Estaba sentada sobre aquel áspero asiento de madera columpiándose de un lado a otro sin decir palabra alguna, tan sólo observando el atardecer. La tarde, holgazana, bostezaba con flojera. María aspiro un suave aire, cerró los ojos. Era calidez, era humedad, pedazos de densidad sobre la piel. Un mosquito con esos zumbidos que parecen penetrar la oreja perseguía a la niña. Ella frunció la nariz como si en fastidio, pensando que la perfección de su tarde de verano se acababa. Después… después estornudó tres veces. Hay leyendas que dicen que cuando uno estornuda tres veces seguidas es porque alguien piensa en dicha persona. Las leyendas, junto con la brisa, aparecen como caricias y se esfuman en la lejanía del mañana sin rastro alguno.
Eco distante, una voz llamando suplicante… tan sólo un susurro de mujer.
Es curioso cómo las horas también desaparecen. De noche María era ya otra. No pensaba en probar sus nuevas recetas de cocina que tiempo atrás le habían brindado tanta emoción; en recorrer el bosque temprano por la mañana y recolectar moras; en la cara de sus compañeros del colegio, tan borrosas por el mes de ausencia; en su nuevo vestido blanco que la hacia sentir como sirena con piernas; en su madre con voz suplicante.
Sin duda era verano, el aire gritaba su presencia con fugaz ferocidad.
María corrió del columpio hacia la casa; escuchaba tenue desesperación entre los ladridos del perro. Pensó que su madre era la mujer más bella que conocía porque cantaba con las estrellas, porque tenía esencia a manojo de margaritas. Los gritos rompieron el silencio, irrumpieron en los pensamientos. Se escuchaba como si se cayeran muchas cosas, quizá el estante de libros; objetos golpeando contra el piso. Después cesaron los gritos, silencio nuevamente.
Hay veces en que sólo un viento violento puede curar las heridas.
María vio a su madre con el ojo hinchado, casi palpitante. Pedazos de florero sobre el piso y libros en todas partes, hojas sin nombre.
-¿Mamá?- María dijo tímidamente, casi con miedo.
Su madre empacó; arrasó con todo lo que tenía y lo metió en dos viejas maletas sucias. No podía hablar porque lloraba tanto, pero aunque no hubiera estado berreando quizá tampoco hubiera dicho nada. Su ojo ya morado le saltaba de la cara como si cobrara vida propia. María lloraba junto con ella, queriendo aferrarse a un instante más, pretendiendo que no sabía. La madre se despidió de su hija con un beso perdido en la frente, sin explicaciones, dejándola con nada más que el incesante llanto.
Se hacía de noche y María ya no pensaba. Sentía terror mientras veía el cielo cayendo con una máscara oscura. ¿Ya no tenía madre? Era extraño, sabía que ya no habría nadie quien la protegiera.
El columpio colgado del árbol yacía caído, sin soporte, tan sólo en el piso como un rastro del recuerdo de una niña y la brisa de su verano; como el recuerdo de una persona que pensaba en ella, que tal vez en la noche llegaría como león deseando devorar a otra fiera.
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