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Hexagrama

La pagoda estaba encajada al pie del cerro mayor, al final del camino bordeado de cerezos. Erigirla le había demandado a su único habitante décadas de trabajo autista, minucioso hasta la enajenación. Como un insecto sicótico dedicado compulsivamente a construír en solitario un infinito nido de pasadizos fríos, de recodos húmedos y silenciosos. Años de alquimias había dedicado el hombre de la pagoda a su ensueño y a su delirio, transmutando y sobando maderas y sortilegios, amalgamando noches sin estrellas con minerales inauditos, amasando esmaltes y almizcles, metales, inviernos y peyotes de la seca puna cordillerana para obtener la impostura fabulosa. Un espejismo oriental e inquietante arrojado al azar como un dado en las antípodas, en el medio de la nada, por algún dios alcohólico.
A medida que avanzaba por la pequeña y perfecta avenida de los cerezos, y mientras apretujaba mi sombrero con las manos cristalizadas por el aire filoso del amanecer en el invierno sin sol de Atacama se me iban revelando los exquisitos, los repulsivos y alambicados detalles de la pagoda: El pesado pórtico labrado de sándalo y oro, las columnas doradas rematadas por feroces quimeras con ojos de esmeralda, las torres adornadas por estandartes multicolores descubriendo misteriosos signos con cada ráfaga del viento cimarrón de la puna y las minúsculas mayólicas geométricas del frente. La belleza bizarra y monstruosa del edificio se completaba con un riachuelo atraído y capturado por un sistema de acequias desde la lejana vertiente del cerro hasta uno de los lados del templo. El arroyo cautivo alimentaba un gracioso molino de agua que irrigaba en medio del desierto al jardín de rosas y jazmines que rodeaba la construcción con el círculo perfecto de una estola abrazando el cuello blanco y suave de una mujer enamorada. O de un par de manos rojiblancas estrangulándola sin piedad hasta los límites difusos del placer y de la muerte.
Al llegar al pórtico me detuve frente a la imagen de oro sólido de un buda que custodiaba la entrada. En el pedestal de marfil que sostenía la desmesurada estatua había una inscripción en letras de jade. Estaba escrita con extraños caracteres, pero curiosamente retumbaba en castellano dentro de mi cabeza: "Olvida el pasado y toma de la vida lo que sete da". Venciendo el vértigo, y en lugar de golpear a la puerta del templo, empujé una de las hojas con más urgencia que valor y entré directamente al lugar. La oscura nave estaba apenas iluminada por una miríada de velas y sahumerios. Pero la luz de las velas era gris y se fundía, se aliaba con las tinieblas que debía sepultar. Se podían adivinar sin embargo las siluetas de centenares de muebles informes de propósitos desconocidos y estatuas de faunos, dioses y bestias en poses grotescas y brutalmente sensuales. Cada objeto parecía dispuesto al azar. Sin embargo el conjunto obedecía a una sutil simetría oculta y perversa que latía en el ambiente. El amasijo barroco de objetos respiraba asmático con pulmones de azufre y hollín.
Pasados unos momentos ó quizás unos años, mis ojos se acostumbraron a la penumbra sólida. Finalmente allí, casi en el otro extremo de la nave gigantesca, alcancé a divisar al anciano recostado en un trono de rubíes. -Vengo a conocer mi destino- le dije en un susurro que la acústica incongruente de la estancia transformó en rugido. –Se me ha dicho que en este lugar encontraría a un monje capaz de leer el futuro de los hombres en el caparazón de las tortugas-, proseguí esperando algún gesto del anciano sin rostro que seguía inmóvil y lejano. -¿Trajiste al animal?- su voz extrañamente melodiosa y penetrante me sobresaltó. Antes de que pudiera hacer algo mas que un esbozo de asentimiento con la cabeza, el anciano me indicó que me acercara hacia el con un gesto desvaído de su mano. Tardé una eternidad en atravesar el espacio que nos separaba. Parecía caminar siempre en el mismo lugar, como si en lugar del piso de ónix, bajo mis pies hubiera en cambio una cinta sinfín. Cuando al fin pude acercarme al sitial del viejo, extraje de mi morral la tortuga que había preparado para la ocasión y la puse sobre la mano lívida y translúcida que me tendía el hombre de ojos rasgados. Con un movimiento fluído y relampagueante el hechicero extrajo una cimitarra de entre los pliegues del kimono color sangre y de un solo tajo separó al caparazón inferior del superior, el cual quedó en su mano mientras los despojos de la tortuga caían a sus pies. De la penumbra de la parte inferior del trono surgió la cabeza de un enorme mastín que con un seco chasquido de mandíbulas engulló de un bocado a la tortuga del triste final para luego volver silenciosamente su refugio bajo el trono.
El anciano sonrió casi con ternura ante la travesura de su mascota -Acercate a mi, que te quiero ver los ojos- me dijo, mientras me escrutaba fijamente y con una expresión inquisidora y perpleja en su mirada no humana. Sin dejar de observarme, tomó la vara de hierro que resplandecía incandescente en un pesado brasero de bronce ubicado a su derecha, apoyó el metal al rojo sobre el caparazón vacío que aún sostenía en la mano y esperó a que la pequeña columna de humo se disipara. Inmediatamente seis grietas se formaron sobre el caparazón en el lugar donde la vara lo había quemado. El viejo observó apenas un instante el caprichoso hexagrama que formaban. De inmediato dio un respingo y volvió su mirada vivaz y aguda hacia mi. La garra de la desolación me apretó las tripas, y en ese instante supe que el lo sabía. No sé como, pero sabía. –Por un momento, uno solo, casi me engañaste,- empezó a decir el anciano, y prosiguió -Sin embargo, en las grietas del caparazón de tu destino tan solo veo pasado, solo el pasado; y tanto tu como yo conocemos bien el significado. Sabes perfectamente que este mundo ya no te pertenece. Mas te vale aprender a aceptar la oscuridad eterna con los ojos vacíos de tu corazón. Vuelve a tu sepulcro, esté donde esté, y te advierto: No se te ocurra regresar jamás a mi templo.- Y remarcó: -Jamás.-
Aún retumbaba en mis oídos la última palabra pronunciada por el anciano cuando de pronto, y sin saber como, me encontré afuera de la pagoda, bajo la luz de constelaciones desconocidas, frente al pórtico.
Ha sucedido de nuevo. Y ya he perdido hasta la cuenta de tantos intentos fallidos. Está escrito que deberé esperar saben los dioses cuantas eras para volver a encontrar otra fisura, algún inesperado pasadizo entre esta dimensión inerte en la que me encuentro y el mundo de los vivos, ese que alguna vez también fue mío. Resignado una vez mas, como otras tantas, arrastro el armazón vacío de mi alma, doy media vuelta y empiezo a desandar otra vez el camino que me llevará de vuelta por la pequeña y perfecta avenida de los cerezos.
M.R. Gorenstein


Texto agregado el 18-10-2002, y leído por 452 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-10-2002 me gustó, capto bastante agresividad en el relato, quizá por las palabras (que algunas deconozco) que utilizas. Giovanni
19-10-2002 Complejo. Descriptivo y detallista al extremo. Me despistó un poco el final. Pero algo en la atmósfera pesada, casi asfixiante que creaste me gustó. marxxiana
 
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