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El ambiente en la habitación era muy pesado. Cualquier insignificancia podía ser motivo de discusión. ¿Cómo no estar de ese humor? Se habían agotado nuestros víveres y no podíamos regresar de inmediato a nuestro lugar de origen.
En esta ciudad, el frío, el hambre, el agotamiento, la desesperanza, la sed y la tensión había hecho presa de nuestras emociones.
Sin soportar más tiempo aquel ambiente, me levanté de la cama, recogí mis guantes y abrigo, cerré la puerta tras de mí y salí a caminar sin rumbo fijo y sin prisa. Mis compañeros de cuarto quedaron atrás sin decir palabra.
Aunque ya habíamos caminado por casi todas sus calles, de noche la ciudad era muy diferente. La gente, las calles, todo cambiaba, hasta el frío se agudizaba por las noches.
Sabía que era tarde, tal vez las once o doce de la noche. Mis primeros pasos eran firmes, pero poco a poco se hacían más lentos e indecisos; el hambre que me había acompañado desde la mañana, había debilitado mi cuerpo, aunado al fuerte frío seco que raspaba mi garganta como lija y tapaba mi nariz impidiéndome respirar bien.
El sueño no me importaba tanto, pero a veces sentía que se me entumía el cerebro y los músculos del cuerpo, aunque, pensándolo bien, después de todo no estaba tan mal: mientras mi cuerpo se hacía pesado y lento, mi mente volaba cada vez más ágil y libre. Pensaba tantas cosas: mi ciudad, en la melancolía, en lo triste que se tornó nuestro viaje, en el hambre que punzaba como agudas agujas mi estómago; se me llenaba la cabeza de pensamientos, como si estuviera a punto de perder la razón.
Doy vuelta en una esquina, no sabía hacia dónde conducía esta calle nueva para mí, veo luces al final de ella y me dirijo para llegar hasta allí: un mercado. Apresuro en vano mis pasos y llego hasta ese lugar. Hombres comiendo, niños comiendo, mujeres comiendo, todos ellos degustando aunque sea un bocado que mitiga el hambre.
No me resta más que mirar, soy un extranjero sin dinero, soy un don nadie.
Tras repasar varias veces por los pasillos del mercado de comida, me doy cuenta que son inútiles mis andanzas. Doy media vuelta y me dirijo hacia otro camino, cual sea; eso no me importa ahora, sólo necesito huir de lo que no puedo obtener.
Otra calle, solitaria y a la vez concurrida; ésta aún más oscura, pero continúo mi caminata adivinando la superficie que piso. Un fuerte dolor en el estómago me dobla. Las viejas paredes de casas antiguas me sostienen. Todo se nubla; un auto pasa a toda velocidad y sus luces me deslumbran; trato de esquivarlas bajando la mirada. Ahora advierto el camino. Siento nauseas. Todo me da vueltas. Otro carro, otras luces; éstas no sólo pasan sino que se elevan y giran sobre mi cabeza. Descubro el piso: aceras rotas, bolsas de basura rotas. Los gatos huyen. Más luces. Cajas con verduras podridas. Todo sigue dando vueltas. Mi estómago se contrae. Lo inevitable: vomito sobre la basura. Otras luces. Mis piernas ceden. Cucarachas se alimentan del vómito. Otro carro. Los gatos vuelven y devoran cucarachas. Más luces. Mis manos sobre gusanos.

Texto agregado el 16-11-2004, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
23-11-2004 Vaya viaje amigo, ese que cuentas, del encierro al vómito pasando por el frío. libelula
 
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