A veces el silencio marca pautas que se perciben a través de la piel; rasgando esta desde adentro, desde los sinsabores y abismos que prolongan una agonía lenta y pausada que se percibe en un mirar callado y atento, como analizando, sustentado la sabiduría que se conoce y permanece intacta como el granito que rodea mis ojos atónitos y mis entrañas que se han visto manchadas de esa esencia de infancia que se ve postrada en es cuerpo de mujer, y ese perfume de mujer que se ve postrado en ese cuerpo de niña.

Yo hablo, tu callas; tu hablas y yo callo, a veces el silencio realmente es tan maldito y otras es tan bendito que pareciera un ciclo de cenizas que se ven mezcladas con el óleo de tus labios; si, aquel con el que he de colorear mi aura que insípida vagaba por los callejones de sombras y sortilegios de misterio que acallaban mis suspiros.

Te detienes ahí, de pie, como si fueses una estaca en la cual empalado esta mi espíritu olvidado y decrepito que has acabado de tallar con fino toque y sobria aroma a sangre fresca. Es como saber lo que no se sabe y dibujar trazos que llevan tu rostro y mi vida, esa vida que levita sobre lo escarpado de mi cuerpo que se baña con tu aliento dulce, mágico, reconfortante y macabro como los bosques de los cuales has escapado.

El rocío de sangre se ve opacado por el vaho de tus movimientos y se alcanza a saborear una bebida de armonía en el viento. El bosque susurra tu nombre y el mío, lo ha hecho a oídos sordos desde la distancia atemporal y ha desenterrado los caminos que se han tatuado en las laderas de tu piel y la mía, sucumbiendo en un mausoleo del alma que es el amanecer de muerte, el anochecer de hastió, nuestro renacer impío.