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LA MUERTE DEL PRESIDENTE.

(Narración Histórica)

En el Ministerio de Defensa la comisión enviada a parlamentar había quedado detenida.

El doctor Salvador Allende Gossens, Presidente de la República de Chile, supo, con seguridad, que la tragedia en que se había visto envuelto estaba consumada. Sabía quienes eran y donde estaban los que habían arrastrado al país al caos y a esa espiral de extrema violencia expresada en el Palacio de Toesca abrasado por las llamas. Comprendió que no vería sus sueños coronados por el éxito y tuvo la certeza, sin duda, que todo había terminado.

En esos últimos momentos debió haber visto con claridad la otra cara de la medalla, aquella cuando la legalidad es sobrepasada, cuando no hay a quién recurrir, cuando no hay donde ampararse, cuando la desesperación y la impotencia invaden a aquellos que son violentados en sus derechos y expulsados de sus posesiones por la fuerza. Cuando ha llegado el momento en que los Poderes no son obedecidos, cuando el acuerdo social se ha roto y el imperio de la ley se ha perdido.

La decisión final ya estaba tomada y, como lo había sostenido, no retrocedería. Observó por última vez la fila que esperaba la señal para abandonar el Edificio por el número 80 de calle Morandé, y se despidió de ellos en silencio. Ingresó, entonces, sin vacilar, con paso decidido, al Salón Independencia, se sentó en el costado izquierdo del amplio sillón de terciopelo rojo, frente al cuadro “La Jura de la Independencia” de Pedro Subercaseaux, afirmó la cantonera del fusil entre sus piernas, puso el cañón bajo su barbilla, sujetó la trompetilla con la mano izquierda y accionó con el pulgar derecho el disparador.

El cuerpo se agitó violentamente y se alzó, convulsionado, dos veces. Después del último estertor, con el cráneo y parte del rostro destrozado, se inclinó ligeramente hacia su derecha y la cabeza cayó hacia delante, descansando sobre el pecho. El gobelino, que tras el sillón cubre la muralla, queda salpicado de sangre y masa encefálica, que también riega el techo.

Uno de los médicos personales del Presidente, que ha regresado al sentir los estampidos, se acerca al cadáver que aún sostiene entre sus piernas la metralleta. Uno de los compañeros socialistas observa desde la puerta la escena antes de bajar y el Intendente de Palacio, que ha escuchado la corta ráfaga de dos disparos, anuncia que el Presidente ha muerto. El médico, trémulo, retira desde las manos del suicida el arma regalada por Fidel Castro y la pone a un costado del sillón.

El General que encabezó el ataque, entretanto, al frente de sus tropas, ha subido al segundo piso donde aún continúan los disparos aislados de tiradores emboscados. El Gabinete Presidencial – desde donde se alcanza a rescatar la espada del Libertador Bernardo O’Higgins - y el Salón Rojo, están envueltos en llamas. El rebote de una bala alcanza la mano izquierda del General y un Teniente es herido al protegerlo con su cuerpo.

Tras inspeccionar la galería de los Presidentes, el salón Toesca y los comedores, el General ingresa al salón Independencia donde encuentra al médico junto al cadáver del Presidente. Impactado observa la histórica escena y guarda respetuoso silencio por algunos instantes. Interroga al médico sobre lo sucedido y le ordena que se retire a un lado. Restituye el arma a su posición original y dispone que el cuerpo sea cubierto con un chamanto boliviano que cuelga en un rincón.

Luego, el general informa escuetamente por radio a la Comandancia de la Guarnición: “Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto.”

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Texto agregado el 22-06-2003, y leído por 235 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
31-05-2004 Muy interesante narración. Sin embargo, tiene un error que puede ser salvado fácilmente: ¿Desde qué perspectiva se encuentra el narrador? Los cambios temporales (de pasado a presente) son confusos e innecesarios. demabe
22-06-2003 La omisión de la palabra "Pinochet" hace evidente la magnitud de la herida. Profunda, dolorosa, sin cicatrizar todavía... Un abrazo. danielnavarro
 
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