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Auto Stop
La gringuita tenía pegados en su nariz pecosa el olor del tapizado de cuerina negra de la F100 destartalada y el aroma ácido de la transpiración palpitante del Mario entremezclados en la siesta caliente del verano. Estacionados en la banquina del camino de tierra, se buscaban con la lengua, con las manos. Se encontraban con furia. El había conseguido acostarla en el asiento, pero ella lo rechazaba con los antebrazos cada vez que el se le metía entre las piernas y trataba de abrírselas con sus rodillas huesudas y fuertes. –Dale gringa, si vos me querés- rogaba roncamente el Mario manoseándole los pechitos blancos y firmes con una sola y larga mano a través de la tela del vestidito floreado mientras que con la otra le agarraba el sexo tibio como exprimiendo una fruta. –Claro que te quiero, pero vos me buscás nada más que cuando tenés ganas...-le decía la gringa al oído, sin poder dejar de lamerle la oreja.
El ya se había desprendido el jean y ella lo sentía duro contra su muslo a través del vestido finito, y eso la hacía mojarse cada vez mas. Y sabía que si no paraba, dentro de un rato lo iba a tener adentro, como cada vez que se juntaban en la chata. El ya tenía veintiocho y ella diecisiete pero ya sabía lo suficiente de la vida como para adivinar que si le seguía el juego, solamente lo tendría en esas siestas en la banquina, y solo hasta que el se aburriera ó se pusiera de novio con otra.
Ella adoraba las manos de el y sus dedos. Dedos fuertes que a el le gustaba usar para explorarla. Y explotaba de placer cada vez que sentía bajar esos dedos por los pelos rubios y crespos del pubis, recorrerle el filo del clítoris, y llegar por fin al hueco de su deseo para removerla por dentro. Pero esta vez no. “Esta vez no”, se repitió para convencerse. –Basta Mario..., pará te digo- y se lo sacó de encima con un empujón que la sorprendió por su fuerza. – Pero gringa, dejáte de joder- ¿Qué carajo te pasa, te volviste monja vos?- Ninguna monja-contestó la mujercita- pero así yo no sigo con vos...-. El la miró con una combinación de indignación e incredulidad, hasta que explotó: –Está bien. Bajáte, bajate ya de la chata- le gritó. -Ya me vas a venir a buscar cuando estés alzada- remató el Mario con una mezcla todavía de calentura y frustración. Le pasó el brazo con fuerza por encima del cuerpo y abrió con violencia la puerta del lado de ella. –Que te bajés ya, carajo!- y la sacó de un empujón.
Todavía no se había aplacado el polvo que levantó la chata al arrancar a fondo y la gringuita ya estaba llorando a mares, todavía excitada y paradita como la estatua del abandono contra el pentagrama del alambrado de la chacra.
Hacia calor en la siesta. Mientras caminaba el par de cuadras que separaban el camino de la ruta la gringa no pudo evitar aceptar que al fin y al cabo ella también se había quedado con las ganas. Sentía la suave brisa que atravesaba el campo y que al pasar entre sus piernas la hacía conciente de que todavía tenía húmeda la bombacha blanca que se había puesto para el. Con cada paso, con cada roce de su entrepierna mojada contra el vestidito liviano recordaba como en trance lo lindo que era sentirlo al Mario desahogándose bien adentro de ella, sus gemidos, la presión tibia, húmeda y espesa pegándole a ella donde de verdad le gustaba. Supo que lo mas probable es que apenas llegara al pueblo lo llamaría para darle la razón. Estaba tan caliente que el tema del noviazgo podía quedar para otro momento. Se sonrió recordando la forma en que le gustaba que ella se disculpara cada vez que hablaba de mas:”Si te fuiste de boca, te ponés de rodillas y me la chupás” era la frase que le gustaba decirle. Entonces ella se inclinaba sumisa y mirándolo a los ojos comenzaba a desabotonarle la bragueta. Nunca le había pasado con otro, pero disfrutaba de verdad el sabor de el en su lengua, y los orgasmos que tenía cuando el acababa...
Hacer dedo hasta el pueblo no era un problema. Siempre pasaba algún vecino y no necesitaba siquiera hacer señas para que pararan. No era ninguna tonta para creer en caballeros. Sabía muy bien lo que despertaba en los hombres, sobre todo en los mayores. Y dentro de sus propios límites lo utilizaba y lo disfrutaba. A lo lejos y a sus espaldas escuchó acercarse un motor potente, giró la cabeza para ver de quien se trataba y comprobó de un vistazo que el enorme camión amarillo no era del pueblo. Casi sigue caminando a la espera de algún conocido, pero la urgencia que sentía entre las piernas por llegar a la estación de servicio y llamarlo al Mario lo antes posible la hizo levantar la mano con el pulgar extendido. El camión frenó unos treinta metros más adelante y ella los recorrió corriendo hasta colgarse de la manija de la puerta y abrirla de un tirón. -¿Hasta donde vas, bebé?- le preguntó con tonada de ciudad el tipo panzón y mal afeitado. –Voy hasta la estación de servicio que está mas ó menos a veinte minutos.- le contestó ella apenas asomando la cabecita rubia por encima del borde inferior de la puerta. -¿Llega hasta ahí, don?- -Si, llego, pero solamente si me prometés que no me decís mas “don”.- dijo el tipo y le miró bien miradas las piernas largas mientras la gringa se trepaba sonriendo al camión y se acomodaba en el enorme asiento del acompañante.
El gordo arrancó el camión manejando con una mano mientras subía el volumen del cuarteto que tenía en el estéreo. -¿No te molesta, no?- le preguntó. Ella lo miró y le hizo un gesto negativo con la cabeza. En realidad, entre el calor del camión y su propia calentura, lo último que tenía ganas de hacer era hablar con nadie. Solamente tenía ganas de pensar en las cosas que el Mario le iba a hacer cuando se volvieran a encontrar en la chata dentro de un rato. Se puso a mirar como ausente el paisaje conocido que pasaba corriendo marcha atrás por la ventanilla, no sin antes pegarle una mirada de reojo al camionero mientras manejaba. Tendría unos treinta y cinco años. Se veía que el tipo tenía varios días viajando, barbudo y transpirado. Era todo grueso: Los labios, los brazos, las manos brutas, las piernas, el cuello de animal. Hasta el pelo negro y crespo lo tenía grueso como alambre. Tampoco pudo evitar mirarle el bulto entre las piernas. Una de dos, ó el tipo estaba al palo... ó tenía un equipo de aquellos. El shorcito azul que usaba parecía que iba a reventar en cualquier momento. “Huevos de toro” fue una de las últimas cosas que pensó la chica antes de dormitarse y mientras cruzaba bien fuerte las piernas, un poco por precaución y otro poco porque siempre sentía un poco de placer cuando estaba excitada y apretaba un muslo contra el otro en una especie de masturbación muda, secreta. Se dejó invadir por un sopor agitado y al rato, sin darse cuenta, se quedo dormida con la cabeza recostada contra la ventanilla, fantaseando con el Mario acostado boca arriba en el asiento de cuerina negra, con los vaqueros en los tobillos y la cara de ella entre las piernas de el, chupando, lamiendo y oliendo a su macho.
El tipo la vió de reojo cuando ella le miró el bulto y se sonrió por dentro al mismo tiempo que sentía una oleada de sangre empujándole el sexo contra la tela azul del short. Mientras manejaba con un ojo en la ruta y el otro en el nacimiento suave y blanco de las tetitas de la rubia que se adivinaba por el costado fruncido del vestidito floreado, primero se dio cuenta de que ya estaba dormida y soñando, después y cuando bajó la mirada sedienta hasta las piernas que se refregaban entre si rítmica y casi imperceptiblemente, se dio cuenta con sorpresa de que ella, en sueños ó no, se estaba haciendo la paja. El la miraba y se tocaba el bulto. La miraba y pensaba que porqué no. Era pendejita, si. Pero estaba caliente y en ese momento necesitaba acabar tanto como el. Aunque no fuera con el con quien soñaba...
En la primera fracción de segundo, en el momento de aturdimiento y sobresalto de su brusco despertar del sueño caliente, lo primero que curiosamente sintió la gringa fue no había música. Lo segundo, que el camión se había detenido. Inmediatamente, y ya bien despierta pero sin entender nada, vió la mata de pelo negro y crespo del camionero metiéndose imparable entre sus piernas mientras le separaba los muslos con dos manos como tenazas - ¡ Pará, pará ! -¡Qué hacés, hijo de puta...!!- comenzó a gritar la rubia sintiendo la lengua y los dientes del tipo hincándose todo al mismo tiempo y a voluntad en su entrepierna húmeda con una desesperación que la asustó por lo violenta. El tipo le soltó una de la piernas y, con la misma mano y a una velocidad inesperada, le arrancó la bombacha de un solo tirón mientras gruñía como un animal rabioso y la chupaba como una sopapa. La gringuita comenzó a gritar pidiendo auxilio mientras lo agarraba del pelo con las dos manos y trataba de sacárselo de encima. Las dos cosas fueron inútiles: No había nadie que pudiera escucharla y hubiera necesitado de un caballo para vencer la fuerza desesperada del tipo que seguía lamiendo y sorbiendo como si nunca antes hubiera tenido una hembra entre las manos. El gordo, igual que si las manos de ella prendidas de su pelo no existieran, la agarró de la parte de adentro de las rodillas y de un fuerte tirón la dejó apoyada de espaldas contra la butaca. Se acomodó las piernas jóvenes y largas una a cada lado del cuello para disfrutarla más cómodo y profundo. Al principio, ninguno de los dos se dió cuenta, pero las manos de ella ya no tiraban del pelo para apartar la boca del tipo que se comía su cuerpo abierto como si fuera una sandía madura. Seguía tironeándole el pelo, pero las manos estaban quietas y crispadas. De repente, y sin saber como, ella se sintió ir como en una oleada. Intentó controlar lo que pasaba, pero ya estaba en el punto de no retorno. El orgasmo la atacó con una serie de espasmos violentos y terminó en una contracción, una explosión húmeda, íntima, brutal. Lo único que logró evitar fueron los gemidos. Tuvo el orgasmo mas animal de su vida pero trató, en su ingenuidad, de disfrazarlo de inexpresión. El gordo no necesitaba escuchar para entender. Además, y en la forma que los muslos de la gringuita le estaban apretando los costados de la cabeza, ningún sonido hubiera llegado a sus oídos. Cuando se dio cuenta del estado de la rubiecita pecosa, y sin dejar de lamerla, se bajó como pudo el short azul, se incorporó a medias, le levantó el vestido hasta la cintura, se tomó un instante para mirarle desde los ojos entornados hasta la vulva roja, abierta y húmeda, después y sin la menor resistencia la penetró como un fierro caliente atraviesa un pan de manteca. La violencia lenta de los movimientos del tipo parecía la de un enorme reloj de péndulo. Era un cuerpo oscuro, pesado y poderoso como el de un lobo marino desfogándose sin contemplaciones ni piedad dentro de otro cuerpo, mitad nieve, mitad dorado, joven y hambriento. Y ella con sus uñas le marcaba a sangre la espalda grande y mojada.
Acabaron casi al mismo tiempo, salvo por el orgasmo de ella, que parecía que no iba a terminar nunca como los remezones de un terremoto. En toda su vida se había sentido tan llena y tan vacía. Nunca nadie la había hecho temblar de esa forma.
El camionero se incorporó sin decir una palabra, se subió el short y arrancó. Retomaron la ruta y al rato alcanzaron la estación de servicio. La F100 del Mario estaba en la puerta del barcito. -¿Acá es donde querés que te deje, bebé?- preguntó el gordo ahora si, mirándola con picardía y directo a los ojos. –No, mejor que no, don- contestó la gringuita. Se inclinó hacia el tablero, encendió el stereo y subió el volumen. El Mario, la chata, la estación de servicio y el pueblo estaban cada vez más lejos. Cada vez mas atrás.

Texto agregado el 19-10-2002, y leído por 606 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-10-2002 uau! Qué buenas imagenes usas! marxxiana
 
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