¡Hasta acá! Hasta la coronilla estoy de propuestas indecentes, insinuaciones poco decorosas y demás insultos. ¡Hasta acá!

El hombre Cara de nada estaba sentado frente a mí, las mejillas llenas, los ojos oscuros, las manos demasiado grandes y esa pose de “me las sé todas” que detesto con todo mi ser. Hablaba y hablaba, haciendo planes eróticos con esa voz impostada de seductor sin licencia.
Yo lo escuchaba atónita. No podía creer la falta de delicadeza, la ausencia de romanticismo, el desplante al tacto que hacía.
Las palabras le salían lascivas . Lo seguro es que quería conquistarme, pero solo lograba aumentar mi rechazo.
A esa altura yo me preguntaba por que nadie se fijaba en mí como una chica inteligente. ¡Tengo un master, eh!, soy abogada y además de tener un par de tetas puedo hablar.
Pero parece que los hombres solo quieren tocarme los pechos o abrirme las piernas. Y no es que yo no quiera que me toquen o entregarme de piernas abiertas. Solo quiero que tengan la decencia de seducirme.
Ahora el tipo me agarraba la mano, acariciándome con su dedo. Que gesto obsceno (¿y así te pensás que me voy a meter en la cama con vos?)
Ya habíamos pasado dos Martinis (los detesto, prefiero la coca cola, toda la vida) y me urgía escaparme de cara de nada.
Cuando me propuso irnos contuve un suspiro de alivio. Ya afuera terminaría de deshacerme de las insinuaciones sexuales y podría irme a la cama a pensar en mi príncipe azul jamás encontrado o a leer a Milan Kundera y su insoportable levedad del ser.
Pero el tipo era mas pesado de lo previsto. No había palabras que lo hicieran entrar en razón, tenía una idea fija y no quería disuadirse.
Entré a su auto por esa boludez que a veces me ataca, más para no hacer papelones que convencida de que me llevara a casa.
Sin embargo manejó hasta mi barrio con calma y en silencio.
A pocas cuadras de mi edificio estacionó en una zona de baldíos. Quise aprovechar un descuido para bajarme pero los seguros estaban trabados... Era demasiado tarde.
Después vinieron los manotazos, las indecencias, los jadeos ahogados y mi más absoluta repulsión.
Me bajé como pude, me acomodé el vestido, conciente de que había perdido para siempre mi ropa interior nueva y me fui corriendo, magullada por fuera y herida por dentro.
Cuando llegué sonaba el teléfono. Con dificultad para callar la angustia que se me escapaba por los poros conteste la llamada.
Era cara de nada que me pedía perdón.
Corte sin decirle una palabra. Nada más indecoroso que esa llamada. Nada más denigrante.
Arranque el teléfono y me metí en la cama, la insoportable levedad del ser me desesperaba.