En verdad, no comprendo la testarudez. Por más vueltas que le doy al asunto, tan solo puedo achacarla al orgullo. Circula por ahí una teoría biológica llamada la del “ADN egoísta”, que básicamente dice que todas nuestras acciones están guiadas por ese pequeño bastardo (con perdón) que es el ácido desoxirribonucleico. El manda, y empieza mandando a su célula y acaba por hacernos parecer idiotas irredentos. Por Dios, ¿cuántas veces hemos porfiado con cualquier nimiedad aun con amigos o familiares, y hasta hemos llegado a la rabia, insulto, menosprecio y casi apoplejía?. Con lo a gusto que se queda uno cuando esas dos mágicas palabras brotan de nuestro gaznate, a saber, “tienes razón”. Pero no, qué va, el burro es mío y que se quite el barranco de mi camino. Confundimos sensatez con debilidad, y chillamos hasta que nos ponemos colorados, no de vergüenza sino de rabia rabiosa, ahí va el morlaco testarudo, negro astifino cornigacho y bizco del pitón derecho, qué majo es. Yo, con los años y mucho esfuerzo voy aprendiendo, más lento que el caballo del malo pero seguro. Me acuerdo ahora de un buen hombre que basaba el secreto de su felicidad en que jamás, jamás de los jamases discutía con nadie, y cuando un incrédulo le comentó: “¡eso no es posible!”, nuestro hombre le respondió: “bueno, pues no será posible”, y continuó sonriendo beatíficamente, seguro de sí. Pues eso. |