La plaza
Una fuerza del inconsciente desvió a Tenorio de su camino habitual. Lo arrastró como un imán a un clavo, sin saberlo hacia aquella plaza, la misma donde vivió más de diez años. La conoce como la palma de la mano. Ahora la recorre en silencio, recordando con nostalgia su pasado. Mientras atraviesa la zona arenosa, donde están los juegos, se le viene a la mente el recuerdo más nítido de su niñez: la misma plaza pero ya hace más de unas cuantas décadas. Su padre observándolo en su lúdica libertad de subir y bajar sobre un viejo tablón de madera. Ahora toca el columpio gastado y torcido, y por un instante lo ve igual que en sus tiempos de oro, azul y reluciente. A esa edad, cómo iba a imaginar que los hombres de bigote y sobretodo se lo llevarían en aquel auto verde, para siempre, en esa soleada tarde de noviembre.
Nunca conoció a su madre, ya que había muerto meses después del parto. Abandonado e ignorado afectivamente, se vio forzado a criarse en las calles, perdido en un abismo de soledad y tristeza. Aprendió con el tiempo el arte de sobrevivir en el ámbito urbano. Otros mendigos le enseñaron como mantenerse caliente, usando papel de diario en el interior del abrigo. Le señalaron dónde y cuándo debía buscar las sobras de algunos restaurantes, le indicaron los mejores y menos pensados recovecos para pasar una buena noche. Así estuvo la mayor parte de su vida, taciturno y reflexivo, sin ambiciones ni perspectivas, aguantando sin esfuerzo la espera de algo desconocido.
Aurora no tuvo una suerte tan distinta a la de Tenorio. De pequeña fue violada por su padre, y sin duda ese acto violento la marcó para el resto de su vida. Se enteró por su abuela Rosalía que sus padres se fueron lejos, en un viaje que tal vez tardaría algunos años. No precisó dónde ni cómo, pero Aurora era demasiado inocente para entenderlo. Qué más podía decirle esa pobre anciana, que ahora debía cargar con el peso de criar a una criatura huérfana. De que serviría explicarle sobre la derecha, la izquierda, partidos políticos, ideologías antagónicas, y el “por algo será”. Era mejor y más sencillo solapar la verdad en mentiras ambiguas. La responsabilidad fue demasiada para doña Rosalía, que por ese entonces lidiaba con las dificultades de una edad avanzada. Amaneció ahorcada una fría mañana de invierno. Es hasta hoy que los grandes relojes de péndulo invocan en Aurora la tétrica imagen de la abuela Rosalía, oscilando sin vida, con su lengua colgante de pergamino.
Aurora duró poco tiempo en el orfanato. Se sintió oprimida por la presión de esas paredes descoloridas, símbolo de incontables años albergando una tristeza común: la falta de padres. Se escapó con la complicidad de la noche y la luna llena, hacia una libertad incierta, llena de sorpresas para su destino. Se encontró más olvidada que un veterano de guerra, sin el respaldo de nadie más que el aportado por ella misma. Debió valerse de su ingenio para poder subsistir sin ningún medio, sin el remedio para esa enfermedad llamada soledad.
Se conocieron durante los fuegos resplandecientes de un atardecer de verano. Aurora se dejó seducir por la simpleza, la sinceridad y amabilidad de Tenorio. A él le pareció increíble encontrarse con una mujer que lo entienda, que lo acepte tal cual es. La imaginó preciosa si hubiese estado en condiciones menos penosas. Aún así, destellaba un brillo que la distinguía más allá de cualquier ropaje, de todo harapo desteñido. Se enamoraron locamente, cediendo ante las misteriosas pero infalibles fuerzas del amor. Unidos por un vínculo puro y genuino, decidieron salir de ese pozo de infortunios. Empezar de nuevo, archivar los malos recuerdos y escribir una historia distinta, con un final diferente al esperado.
Tenorio consiguió un empleo como estibador portuario. Trabajó duramente y con ahínco, y al cabo de tres años pudo construir una humilde vivienda. Aurora renunció a las calles, para emprender así una vida digna, de ropa limpia y de camas con sábanas. Los años le regalaron un niño, al que bautizaron con el nombre de Tenorio, en honor a su padre. Lo criaron con todo el amor que a ellos les falto de chicos. Fundaron un hogar con esperanzas, proyectos y sueños. Descubrieron la felicidad, tarde pero aún a tiempo. Todo parecía andar sobre rieles, hasta ese día domingo en la plaza donde comenzaron a amarse. El pequeño Tenorio corría de un lado para otro, jugaba con otros niños, derrochando alegría mientras sus padres se querían como dos pájaros en celo. Ninguno de los dos se dio cuenta en el momento, los hizo reaccionar el golpe seco y los gritos de madres desesperadas. Corrieron hacia las hamacas, donde yacía inmóvil su hijo entre un círculo de curiosos preocupados. Había recibido el impacto con el canto del columpio en la nuca, en un envión desproporcionado y sin intención de otro niño. Nada se pudo hacer, les había dicho el doctor más tarde, con el rostro acostumbrado a las noticias fúnebres.
La fortuna les jugó otra mala pasada, arrebatándoles lo que más quisieron en su vida. Tenorio se refugió en la bebida, se ahogó en noches de despilfarro en las cantinas indecentes de la calle ribereña. Perdió su trabajo, y con ello toda posibilidad de progreso. Su relación con Aurora se deterioró hacia un vértigo infernal, al punto que ella le pidió un tiempo. Lo que él supuso como algo pasajero, se convirtió en la férrea determinación de Aurora de no volver a verse nunca jamás. Las llamas de ese amor, que antes hubiesen podido derretir glaciares, se extinguieron como recuerdos imprecisos. Ella se marchó otra vez adonde empezó, al rigor de las calles, pero ya no a esa plaza donde se engendró la pasión con Tenorio, sino hacia otras, distantes e inexactas. Tenorio contrajo deudas importantes con personajes indeseables, temidos por la sombra de su mala fama. Debió vender sus pocas pertenencias, dejar su casa. Desapareció otra vez en vuelos fantasmales. Volvió a dormir en la pestilencia de las recovas, en la incomodidad de las veredas, en el olvido de los trenes abandonados.
Un día como tantos otros, Tenorio pasó por aquella plaza, la misma donde jugaba de pequeño, en la que conoció los encantos de la tímida Aurora. La nostalgia invadió su corazón y lo llenó de dulces recuerdos. Su padre, Aurora, los momentos compartidos con ellos en aquel lugar de ocio común. Pero también pensó en todo lo opuesto; la plaza simbolizaba los instantes más amargos y terribles de su existencia; la desaparición de su padre, la tragedia de su hijo y el consiguiente abandono de su mujer, la única a quien amó verdaderamente en su vida. Se reincorporó después de ver como una sucesión de momentos antagónicos atravesó –tan solo en un segundo- los meandros de su mente. Observó fugazmente a los niños jugando felices, el columpio percudido por un tiempo despiadado. Giró su cabeza, dándole la espalda a la plaza, aspiró una bocanada de aire fresco, se irguió y luego comenzó a caminar sin volver sus ojos hacia atrás, dispuesto a enfrentarse con los tropiezos y adversidades que el mundo impone, mirando hacia adelante y con la frente en alto, siempre con la frente en alto.
20/11/04
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