EL ROSECO.
De mirada huidiza enmarcada en un rostro con una cerrada barba oscura, casi negra, que ocultaba una piel seca y granujosa, el Roseco - apodo por el que era conocido - acostumbraba a aguardar a sus víctimas las noches de luna nueva amparado por las sombras de alguno de los oscuros callejones que cruzaban, en los extramuros de la ciudad, el camino de las carretas, prolongación natural del callejón principal - el de Las Agustinas - que, entre álamos, se extendía hacia el poniente para entroncar con el camino a Valparaíso.
El Roseco tenía buen ojo para elegir, o quizás era el azar el que ponía a su alcance a los más débiles o desprevenidos. No atacaba a sus víctimas sino era con ventaja y por sorpresa, a las que se acercaba, simulando una pronunciada cojera, a implorar una limosna. Cuando el viajero generoso se inclinaba para extraer desde su alforja algún real como dádiva para el lisiado, el Roseco, a traición y a mansalva, hundía, en la espalda de su benefactor, el afilado puñal que traía oculto entre sus harapos, y allí, desprovisto de todos sus bienes de valor y de su propia vida quedaba el cadáver, a la intemperie, expuesto a la voracidad de cerdos y de ratones que campeaban por el lugar.
Habitualmente, tras cometido un crimen, eludiendo a las patrullas policiales y de serenos, se deslizaba por las desoladas calles del Santiago colonial para enfilar, finalmente, por la de La Compañía de Jesús hasta llegar a la que fuera, en sus orígenes, el cañadón del conquistador Diego García de Cáceres, y en la confluencia de ambas vías, en la esquina nororiente, desaparecía en medio de unas zarzamoras que ocultaban un viejo murallón, medio derruido y agujereado por el tiempo, por uno de cuyos forados ingresaba hasta su vivienda - un rancho de madera revocada con barro y con un magro techo de paja - junto a la cual un delgado tronco hacía de perchero, en el que colgaba su manta y su chupalla.
A pocos metros de la choza, atada al desmirriado tronco de un árbol nuevo, siempre le esperaba su yegua, una jaca de oscuros y desordenados crines - su más preciado tesoro - que mordisqueaba eternamente la mielga que crecía en el lugar.
Sus pocas amistades, rufianes como él, lo conocían solo por su apodo, el Roseco, y así lo llamaban, aunque a sus espaldas se burlaban del sobrenombre. En su ausencia al aludirlo se referían a él como “El Reseco”, por lo apergaminado de su rostro. Dicen que las sílabas que componían su alias obedecían la primera al nombre, la segunda a su apellido paterno y la tercera al materno, aunque bien vale la pena aclarar que jamás se le conoció padre alguno, pese a que él siempre alardeaba, entre su círculo de allegados, que era hijo de un soldado español, de encumbrado linaje, que había muerto heroicamente al servicio del rey, combatiendo a los mapuches en la frontera del Bío-Bío. La historia de sus orígenes, oralmente trasmitida hasta nuestros días, ya transformada en leyenda, no tiene ninguna base de sustentación que la confirme como verdadera.
Para las patrullas policiales, sin embargo, encargadas de la seguridad - a cuyos oídos habían llegado los rumores que atribuían, a los que todos conocían solo por el Roseco, la responsabilidad de los asesinatos que desde hacía un tiempo venían sucediendo en forma recurrente en algunos sectores de la capital y cuya característica común a todos ellos era el apuñalamiento por la espalda de las víctimas - era simplemente “El Malandrín” o El Malandra”, o “El Pelacaras”, como preferían nombrarlo los alguaciles puesto que, copiando a las bandas de salteadores rurales que asolaban los llanos de Maipú, los cerros de Teno o los valles de Quillota, descueraba el rostro de sus víctimas para dificultar su reconocimiento, retardando de esta forma las investigaciones.
Para suerte del Roseco aún no aparecía, en el horizonte policial, la recia figura del legendario Capitán Ramón Trizano - punto de origen de las fuerzas policiales modernas - que, con energía, sembraría el terror entre los salteadores que asolaban los campos hacia finales del siglo XIX.
El Malandra sabía que no era ni sería, a todo esto, una leyenda, como es el caso de aquellos como el hacendado Paulino Salas, alias “El Cenizo”, que aterrorizaba a los hacendados en los campos del Maule – a los que robaba, según dicen, para darle a los pobres - y cuyas hazañas quedaron por largo tiempo impresas en la memoria del pueblo, o de aquellos otros bandidos, cuyos nombres o apodos como el del “Sarraceno” o el del emblemático José Miguel Neira – conocido por “Ño” Neira - han quedado ligados a la historia de la independencia de Chile, por la colaboración que prestaron a la causa al actuar con sus forajidos como fuerza guerrillera, hostigando, dividiendo, distrayendo y debilitando a las tropas realistas durante el duro período de la Reconquista Española.
El Malandra, en cambio, era un vulgar ladrón y asesino que se sabía cobarde, guiado solo por sus instintos de rapiña e incapaz de albergar ningún sentimiento de nobleza.
Pero el sujeto tenía, aunque egoístas, sentimientos que lo hacían soñar despierto en su madriguera que orillaba con el Cañadón de don Diego. Se veía por las tardes, después de la siesta, haciendo su aparición por las tabernas y ramadas - que, fuera de la zona urbana, se instalaban al final poniente de la Cañada - envuelto en una larga capa granate que bordeaba sus tobillos. En sus sueños cambiaba los harapos - su ropa de trabajo - por un sombrero apuntado, camisa con encajes, un levitón anticuado de alto cuello y de anchas solapas cuyas puntas tocaban el nacimiento de las mangas, chaleco de raso, pantalones negros y botines acordonados por sobre los tobillos. Su mano izquierda, en su estado onírico, se le aparecía mostrando dos grandes sortijas en los dedos índice y anular, mientras en la derecha sostenía un bastón con borlas.
La combinación de colores y de anticuadas prendas con otros muy en boga, hacía que su atuendo fuera un conjunto en el que predominaba el mal gusto, pero que hacía que él se sintiera elegante, como para exhibir su pequeña estatura, que se elevaba a solo un metro y cincuenta y cinco centímetros del suelo, por entre las chinganas, donde los guitarrones, junto al arpa, el rabel y la vihuela, lanzaban los aires de fandangos y sirillas.
Con su mirada aviesa y huidiza el Roseco, desde el entarimado que dominaba la plaza de la capital del reino, observaba a la multitud de indios, negros, zambos y mulatos, que se congregaban a su alrededor, y a las damas de la sociedad y señorcitos que se protegían, bajo las arcadas de los portales, de los intensos rayos solares del caluroso verano que caían verticalmente sobre la explanada donde campeaba el polvo en lugar de la vegetación.
En medio de sus sueños - y como ocurría, en la realidad, de tarde en tarde - escudriñaba en busca de caras conocidas, tal como lo hacía entre los parroquianos cuando, en los atardeceres, acudía a las ramadas.
En sus fantasías, sentía que en sus faltriqueras llevaba una buena provisión de moneda dura, tal cual ocurría en aquellas noches de juerga cuando, a cada momento, las palpaba por sobre su ropa, producto, como es de imaginar, de una fácil cosecha de la noche anterior y suficiente como para alardear generosamente para impresionar a los mestizos acomodados del centro de la ciudad y a los jóvenes aristócratas calaveras - a quienes tanto envidiaba - que acostumbraban a visitar, en sus días de jarana, las tabernas de la Cañada en busca de diversión.
En su imaginación recordaba las sombras que caían sobre la ciudad, cuando las tardes otoñales se extinguían, mientras, fuera de las ramadas, la oscuridad de la noche comenzaba a envolver los senderos haciéndolos, a cada momento, cada vez más peligrosos.
El Roseco era cobarde y solo asaltaba amparado por la oscuridad, desde donde asestaba la puñalada asesina, sin embargo, esa misma oscuridad en que se refugiaba, lo asustaba. Era entonces cuando los sueños del Malandra se transformaban en una siniestra pesadilla. Temía ser el blanco de algún cuchillo traicionero que sorpresivamente surgiera, al igual que él cuando atacaba desde las sombras.
Al verse solo, como otras tantas veces ocurría, volvía la recurrente pesadilla y volvía también, en medio de sus temores, a deslizarse, una vez más, fuera de la ramada para montar su jaca que, como siempre, había permanecido amarrada a las puertas de la taberna y, torciendo bridas, se veía ascendiendo por la Cañada en dirección a la cordillera, hasta el callejón de García Cáceres, por donde enfilaba hacia su mísero rancho.
Aquella noche, recordaba, las alucinaciones habían sido para el Roseco más opresivas que de costumbre.
Lo embargaba un extraño presentimiento.
Reavivó el fuego desde los tizones que humeaban en el tosco brasero de cobre, bajo el añoso árbol que cubría con sus ramas el rústico techo de su rancho, y se dispuso a calentar un mate al que antes de beber le agregó abundante aguardiente.
Un viento suave y cálido había comenzado a soplar como preludio de una lluvia otoñal que se anunciaba, mientras la claridad de una luna en cuarto menguante disipaba la oscuridad que se escapaba para cobijarse bajo las arboledas.
El Roseco, no saldría. Los viajeros nocturnos que ingresaban a la capital desde el norte, por el puente de Cal y Canto, y los que provenían desde Valparaíso y que cruzaban por el poniente el peligroso llano de Guangualí, podían sentirse tranquilos. El Malandra, descansaría.
Cuando la tenue claridad del alba anunciaba el despertar de un nuevo día y el sueño comenzaba a vencerlo mientras el fuego de la palangana se extinguía, el ruido seco de unos disparos, que le parecieron lejanos e intermitentes, le despabilaron bruscamente y allí, frente a la choza, estaban los alguaciles.
Los que le conocieron cuentan que el Roseco, desde la tarima, entornaba los ojos y giraba, intermitentemente, a izquierda y derecha la cabeza, como si tratara de ahuyentar los recuerdos de cuando fue apresado, al interior de su rancho, después de ser denunciado por un concurrente conocido de las chinganas, tras ser sorprendido in fraganti robando la bolsa con monedas de oro desde el cuerpo del parroquiano que acababa de asesinar, a pasos de la posada de la Beñuca, en la ribera norte del Mapocho.
El juicio, seguido en el palacio del Consulado, fue rápido. El Roseco recordaba a los testigos que desfilaron en el estrado y, en casi todos ellos, reconoció las caras de esos jovenzuelos que envidiaba y a los que en tantas ocasiones había agasajado generosamente con los dineros de sus víctimas.
Todos atestiguaron en su contra.
Sintió, de pronto, un nudo que le oprimía la garganta mientras el corazón se le constreñía violentamente y un sudor frío le empapaba el rostro. Alcanzó, entonces, a escuchar el crujir de la trampa, vio, con los ojos desorbitados, girar al cielo y todo se oscureció.
El cuerpo quedó bamboleándose suspendido de la horca mientras el pueblo en silencio se dispersaba y las damiselas y señorcitos, en los portales, se aprestaban a tomar como aperitivo, antes del almuerzo, una copita de jerez.
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