Mientras escucho el viento siento que aún no te has marchado. Puedo notar tus caricias en mi rostro, aunque tú ya no estás aquí. Esto no se lo puedo contar a la gente, claro, pensarían que estoy loca, pero cuando con la mejor de mis sonrisas les aseguro cómo te voy olvidando no puedo evitar reírme para mis adentros... ¡serán ingenuos! Ellos no creerían que es tu voz la que escucho cuando suena el despertador cada mañana al despertarme, ni cómo es tu aliento el que sacude mi pelo cuando voy camino de la facultad, ni cómo son tus ojos lo que al cerrarse lentamente me arrastran al sueño cada noche. Nadie entiende tu lenguaje, el nuestro, ése que tú y yo creamos cuando estábamos juntos, sílaba a sílaba, palabra a palabra, con sumo cuidado para que hoy que tú no estás no me sintiera sola.
Hace tan sólo un minuto, mientras leía un libro, la llama de la vela que tenía encendida en la mesilla de noche ha comenzado a hacer un extraño ruido. Son, sin duda, palabras tuyas que me llaman la atención desde tu ciudad porque enfrascada en mi lectura, hacía ya un rato que no dirigía mis pensamientos a ti.
Has decidido marcharte pero no me has dejado sola. Señales tuyas me rodean en mi día a día y me recuerdan que me dejaste porque no te quedó más remedio, y que no debo olvidarte porque sin duda algún día volverás.

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Intento no pensar en ella porque cuando lo hago un escalofrío recorre mi cuerpo y mi garganta se agarrota. Entonces siento una pena terrible, la nostalgia va cubriendo poco a poco mis ojos de estrellas que acaban derramándose por mis mejillas. En esos momentos siento miedo de haberme equivocado el día en que me marché... Tengo tanto miedo de haberme equivocado cuando tomé esa decisión que prefiero evitar esos estados de tristeza, y en el momento en que una de esas gotas luminosas caen, escapo y me repito a mí mismo que tengo que seguir adelante con mi decisión.
La razón lucha contra ese pánico del arrepentimiento mientras estoy despierto, pero cuando duermo no puedo evitar dejarme llevar, no puedo frenarme cuando la recuerdo, cuando la imagino caminando por alguna calle de Madrid, con el viento contra su cara, con la lluvia empapándola porque no la gusta cubrirse.
Hace dos días descubrí que ése agua que la moja no es la lluvia sino mis lágrimas, y comprendí por qué seguía sintiéndola tan cerca y por qué ella no consigue olvidarme tampoco. Decidí marcharme y no puedo volver; me costó demasiado tomar esa decisión como para dar marcha atrás, pero ahora he comprendido que voy a estar junto a ella siempre. La cuidaré en mis sueños, lloraré para mis lágrimas la mojen al llover y la recuerden que no está sola. Ella notará que las gotas no son dulces, sino saladas, y recordará el sabor del mar, y entonces se acordará de nosotros en las playas del norte donde estuvimos juntos y donde nos conocimos.

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La gente sigue preguntándome si superé lo de aquel muchacho de Bilbao después de los años que han pasado porque desde entonces dicen que no soy la misma. Ésa gente son los simples conocidos, pero también mi familia y mis amigos más íntimos, y es curioso cómo ni siquiera ellos me conocen ni saben lo que pienso ni lo que siento. En realidad me da igual, ahora soy feliz.
Pacífica felicidad la de tenerte en mi cuerpo cuando duermo, en el viento cuando es invierno y en los rayos del sol cuando es verano; en las lágrimas que derramo por alguien que llora en una película o cuando río escandalosamente ante las gracias de mi sobrinito. Tú estás conmigo siempre, y eso sí que es felicidad, sabiendo que un día vas a volver porque no paras de decírmelo, sabiendo que si ahora no estás aquí no es porque no me quieras, si no porque me quieres tanto que no puedes soportar los momentos en que no estamos juntos.