el rostro, no sé como reaccionar cuando aparecen de pronto otros seres chocando mi cuerpo; las batallas salvajes nunca han sido mi preferencia, los rituales canibalescos del pasado me parecen mejor, pero ese tumultuoso río humano me descoloca, me irrita y me enloquece aún más. “Cuidado imbécil!”, suelen gritarme en los pasillos urbanos, pero no me detengo mayormente, dejo que ellos descarguen la misma ira que guardo en mis bolsillos, en el fondo el mundo es un espacio para gritar. Un perro vagabundo ha comenzado a seguirme, trato de emitirle mensajes mentales “no necesito seguidores” “no tengo nada para ofrecer” “no me dejes”, mientras se aleja poco a poco hurgando entre los pies de las gentes buscando seguramente quien pueda sofocar su sed de hambre y no de justicia. Soy un justiciero injustificado, las causas animales quizás mi amigo, no sean hoy mi opción. Ella me esperará supongo, con aquellas faldas anchas que me impiden ver su figura esplendorosa y yo le iré adosando un traje medieval para hacerla princesa, pero sus sueños de príncipes llegan al cuadrilátero de la televisión, donde se encierra a soñar con sus muñequitos de pixeles y donde no hay espacios para humildes vasallos. Pero la dejo ser, en la penumbra de las noches, la dejo ser lo que quiera ser, porque ella puede convertirse en cualquier momento, basta mezclar las sombras adecuadas. Me siento a esperar junto a ella que las horas avancen, que los hijos crezcan y que la vida termine por borrarme las ideas de la cabeza, pero el tic tac se detiene en el mismo instante que las palancas se cruzan radicalmente en una perfecta sincronía que sentencia. La imagen permanece quieta quieta, el tiempo se queda guardado en los minuteros del reloj, observo como mis manos se van convirtiendo en un naranjo que cansa, la veo tintar su pelo de un claro amarillo y poco a poco la realidad se va doblegando a una abstracción que pensé aplastante, pero que por el contrario, se va haciendo pacífica y cálida, como si fuera una agonía esperanzadora. Cada vez me siento más inmovilizado, hasta el punto de ceder mi razón y emoción al que mira, a los ojos que observan que no somos más que un cuadro, una pintura colgada de una pared distante que huele a humedad. La vida es una turbulencia que se va agotando, que va descargándose a medida que avanza y vamos volviendo a ser lo que siempre hemos sido: el cuadro favorito del que elige ver. |