Escuchas “Ahora que está tan lejos...sin saber, hemos sabido querernos, como es debido...” te dedicas un momento, pretendes sea reflexivo. La interiorización que acostumbrabas y que no sentiste ausente, hasta hoy que repasas y resumes, tratando de explicar o justificar tu actual estado. Sientes nostalgia por los eternizantes juegos sexuales, añoras aquel sueño subconsciente de ser progenitor como cualquiera, eso ni tú lo sabías, sino ahora cuando caes en la imposibilidad y te has desplomado.
Era el inicio de la tercera y última semana del curso que impartías al grupo de estudiantes universitarios. Te caracterizaba esa personalidad académica y analista que te permitía seleccionar tus amistades. Proyectabas en discursos seudoideologizantes un impalpable y disimulado reclamo de seres pensantes que alegabas existían y estaban dispersos. Recuerdas tu profundo desencanto hacia la magia y la superchería, eran temas que no merecían siquiera la atención. Jamás alentaste a ninguno en que simulara interés o bien se dejara engatusar con argumentos absurdos del mundo de lo paranormal. El esoterismo es un antimundo acéfalo y nefasto.
Te sentías tan bien al imaginar que de los 80 o 90 pupilos a tu cargo, a dos o a uno, le cambiaría la vida tan solo uno de tus comentarios. Hablabas de la mediatización y de la esclavitud mental y otras vainas, desgastaban las clases, pero también te satisfacían, era la enredadera que te deslizaba por el cenagal. “Más de cien palabras, más de cien motivos para no cortarse de un tajo las venas, más de cien pupilas donde vernos vivos, más de cien mentiras...”
Te volviste un icono de la juventud irreverente. Tus clases eran espontáneas, autónomas y propositivas, se emancipó tu egolatría cuando lo mencionaron tus compañeros de trabajo. Eran recurrentes tus devaneos existencialistas, todas tus creencias y anticreencias, dejabas entrever tu carácter reacio y escéptico ante las llamadas ventajas de la sociedad productiva. Los chavos le apostaban a tu amistad, y no eran cualquier grupúsculo de chavos, eran todos los que habían escuchado tus clases y te llamaban a reunirte en las famosas guarapetas. Aceptaste porque el contacto con ellos te vincularía a los individuos normales y te brindaría experiencias otras, que utilizarías como técnicas de enseñanza.
Las clases eran el medio idóneo en que olvidabas la traición de tu pareja, Isis esa por la que deseaste convertirte en simio. Recién descubrías que la manía de tenerla era más delicioso que un tormento. Y que no disfrutarías de otro laberinto que el de ella, tu ex acompañante.
Eunice interrumpió al cuarto día de haber iniciado el módulo, su actitud humilde y casi implorante te conmovió, con ningún otro hubieses permitido, interrumpir e incorporarse a clases cuando ya tenían avanzado unas horas siquiera. En su argumento dijo que estaba muy deseosa de aprender todo y que la fuerza que le motivaba era más poderosa que la humillación que tenía que pasar para lograr sus objetivos. Calculaste tendría unos veinte o veintidós años, luego sabrías que su edad era de 29.
Eunice ojeaba ligeramente hacia los demás, pero tu eras el foco de atención, su mirada denotaba la misma apatía por el reino de este mundo. Sus miradas, eran aprobatorias o condenatorias cuando tus argumentos caían en excesos; la viste hojear “El hombre unidimensional” de Hebert Marcase.
Eunice derrumbó la primera impresión de niña boba, también te comentó que no era del país, sino que gracias a un intercambio o una beca o algo así, pensaba cursar algunos seminarios de humanística y filosofía, dijo que la última ciudad en la que había estado era Viotá.
Volvías a clases y el salón era amenizado con jolgorios y estrepitosas carcajadas. Aprovechaste siempre los espacios para integrar a tus clases, ensayos literarios, filosóficos y políticos que elaborabas para publicarlos posteriormente. La disposición al grupo era sustentable, pero solo buscabas la aprobación de ella. Te fortaleció que defendiera la postura del autor que examinaban, que eras tú con seudónimo, por aquello de las preocupaciones a que te acusaran de pretencioso.
Te electrizó cuando al final te llamó y te dijo que si Asdrubal Járquin, era tu seudónimo. Adujiste prisa, desviaste la mirada, te apretó la muñeca y dijo: “No te hagas se ve a leguas que es tu estilo.
Se vieron fuera de clases para conversar de manera casi fugaz, te acompañó y te observó comer. Después le ofreciste visitar tu departamento y fueron. Se paseó por toda la habitación, sacó tres ejemplares de tus libreros y prometió devolvértelos.
Tuviste luego vacaciones por tres meses, interrogaste a sus compañeros pero nadie la ubicaba en algún lugar de la facultad, no se apareció siquiera por fatalidad; te empeñaste en reencontrarla, al final lo hiciste. Dijo extrañarte, que si te parecía indiferente, que no te le desaparecieras, dijo: “no vivas en función de el mundo, te cansarás y no hay llave alguna del misterio”. En la cafetería se escuchaba: “A las buenas costumbres nunca me he acostumbrado, del calor de la lumbre del hogar me aburrí...”.
El destierro de los caminos del amor y el celibato que te habías prometido, amenazaba ceder a la tentación de compartir tu esclavizante deseo de envainarse en líos. Las emociones ejercieron su ancestral ritual y pensaste que te necesitaba, que ese pendejismo que te invadía debía de estallar dentro de ella, admiraste su jovialidad y su resolución, admiraste también su liberal actitud, cosa que más te entusiasmó al imaginar lo bueno de la vida cuando entraras en ella. Pero tu falta de pericia en las cortejos te limitaba, supusiste que si evaluaran tus capacidades amorosas de seducción y flirteo, obtendrías calificación reprobatoria.
Al principio rehusaste profundizar en temas significativos, sentías hueva de tener que polemizar lo inmanente e intangible del pensamiento. Recordaste aquel fragmento del que terminaría por empantanarlos: "Uno gusta de escuchar lo que se complace en merecer”.
El silencio asolaba pero lo compensaba tu pluma, los libros y la música. Esa fue tu arma, esa red de palabras que los envolvió e indicó lo fácil del refocile y el retozo. La literatura como mecanismo de erotización en novicios decididos a superarse.
Todavía de vez en vez pensabas en Isis, en la imposibilidad de volver a su lado, en la negación, en el destino infeliz que te hizo vivir. Te enteraste que salía con el Rector de la universidad en que trabajabas, un doctor en Ciencias Ergonómicas y que eran amigos y confidentes de conquistas, le envidiabas más que el poder y el status; a Isis.
Eunice, acudió repetidas ocasiones a la hora de la comida, cuando casi le obligas a probar bocado se hizo la ofendida, muy enérgica replicó. No obstante instó a que satisficieras enteramente tu apetito. Era bonita, usaba lentes, de tez blanca, pelo lacio y corto. Reservada vestía un poco desaliñada, sin importar si estaba o no a la moda. Por lo general usaba jeans, una camiseta y tenis Converse, que servían también para jugar basquetbol.
La naturaleza de Eunice era una lobreguez variable tenía un carácter de combate, discrepancias y desatinos, nerviosa intensidad de interés calificaste su personalidad, le endilgaste el apodo de la carismática rebelde. Constantemente rebatía porque sí, los postulados políticos vigentes y otras teorías sociales. Cuando culminó de leer a un tal Rafael Sebastián dijo: '' En el mundo de las ideas no transcurre el tiempo, ese es mi mundo, e Infinita es mi segundo nombre''.
Te confesó en casi un susurro que realizaba una serie de ejercicios para ser aceptada como ministra en una secta religiosa compuesta por solo mujeres. No le diste importancia, recuerdas.
Te sorprendió los alcances que tuvo cuando dijo ¿Cuál sería la peor infamia que podrías cometer?, mientras se acomodaba en tu recamara, pensaste que si tuvieses dieciocho o siquiera 29 te gustaría ser como ella. La leve concavidad del tórax abarcaban tus suspiros entrecortados, su vientre y el monte de Venus circundando el trazo más oscuro, el más flotante de su cuerpo. Un enjambre de luciérnagas, tus besos prolongados, divagantes y periódicos. Te perseguía la tonada de: “noche maquillada como una maniquí, noche perfumada con patchulí...”
Presentaste después diálogos trascendentales, académicos medio filosóficos, exigías que demostrara que no era mortal, que volaba, tendría que demostrar con el sudor de sus partes su pretendida abstracción, su figura mágica realista, casi imposible.
No la amaste casi al principio, podrías jurarlo. La sinapsis o la simbiosis eran tus ansiadas experiencias y sin embargo le bailabas a su estampa. Escrupulosamente aceptaste las condiciones que te sugirió, para las subsecuentes cópulas, aunque con extrañeza porque significaba un desdén al método. Inquiriste la razón de invertir el orden, pero tus pudores se esfumaron cuando conociste los deleites de esa entrega, te dejaste guiar hacia la cueva más estrecha, el suplicio placentero. Siluetas fornicantes, competían un juego de elasticidad, figuraban máquinas oscilatorias. Avanzabas por un túnel que literalmente engullía. Una parte de tu ser partía.
“Demasiado furor” y “La inconciencia de la sabiduría” fueron dos cuentos que en su nombre ensayaste, en los cuales plasmabas las lecturas viscerales de esa relación tierna, lujuriosa, relación viva. Fue precisamente cuando buscabas noticias sensacionales para tu próxima historia, en una de esas visitas a la red de redes que te sumergiste en un mundo místico, comenzaste curioseando, viste cosas extrañas y absurdas que te parecieron chistes: reportes de seres con deformidades, típicos y novedosos, sin darles mucha credibilidad, te interesó una alarma en diferentes ciudades latinoamericanas, en las que tu habías vivido. Río de Janeiro, Mar de Plata y Aracataca donde como salido del infierno el caso de nueve hombres que en el transcurso de seis meses con intervalos de cuatro a seis habían perdido su capacidad de reproducción y la de copular debido a que se quedaron sin órgano sexual, según los afectados era cosa diabólica de una chica que les succionó ese pedazo de su ser. No eran arrancados, simplemente un día desaparecía. Se creía que muchos eran los casos que se desconocían y que o bien el estado se negaba a difundir o eran los propios afectados que se resignaban a no darlo a conocer por vergüenza.
Tratas de rescatar fragmentados recuerdos del inicio del tortuoso camino, tu colisión, tu hecatombe personal...Padeces angustia, adviertes el sentimiento de vacío e ingravidez mental. Tú, el que se negó el llanto, no pensaste conmiserarte por algún motivo. Recuerdas tu sueño en que tu sexo era una flor abierta, la ocasión que descubrías que era muy normal que todos éramos hermafroditas. Esa misma mañana al acudir al mingitorio te empapaste, porque no estabas dispuesto a sentarte a la taza.
Comienzas imaginariamente a articular movimientos oscilatorios de cada extremidad de tu cuerpo. Jamás imaginaste en que grado o porcentaje mermaría, no solo tus impulsos concupiscentes, sino también el tamaño de tu miembro viril.
Te circunda aún el humo del incienso que utilizaban mientras sus cuerpos erraban zigzagueantes hasta el colmo. El aroma y el sudor de Eunice te acompaña, te desmenuza el cerebro, no atinaste a suponer que este momento llegaría, te agobiaba a un principio reconocer que disminuía tu tamaño pero creíste que era extenuación. Después no hubo duda.
Ahora a donde irás, ni como denunciarla, no es delito quedarte tunco de ahí, o como comprobarías que ella es la causante. Tu depresión sigue, escuchas a Sabina “Ahora que explotan los ojos, que miran las bocas...”
Ahora, en este presente, unipolar y elíptico recibes la llamada del Rector, tu amigo, el que tiene de amante a Isis, te solicita que te presentes al trabajo que ya basta de parrandas y también te manifiesta que la llamada es para enfrentarte y revelarte que él sucumbió a los encantos de una alumna tuya, de nombre Eunice.
|