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Entre las tantas imágenes que atesoro de mi niñez, sobresalen las que adquirí entre los peones del fundo El Paso; donde sobresalía el octogenario Loncopillán, que en su lengua nativa significa “Cabeza de Diablo”; nadie del sector lograba resistir su fealdad a menos de tres metros, y tampoco nadie oía sus relatos sin sobresaltarse. Al parecer, el viejo gozaba narrando historias o leyendas espeluznantes y privando del sueño a sus oyentes. Mi condición de mocoso de diez años no me dejaba exento del terror que colectivo que, cada noche que a él se le ocurría, dejaba caer hasta la puerta de su ruca.

Una tarde de verano, cerca de la oración, cuando Marylén y yo jugábamos por los alrededores de la casucha habitada por el anciano, Loncopillán salió a su puerta y nos llamó con insistencia; al llegar a su lado, nos dijo en voz baja, y mirando receloso en varias direcciones, que necesitaba contarnos una historia real, nunca antes referida a mortal alguno, por miedo a que la deformaran, como lo hacían siempre; Marylén era una preciosa morena de ocho años y poseedora de unos bellos ojos negros, que ya a esa edad me traían por las cuerdas, ella tomó asiento bajo un frondoso roble, y yo me acurruqué a su lado, por si me daba miedo durante el relato. El añoso cuentista se remontó a los principios de siglo, cuando él entraba en los catorce años de edad; que debido a las malas juntas se emborrachó en tres oportunidades, y su madre molesta lo arrastró hasta la Machi del lugar, para que con sus pases mágicos lo alejara del vicio; tras explicar a la vieja e extraña mujer la razón de sus visita, desnudaron y ataron al joven a una muralla interior de la ruca; la méica encendió ramas de canelo produciendo una gran fogata a los pies del enfermo, acomodó un caldero con agua e introdujo raíces, hojas y hierbas, al hervir la pócima, el vapor hizo difícil la respiración y , con una rama de quillay, la machi comenzó a lacerar el cuerpo inerte, hizo una seguidilla de pasos y de bailes ancestrales, al tiempo que gritaba palabras inconexas. Tres días tuvo que soportar esa sanación el joven ebrio en los que no se le permitió comer ni beber; finalizado el rito pagano, antes de autorizarlo a retomar su vida normal, la Machi sentenciosa, le dijo: “Si vuelves a tomar alcohol, en cualquiera de sus formas, serás tan dañado, que hasta tu sombra pagará tus culpas. Puedes irte, no quiero verte regresar; con el trabajo que te hice, no habrá poder bajo Antú que deshaga mi magia”.

Durante cuatro años Loncopillán fue perseguido por el terror que le produjeron las palabras de la Machi. Hasta que un mal día, cansado de soportar las bromas que le hacían los mocetones del poblado por no atreverse a tomar licor, se puso a beber aguardiente con ellos, demostrándoles su hombría y su desprecio por las maldiciones de la bruja. Loncopillán resultó ser el único de la aldea que no se emborrachaba, pese a tomar litros y litros de aguardiente o vino.

Tras una larga noche de cahuín, donde corrió trago para bañar yeguas, Loncopillán llegó a su solitario aposento – sus padres habían muerto hacía poco – y, mientras distraído recalentaba unas pancutras, vio que lentamente su sombra se fue separando de su cuerpo hasta quedar de pie a su lado. La sombra tomó un plato y se sirvió una porción del guiso; tal fue la impresión del joven, que con la boca abierta terminó sentado en el suelo; al reponerse de la monstruosidad que estaba presenciando, se puso de pie nuevamente y apresurado llenó su plato, antes que la sombra terminara con el contenido de la olla; cuando pasó a la mesa, la sombra se ubicó en la silla que daba a la ventana, dando inicio a un rápido engullir sorbeteado, dio ocho cucharadas, se acomodó sobre los codos y se durmió. Desde su jergón, Loncopillán contempló a su oscuro otro yo en un profundo y reparador sueño; con esa primitiva sabiduría de los pueblos, el mapuche tomó lo acontecido con tranquilidad y, resolvió no preocuparse por lo que no podía solucionar. Como a la mañana siguiente su existencia continuó igual como si nada hubiese ocurrido, dio por superado el incidente.
Esa noche, ebrio nuevamente, cuando envuelto en su viejo poncho se dirigía a casa, vio su sombra reflejada en el suelo: ella iba sin el poncho y con un chal alrededor del cuello. Arribando a su destino, la sombra entró directo hasta el camastro, se metió bajo éste y desapareció; a medianoche, Loncopillán despertó sobresaltado por los fuertes ronquidos que salían desde debajo de su cama. Antes de aclarar el nuevo día, el joven mapuche se levantó a tomar agua, la sombra se puso en movimiento varios centímetros más retardada que el sediento, llegando a la mesa, tomó una manzana y la engulló; al regresar el joven al lecho, la sombra se deslizó ágilmente y ocupó todo el estrecho jergón, no quedándole otra alternativa, el joven se resignó a dormir en el suelo.

Miles de situaciones como éstas fueron repitiéndose por espacio de seis meses, hasta que el futuro viejo Loncopillán apreció, con angustia, que su sombra se veía cada día más delgada, más encorvada y pequeña, si hasta le pareció verle arrugas.
A estas alturas del cuento, Marylén estaba aferrada a mis dos manos y su cabecita reposaba sobre mi hombro; qué sensaciones más maravillosas sentí en este estrecho contacto con la muchachita de mis sueños; si mis aterrados oídos no hubiesen estado recibiendo esas terroríficas andanzas de la sombra, todo habría sido idílico.

Cabeza de Diablo continuó con su espeluznante relato: Una fría noche de agosto, en la que el joven y su acabada sombra volvían a la humilde choza, la mancha oscura e informe lo hacía bastante rezagada y tambaleándose que daba pena..., al entrar el mapuche en su domicilio dejó la puerta abierta y se sentó a esperar a su hostil y retrasada amiga; la sombra después de entrar, dio un tremendo portazo al tiempo que exclamaba: “Tú, eres un malvado, me has convertido en un guiñapo, pobre y estúpido mortal. Si esta vida me tocó vivirla como una sombra, es porque mi vida anterior la desperdicié siendo un perdido y un ladrón, más nunca pensé encontrarme con un alma peor de lo que yo fui. En el código de las sombras se me está permitido abandonarte si recibo malos tratos, por eso te doy el aviso: desde este momento quedas sin mi compañía, vagarás por tu inútil existencia sin una sombra. Yo, por mi parte, iré a refugiarme a una oscura y perdida gruta a esperar que mueras, para así, entrar en la redención con la cara en alto”. Tras otro portazo de despedida, salió a la negra noche y se perdió en ella.
Entre tiritones que iban y tiritones que venían, el ebrio se quedó con la mente en blanco; enjugó su abundante sudor y lloró con amargura. Luego de horas, cuando recuperó la sobriedad, de nuevo con su sabiduría popular, llegó a la conclusión de que la sombra no podía abandonarlo ya que había nacido con él y con él moriría; resuelto el problema sombrístico, según creyó el joven, tirose en el camastro y se durmió.
A la mañana siguiente, con espanto, comprobó que de su sombra no había rastro alguno; ocupó las veinticuatro horas del día buscándola en los recovecos de la casucha; el día subsiguiente, revisó de nuevo, cada bártulo, ropas de cama y de vestir: de la sombra no había rastro alguno. Paralizado por lo acontecido, no se atrevió a salir de la ruca por temor a que los lugareños notaran su nerviosismo y la ausencia de su sombra. Pasó una semana; hasta que a la octava noche vino a visitarlo su primo Lemú, quien venía a comunicarle que el tío Traro estaba agonizando y que quería verlo con urgencia, el joven sin sombra trató por todos los medios de negarse mas, tanto insistió Lemú, que se vio obligado a acompañarlo a casa del moribundo; varios familiares estaban reunidos en la entrada y cabeza gacha , entre sollozos, musitaban oraciones ; Loncopillán hizo las reverencias correspondientes y entró directo al dormitorio del anciano. Su tío lo observó entre los últimos extertores y balbuceó incoherencias. En esos momentos , al joven se le ocurrió la mejor de las ideas imaginables; descorrió las ropas de cama y se acostó al lado del sufriente, apoyados espalda con espalda, rezó como nunca antes lo había hecho, con un fervor casi místico, rogó por la muerte fulminante del tío y una feliz redención para él; los espasmos y un rugido gutural le avisaron la fuga del alma penitente. Se dio vuelta y pudo comprobar el rictus de la muerte que, en sí, significaba su salvación; de un salto el alborozado joven se puso de pie, se colocó contra la ampolleta que colgaba en medio de la habitación, miró a su espalda y, con alegría comprobó que otra vez tenía una sombra. Comunicó a los familiares el deceso del tío, dio los pésames correspondientes y salió corriendo y jugando por el camino; admiró a su nueva sombra por muchas horas. Antes de dormir rezó con fervor al dios Antú, pidiéndole que lo dejara conservar esa sombra, y él, a su vez, se comprometía a no beber nunca más en su vida.

Al término del relato, Maylén y yo mostramos cara de espanto, pero también de incredulidad..., entonces, Loncopillán se puso de pie, extendió sus brazos y giró lentamente. Con estupor pudimos comprobar que la sombra que se reflejaba en la tierra no correspondía a su cuerpo, el rostro que aparecía en el suelo tenía un perfil aguileño y era mucho más gordo, en la boca sostenía una pipa y.. en su cabeza destacaba un sombrero alón que Loncopillán no tenía.

Texto agregado el 19-11-2004, y leído por 159 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-04-2005 Bello relato peñi. Hubiera sido superior, si le hubieras dado la palabra a Loncopillan, los relatos de ese tipo, provocan mayor suspenso cuando son contados en primera persona. más comentarios étnicos en su libro de visita. Pewkayal NEWEN
 
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