El día estaba totalmente gris, el jovencito, con pala en mano, no sólo echaba tierra al profundo hoyo, sino también, varias lágrimas bajaban por sus gruesos pómulos salpicando y perdiéndose en los terrones inertes que quedaban frente a sus pies.
La pena, no era tan profunda por el animal en sí, tal vez mas, porque era el único recuerdo vivo que le quedaba de su madre.
Los ladridos del Diablo lo habían despertado de madrugada, ya era invierno y las montañas se encontraban cubiertas de nieve y el caminar se hacía difícil y el frío calaba hasta los huesos, los leones comenzaban a bajar hasta las praderas en busca de alguna presa fácil, que les ayudara a saciar su brutal hambre.
Le dolía recordar el estado en que la había encontrado, tirada sobre la nieve, agonizante, la pelea había sido a muerte, se notaba por los rastros de sangre; tal vez, fueron dos los atacantes, pero por las huellas que dejaron, indicaban que se fueron arrastrando malheridos; pobre Clara, si hubiese sido mas joven, se habría defendido mejor, pero los años, no pasaban en vano y quizás más lastimero sería haberla visto tuerta y con una pata menos, pensaba José.
Había llegado sola, en un día de primavera, su celo la había hecho bajar de las montañas en busca de un macho, y logrando su objetivo y después de una exitosa cubrición quedó preñada y a los once meses nació un lindo potrillo, tan blanco como la madre y que, tiempo después, fue vendido a don Jacinto que era un experto preparador de caballos de carrera.
La yegua era indomable, arisca, la única persona que se podía acercar, en ese entonces, era la joven, sin embargo, varias veces, lograba estar un segundo sobre las ancas, para luego ser arrojada al suelo, una y otra vez, pero con el tiempo logró conquistar al animal.
Ahora no tendría transporte para llegar a la escuela, ni podría echar locas carreras por las pampas abiertas junto al Diablo, ni cruzar el hondo río sobre un lomo. Pero como él bien lo sabía, según las enseñanzas de su madre, que nada era eterno.
¡Cómo había pasado el día tan rápido!, ya era demasiado tarde, las gallinas se estaban acomodando en sus gallineros. Había que comer algo y a la cama; __Sabrá Dios donde anda mi taitita a estas horas, tendré que comer solo de nuevo-. Se decía y se conformaba, entre murmullos.
Las noches se hacían eternas, pero se hundió en un profundo sueño; donde volvía a ser niño y corría feliz por las montañas y los pájaros volaban sobre su cabeza, y las flores eran tan hermosas y desprendían un aroma exquisito, y su madre más bella que nunca, montada sobre la Clara, se perdía sonriendo alegremente por entre los rayos del sol.
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