Allí estaban aquellos rechinantes elementos de tortura, demoníacos artificios que pondrían a prueba su resistencia al dolor. Tragando saliva, encomendándose a todas sus deidades, respiró hondo para que sus pulmones se dilataran igual que el fuelle de un elástico acordeón. Si se desea crecer –se decía- es necesario llegar al fondo de todo y entreverándose en las miasmas del sufrimiento, rescatar con las manos sangrantes las diamantinas virtudes, los dorados argumentos, las argentinas verdades. Las articulaciones de sus piernas fundamentaron su reclamo, toda su osamenta se concertó para armar un contubernio de chirridos, pero ello no importaba, sólo eran las manifestaciones de un cuerpo curtido, abierto en dos mitades para que su alma sobrevolara el martirio. Ya con los elementos de tortura bruñidos y apegados a su carne mustia, se imaginó a si mismo como el espectro de un malherido orgullo. Apretando sus dientes ante cada ráfaga de sufrimiento, gota a gota, se dirigió a ese destino incierto de un sendero riscoso, bebiendo las inmemoriales aguas de tiempos mejores y la tortura rechinando, siempre rechinando e inmolando los estigmas de sus dedos inmóviles, después de todo, siempre le ocurría lo mismo cada vez que entrenaba un par de zapatos nuevos…
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