Respiraba bajo la prolongación de tus entrañas como un nuevo nexo de mi vida, ardía en ti, fingía ser lo que no era mientras la piel desvanecía lenta entre las manos. Y el tiempo confluía como una espiral de sueños dentro de estas almas, rasgando el desenfreno de las pieles sumido al estallido del encuentro. Siempre había algo más para habitar bajo tus labios, nadando en esa serpentina de sabores y de lenguas, agitado, quieto, burlando la gravedad del tiempo. Como dos camalotes mis pechos flotaban erectos en el agua de tu boca, ondulantes de placer, brillando en ese temblor ante la cuenca de tus lechos. Sedoso, artífice de las siluetas y los cuerpos, murmurando ese ejército de letras que allanaban mis deseos, profundo, efímero, como un inmenso cataclismo del cual nadie saldría intacto. Y descendías furioso, aguerrido, ardiendo en un espectro sin treguas, tímido, sublime, punzando los restos de mi carne entregada al manejo de tus dedos, pacifista o combatiente en esa línea de batalla en que los cuerpos se reducen a la nada. Bebo tu hombría, el silencio del amor tejiendo entre las vísceras, la luna agonizando con mis labios, el alba de tu celo refugiada en mis penumbras, como una tormenta que me azota bajo el jadeo de eternas fauces. Estoy en vos ante la esfera de tu mente, junto a la risa que se eleva por mi espalda o las mañanas que te resucitan dentro de mi vida, como un ave hurgando en las fronteras sin olvido.
Ana Cecilia.
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