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Inicio / Cuenteros Locales / antonima / “Algo” para aplacar “eso”

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Todo comenzó hoy en la mañana. Aunque se gesto ayer. Bueno, en realidad podría decir que es la misma historia de siempre. Pero en realidad ¿Qué más da?
Los hechos fueron los siguientes:

Hacía unas pocas semanas había tocado fondo. Pero fondo, fondo. Al extremo de cortar mis manos con un corta cartón barato. Es cierto que eso había sucedido ya antes, empecé a hacerlo como a los 14, tal vez por el dolor que implica el crecer. Pero esta vez fue distinto, antes lo hacía con cierto temor, como con respeto, ahora era con convicción. Aunque los trazos en mis venas seguían siendo casi un chiste. En realidad no quería morir desangrada, porque no tenía el valor para enterrar sin conciencia el filo en mi carne pálida. El asunto era expresar.

Supongo que esto de estudiar filosofía sin hacer algo artístico para expresar la angustia a la que me conlleva la incertidumbre, me ha conducido a tatuar cicatrices en mi piel. Pero esas cicatrices solo las veo yo, y ahí esta el problema, creo, sigo sin expresar nada. Por eso ahora escribo.

Después de unas idas dónde Darío, logré conseguir dos cajas de válium y un certificado médico válido por todo el mes de Octubre para justificar, por un cuadro ansioso depresivo, todas aquellas veces que el miedo me impedía salir de la cama. Pero “eso” seguía en mí. (Creo que jamás se irá)

Desde aquella vez a los 16 que comencé a tirar el prozac escondido con la espuma de la pasta de dientes, juré que no volvería a tomar remedios para “ser normal” porque con ello solo me remitía a un vacío espantoso, disfrazado de sonrisas estúpidas. Parecía un político de derecha en su campaña electoral: metida en el epicentro de la miseria humana con una sínica sonrisa de oreja a oreja, lista para la foto.

Pero esta vez, vaya a saber porqué, decidí que era una buena idea tomar los remedios. Tal vez definitivamente me había rendido. El asunto es que estuve durante dos días tomando media pastilla al desayuno y media a la hora de dormir. Y al tercer día el sueño me venció y nuevamente dejé de asistir a clases. Entonces, reduje la dosis sin decirle a nadie y anduve un poco mejor.

Ya no recuerdo porqué deje de tomarlas, en el fondo siempre es por la misma razón, pero el caso en concreto ha pasado a mí olvido. Lo único que les agradezco esta vez es porque pude dormir como nunca lo había hecho. Después de tantos meses de insomnio.

Y sin ninguna explicación, después de dos meses, todo ha empezado a mejorar. Es esa dialéctica, insoportablemente necesaria, la que me lleva a vivir sobre un carro de montaña rusa. Subiendo y bajando por los rieles de la apatía y la euforia.

Ahora, todo me parecía tan digno, todas las lágrimas necesarias, todas la cicatrices amables, todos mis actos justificados. Claro es que también comencé a caer en cuenta de todas las cosas “indignas de una señorita” (como diría mi mamá) que había hecho, de todas los escándalos bajo el efecto del alcohol que había protagonizado, de toda la droga que había metido en mi cuerpo, de todos los insultos que habían escupido frente a esas falsas amistades que me apoyaban con la espalda y de las veces en que deje a tantas buenas personas esperándome vanamente en el metro para conversar sobre mi vida en algún café perdido.
Como sea, comencé a “deber ser” nuevamente, pero esta vez convencida de que eso era lo correcto. Entonces pesqué el teléfono y arreglé todos los asuntos pendientes, me excuse a destajo, retome los abandonados estudios y rearmé mi rutina en un par de semanas. Solo deje inconclusas dos cosas, que aún continúan sin solución:

Disculparme con mi amiga Karina porque la había dejado esperando en uno de mis momentos mas críticos. Recuerdo que aquel Viernes íbamos a juntarnos a conversar con el pretexto de fumarnos algunos caños de verde, que yo debía comprar. Pero sin explicaciones apague el teléfono y me quede en la universidad tomado cerveza con mis falsas amistades hasta que el alcohol me hiciera sonreír. Después de varias semanas en que decidí esconderle la cara iba en el metro tarde a clases, tenía prueba de filosofía contemporánea y no había estudiado. Aquel día andaba perdida entre las luces del túnel intentando aplacar las ganas de escapar, pensando en lo fácil que resultaría bajarme en la siguiente estación y simplemente saltar al riel. Claramente jamás me habría atrevido. Creo que los pensamientos suicidas son especies de corroboraciones a mis ganas de vivir, a mis ganas de ser a pesar de la carencia de motivos verdaderos.

Sumergida en esos pensamientos de pronto volví a la realidad: era ella que se acercaba a mí. No sabía si reír o llorar. Simplemente la escuche, así, con cara de “aquí no ha pasado nada”. Ya no recuerdo lo que hablamos, solo se que las excusas taparon mi boca y que ella no las aceptó. Lo único que recuerdo con exactitud es la siguiente frase: “No entiendo porqué te gusta estar con la gente que te daña y a los que te quieren, los dañas tú”. Desde ese día antes de dormir siempre pienso en ello, se ha transformado en mi única plegaria. Desde ese día de Octubre que no hemos vuelto a hablar.

El otro asunto que aún no he solucionado es con mi papá. Pero a eso no me he de referir. Creo que falta mucho tiempo todavía para ver con claridad, con distancia y sin dolor los hechos.

Como ya lo decía, toda mi vida volvió a su excesiva normalidad. Me costó poco armar todo el teatro que me circunda constantemente y hasta podría decir que las ruinas de mi existencia quedaron más sólidas que antes del terremoto.

Ya han pasado algunos días de todo este reconstruir y deconstruir. Sin embargo “eso” sigue ahí. El equilibrio superficial creo que es necesario. Pero falta en mí esa pasión por la que podría morir. Tengo un entorno estable, pero no tengo agua con qué regarlo. Estoy seca y veo cómo día a día avanza el desierto acabando con todo aquello que encuentra a su paso.

Hace un año que maté a Dios alimentándome de su cadáver. Hace 19 años que nací y no he cesado de hacerme preguntas. Hace 2 años que asumí, que las respuestas he de arrancarlas de la tierra con mis propias manos, para conformarme con verlas morir entre mis dedos.

En los momentos en que estoy sola, siempre escucho la misma canción que comienza con un ¿para qué todo esto? Y termina con un ¿para dónde voy?.

Ayer, 17 de Noviembre, decidí ir a marchar contra Bush mientras hacía planes para salir a tomarme un trago con mi prima Maureen. Llame a una amiga, la Javiera, y acordamos que ella me llamaría para salir en la mañana a la plaza de Almagro donde comenzaría la manifestación.

Finalmente no salí con mi prima y me quede escribiendo, pero luego lo borre todo y fui a buscar una película para compensarme. Recuerdo que me sentí bien, al menos haría algo: la marcha. Aunque solo aquellos mas cercanos a mí lo supieran, aunque en el Tibet, nadie supiera de mi existencia, al menos haría algo. Aunque todo terminara en violencia y desmanes, entre bombas de gas y guanacos, entre escolares rebeldes rompiendo paraderos de micro, entre un escape triunfal donde yo saliera ilesa, al margen de los destrozos, aunque después llegara a mi casa y usara todos los productos de Norte América, aunque llegara a contar mi experiencia por msn, aunque luego de todo esto me tomara una coca cola, aunque hubiera corrido con mis zapatillas converse, al menos habría hecho algo. Eran las 4:20, la película estaba a media hora de terminar pero el sueño me venció, entonces apague la TV, puse a cargar mi celular, deje el cenicero en la ventana y me dormí.

Desperté a las 12:30 y aún no llamaba mi amiga Javiera, pero no perdía la fe. A la 1:30 me llamo para decirme que fuéramos. A las 2:00 me llamo para decir que no iría porque le dolían los ovarios.

Entonces se me calló el mundo y el llanto golpeaba mi pecho para salir. Pero no lo dejé. A veces me asusto al pensar en qué he llorado tanto, tanto, en mi vida, que algún día cuando en verdad lo necesite, no tendré más agua salada para botar por mis ojos. Es que llorando se me alegra la vida, pero riendo también. Llorar con ganas es como reír con ganas porque a la larga las dos me liberan de “eso”.

Con un elefante de frustración sobre mi ánimo me senté frente al computador. Entonces, llegó mi mamá. La he visto muy poco desde que vinimos a vivir dónde mis abuelos. Siempre ha sido una mujer trabajólica, pero no por gusto sino por necesidad. Había vuelto de una reunión sobre la naturalización del parto, después de almuerzo partiría a otra de medicina alternativa. Pareciera ser que ha encontrado un Norte en el mar de puntos cardinales. Eso me alegra harto porque creo que le hace bien. Aunque su Norte implique que nuestras conversaciones familiares se hayan reducido a los cinco minutos en que ella me pone agujas en las orejas para el ánimo y otras cosas.


Ella me dio un beso en la cabeza y se disculpó porque ayer se había olvidado de llevarme dónde mi prima. Me dijo que hoy me llevaría dónde quisiera. Y yo llena de frustración le mandé un par de insultos mientras las lágrimas y los mocos se me escapaban de la expresión. Ahora, mientras lo recuerdo, río. Es como una risa de vergüenza inocente. Lo que sucede es que siento como si tuviera 5 y pienso como si tuviera más.

“¿Cuántos más?” -Pienso ahora- “¿Qué importa?” - Pienso en seguida-.

Tuve que bajar a almorzar con mis dos abuelos, mi hermana y mi mamá, los que vivimos ahora en esta casa. Pero estaba desecha y no quería estallar en la mesa, era algo vergonzoso que me vieran llorar, pero no es porque me avergüencen las lágrimas sino porque habría pasado algo así:

Abuela: “¿Porqué llora chiquitita?, ya, vaya a lavarse la carita y sientese a almorzar.”

Yo, me habría parado y mientras tanto mi mamá le habría preguntado a mi hermana qué es lo que me paso. La Fran le habría dicho que mi amiga Javiera me dejo plantada y que por eso no había ido a la marcha entonces, mi abuelo habría dicho que eso era bueno que qué iba a ir a hacer yo con todos los rotos. Qué no correspondía que anduviera metida en esas cosas, que eso lo hacen las personas que no piensan. Y yo justo habría llegado mientras él decía una sarta de cosas similares. Lo más probables es que me quebraría otra vez pero me contendría para rebatirle sus argumentos deshumanizados y mi hermana se me habría unido pero luego las dos hubiéramos discutido y mi mamá apoyaría los argumentos de mi hermana diciéndome con esa tierna ironía maternal que yo era un poco extremista. Luego de unos minutos de silencio mi abuela habría dicho algo así: “Moniquita (A mi mamá, con la “a” final sostenida) ¿supiste que Fernandino llego de Brasil ayer?” Y la conversación sobre mi llanto habría finalizado.

Para evitarme el denigrante momento preferí sentarme en el sillón y calmarme. Mientras mi mamá, mi hermana y mi abuela se paseaban de un lugar a otro llevando los platos, las bebidas, las aceitunas a la mesa dónde esperaba mi abuelo. Sé que en sus paseos me vieron y sé también como me omitieron. Nadie mencionó ninguna palabra sobre mi silencioso llanto. Entonces, pensé con tono solemne en lo similar de las situaciones. Por una parte estaba en mi país Bush y tantas personas reclamando en vano por su modo de ser. Por otra parte estaba mi familia deshumanizada y yo llorando por su forma de ser. Ni yo ni los manifestantes lograríamos nada.

Me senté en la mesa y comí carne con tomate y lechuga. En realidad no tenía hambre, pero comí rápidamente para levantarme luego. Mientras cortaba la carne contemplaba la opción de dejar de comerla nuevamente. Entre los 16 y los 18 no comí ningún poco de carne, mas allá de todo fundamento era por una necesidad de nadar contra la corriente. Eso era lo que ahora necesitaba: “Algo” para aplacar “eso”.

El tema del almuerzo fue el siguiente: Mi abuelo expresó su disgusto contra mi tía política (la esposa de mi tío Fernando, que antes mencioné) porque siempre que venían a Santiago (Ellos son de Rancagua) viajaba con toda la familia. A mi abuelo le parecía una mala opción porque en caso de un accidente todos morirían. En cambio, si solo viajaban los justos y necesarios, los implicados en el viaje, morirían solo ellos si el auto llegaba a chocar. Eso para él, era lo justo. Mi abuelo le planteó esta situación a mi tía y ella le había dicho que prefería eso; morir todos juntos antes de dejar a la familia separada. Pero para él resultaba insólito que ella decidiera por la vida de los otros.

Mi hermana y mi mamá lo rebatieron. Le dijeron que no podía ser tan paranoico, que cómo iba a dejar de estar junta la familia, siendo que no pasan mucho tiempo juntos, por ponerse en supuestos especulativos paranoides. También dijeron que si tenían la posibilidad de morir juntos era mejor así.

Todo esto terminó en la retirada de mi abuelo aludiendo de forma sutil su desacuerdo y mi abuela luego de eso hizo un comentario sobre su partida. Pero no hubo mayor polémica, solo pasó, y todos continuamos.

Terminó el almuerzo y mi mamá se paró y se fue a su reunión. En la sobremesa quedamos mi hermana, mi abuela y yo. Ella aún no terminaba y yo me senté, en los peldaños de la terraza dónde sucedido nuestro almuerzo, a fumar, mi hermana continuaba en su lugar también fumando.

Hubo un largo minuto de silencio, de esos que no se acaban nunca, pero no era un silencio incómodo, era muy hondo, en él nos perdimos todas, como sumergidas en nuestra propia existencia. De pronto, casi sin quererlo, pregunté: “¿Qué habrá después de la muerte?”. Pasaron algunos segundos. Luego saltó la teóloga que lleva adentro mi abuela diciendo que ella se imaginaba que al morir vería a Dios. Y yo le pregunté que si ella creía que Dios nos contaría esos misterios que en vida jamás podremos saber cómo la existencia de los extraterrestres, o quién hizo las pirámides de Egipto, o qué paso con los Mayas, o cómo se puede ser tres personas a la vez. Ella dijo que sí, pero que no lo explicaría, que al morir y al estar frente a Dios entenderíamos todas esas cosas. Mi hermana habló sobre sus teorías de la muerte, ella dijo que le parecía que esta era un principio de otra cosa. Cómo si la muerte fuera parte de la vida, una etapa más.
Luego pregunté qué parte de nosotras sería aquella que trascendería. Mi abuela dijo que la mente, luego reparó que el alma. Mi hermana habló sobre los 21 gramos. Dicen que cuando las personas mueren les sale un humito blanco medio transparente del cuerpo y que pesan 21 gramos menos de su peso original.
Mi abuela además dijo, casi a modo de confesión secreta, que ella imaginaba que después de la muerte iría a otra galaxia, iría a las estrellas y a las constelaciones. Mientras la Fran comentó algo sobre la muerte que me dio temor. Ella dijo que pensaba que las almas en pena eran aquellas que murieron súbitamente. Como ir en el metro y que explote una bomba justo debajo de tu asiento. Morirías sin saber jamás qué sucedió. En cambio las personas que morían más progresivamente, era cómo si al final se entregaran a la muerte al momento de fallecer, como si fueran conciente de ella.

No dejaba de pensar en lo exquisito que sería morir algún día. Siempre había sentido un grado de horror respecto a ello. Pero esta vez me invadía una curiosidad. Sentí ganas de morir para saber qué había después. Pensé en qué diría mi mamá si yo le escribiera una carta que dijera: “Me disparé porque quería saber qué había después. No sufras, fue por simple curiosidad.” ¿A caso sería menos terrible?. Bueno, eso no lo podré saber jamás.

Cuando ya se había agotado el tema sobre los trasmundos, para cerrar, dije que si moría quería ser cremada y arrojada al mar. Después dude, tal vez era mejor el bosque. Luego insistí en el mar, ahí quería estar. Ser parte de él porque me daba un poco de temor. Así como para enfrentarlo. Eso sí era de suma importancia que me cortaran las venas antes de cremarme porque sería algo espantoso despertar dentro del incinerador. Había que ponernos en el supuesto de que podría tener catalepsia porque de parte de mi abuela paterna tengo antecedentes familiares. Aunque sea algo improbable, no quería correr riesgos.

Mi abuela habló del mausoleo de la familia dijo que sus cenizas ocuparían poco espacio ahí y mi hermana dijo que a ella no le gustaría que se la comieran los gusanos. A mí también me dio asco. Pero después dijo que no era tan malo en realidad porque era algo natural. A mí me da asco todavía.

Comenzamos a sacar los platos de la mesa y llevamos las cosas a la cocina. No se qué bicho me había picado pero me puse a lavar loza (nunca lo hago, nunca hago nada de esas cosas, ni mi cama). Hice harta espuma y jugué un rato con ella, después abrí el agua bien fuerte para que me salpicara en la ropa. Lave todos los platos, los cuchillos, los vasos, las ensaladeras, las tasas del desayuno, los platos de servilleta, y todo cuánto encontré. Terminé empapada y sonriendo.

Me iba yendo al computador, a ver qué podía hacer, dónde podía ir y todo eso. Necesitaba salir. Entonces vi un cuchillo enorme para cortar la carne que estaba en el mesón de la cocina. Me dio lata ir a lavarlo pero si ya había lavado tantas cosas no me costaba nada. Lo pesque y estuve ahí mucho tiempo. Lo miré varias veces, lo tomé en mis manos, imagine cómo sería matar a alguien, qué se sentiría. ¿Qué sentiría un militar en la guerra? ¿Qué sentiría alguien que está sentado en la silla eléctrica?. Luego mis principios morales comenzaron a desvanecerse. Pero aunque no supiera porqué era importante el derecho a la vida de cada uno, esas eran las reglas, al fin y al cabo. Es curioso saber que nadie tiene la razón, nadie tiene verdad, nadie puede decir qué es lo bueno y lo malo porque eso no existe. Solo existe porque nosotros lo hemos determinado así para vivir en “sociedad”. Por eso cuando empecé a preguntar ¿porqué lo malo era malo?, nadie supo darme respuestas y tuve que estudiar filosofía para darme cuenta de que no puedo darme cuenta de nada.

A veces me gustaría ser un animal más, creo que son los más razonables porque no se creen mejores a nada ni peores que nada. Para ellos esos inventos no existen porque jamás debieron existir. Ellos no buscan un Dios, ellos no se creen distintos a la realidad. Ellos son en el mundo, no sobre el mundo ni desde el mundo. A mí me gustaría ser realidad y no creerme mejor porque tengo una capacidad enfermiza de crear armas y destruir la naturaleza. Me gustaría ser un león, para matar y no sentirme culpable por ello. Me gustaría ser venado, para que me comiera un león y no vivir como alma en pena por ello. Me gustaría ser. No deber ser. Cómo si las leyes de la naturaleza fueran las mías, porque así funcionan las cosas. No como los humanos creemos que funcionan. Eso es un invento. Un invento que a personas como yo nos lleva a engendrar “eso”.

Antes de terminar es preciso que quite de mis pies estas zapatillas, que quite de mi cuerpo esta ropa ajustada y suelte el moño que amarra mi pelo. Que baje las escaleras y abra la puerta del patio, que pise el pasto aunque hayan ramas que me pinchen. Que me acerque al nogal y abrase su tronco fuerte contra mi pecho, que apoye mi frente en su madera, que respire hondo como si se acabara el aire. Que se dibuje una innata sonrisa en mi rostro. Que permanezca ahí, siendo, estando. Que me fusione y todo sea lo mismo. Luego volveré y terminaré esta larga historia diciendo probablemente algo así: “Mientras, habré de vivir aplastada frente al margen rojo de la hoja cuadriculada que me aprisiona, cavando con una cuchara un hueco entre las montañas, buscando un espacio para existir, porque mi único sentido en esta vida es, vivirla.”

Texto agregado el 19-11-2004, y leído por 200 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-11-2004 Chiquita, lo mejor de esto, sin quitarle ciertas valías, que las tiene... es que te has quedao descansando. Seguro cuando acabaste respirabas mejor... Un besote, ha sido una experiencia. nomecreona
 
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