El hombre ingresa a mi negocio y parece ordenar minuciosamente las palabras que me va a decir. Huele a licor, por lo que presiento que, después de declamarme un enrevesado discurso, va a pedir que le regale alguna moneda. Ya me apresto a retirarla del monedero para ahorrarme la lata, cuando el tipo, con su rostro muy serio, me pide un vaso de agua. ¡Ah era eso!- digo y me levanto para traerle lo pedido. Recibe el vaso y se lo bebe con ansiedad. –Misión cumplida- murmuro, pero el hombre aún tiene sed y me dice, con su voz algo trabada: -Con otro quedo bien. Pensando para mis adentros que el tipo aquel debe tener algún ancestro camélido, le traigo otro vaso de agua fresca y transparente, el cual se lo empina como si su contenido fuese el más exquisito licor. Luego me mira fijamente con sus ojos algo turbios, me da las gracias y sale.

“Individuo muere en la vía pública. Un hombre de aproximadamente cincuenta y cinco años y con evidencias de haber bebido, falleció ayer luego de presentar terribles convulsiones. Su cadáver fue levantado por orden del juez a cargo y trasladado al Instituto Médico Legal, en donde se le realizará la autopsia para determinar las causas de su muerte.”

Me estremezco. Sin tener arte ni parte, me veo involucrado en un terrible suicidio ¿Soy culpable o inocente por el hecho de facilitarle el arma homicida al tipo aquel? ¿Debo confesar mi participación en este hecho? Con la conciencia hecha añicos, me mojo la cara para despercudirme y me bebo un vaso de agua para tranquilizar mis nervios. El mismo vaso que para el otro significó su fin y que para mí es similar a una pistola con balas de salva…