Como los peces tan solo tenemos tres segundos de memoria, a menudo pasamos por un mismo lugar varias veces sin reconocerlo, y lo que es más grave, si nadie nos ayuda, podemos perdernos y adentrarnos en zonas peligrosas para nosotros.
La primera vez que nadé por delante de su orilla andaba yo bastante despistada (por qué negarlo...), tanto que ni me fijé en su existencia, tanto que cuando volví a ver aquella playa la siguiente vez casi ni la reconocí.
Me costó aprenderme su orilla, pero cuando lo hice me pareció tan extraordinaria que quise seguir nadando en ella para siempre. El me lanzó su red y por aquel momento yo estaba tan fascinada por los nuevos paisajes que tenía ante mis desmemoriados ojos que decidí dejarme pescar.
Aunque en honor a la verdad diré que aquello no fue exactamente un cautiverio. Junto a él aprendí a prestar atención a los caminos por los que navegara, él me enseñó a mirar para no perderme. El me sacó de la corriente de peces distraídos que me había conducido a la deriva durante demasiado tiempo y me hizo libre. Arrecifes multicolores y caballitos de mar tocando saxofones marinos.
Como pez privilegiado que soy desde aquel encuentro, tengo que sentirme eternamente agradecida por haberme hecho libre, pero en cierto modo no puede evitar también percibirme algo cautiva de ese sentimiento de gratitud... como si nunca fuera a ser capaz de devolver a esa orilla tanta libertad como me dio y que a veces, de tan intensa que la siento, me hace sentir claustrofobia.