En una silla había quedado como abandonado, ensimismado en sus mil vueltas de una simple complicación que se deshacía con un tirón. Con tan sólo jalar de un extremo se llenaba de vida, danzaba sobre su eje variando de intensidad y de tamaño.
De pronto se desliza y cae de arriba de la silla, da un golpe esponjoso rebotando levemente y comienza a girar en línea recta dejando una huella de color tras su paso. Choca contra la pata de otra silla, se desvía, se enreda y se tumba en una curva prolongada que le da la vuelta a la mesa redonda de roble del comedor.
Se abre la puerta y entra Rodolfo. Lentamente camina, va hacia la silla, lo busca. No encuentra nada y comienza a buscar como extrañado, perdido en el sin número de cuadros que conformaban las baldosas. Y allí estaba en un rincón, entre la canasta y las revistas apiladas, como riendo luego de haber danzado en libertad sin que nadie lo viera ni tratara de detenerlo.
Rodolfo lo había encontrado y aún con la mirada perdida lo observaba como quien mira lastimoso a quien lo ha traicionado. Permaneció allí un tiempo inmutable, dio unas vueltas como buscando ayuda y en un arranque de valentía lo tocó. Lo rozó, trataba de sacarlo de ese encierro absurdo, de ese lugar que no le pertenecía, de ese sitio que todavía él no comprendía cómo lo poseía. Su silla estaba vacía, y allí estaban lidiando por el retorno.
Pasaron unos minutos en los cuales por fin Rodolfo había podido librarlo del encierro, lentamente con sutiles movimientos lo regresó a la libertad de las mil vueltas y así juntos se enredaron tras unas cuantas corridas entre pelos amarillos, blancos y estelas de color fucsia.
Desde la cocina se escuchaba reiterativamente, una voz que insistente aclamaba:
- ¡Rodolfo!, ¡Rodolfooo! Rodooooolfoooo!
Al no obtener respuestas, insistía más tiernamente:
- Rodolfoooo, ¿Rodolfito dónde estás??? ¿Dónde te metiste Rodolfiiitooo?
Y al fin, la puerta del comedor se abrió de par en par y arrastrando las pantuflas con
cintas de raso blanco Carmen entró y allí los vio. Enredados, jugando empecinadamente, girando locos y perdidos sin saber muy bien de qué se trataba todo.
Con los ojos llenos de ternura Carmen levantó a Rodolfo del suelo y mientras lo despojaba de las estelas de lana fucsia le decía:
- Ay Rodolfito, Rodolfito... qué revoltoso que sos!
Así la estela de color se iba desprendiendo del diminuto cuerpo peludo de Rodolfo
acumulándose a los pies de Carmen mientras las patitas de Rodolfo se estiraban como queriendo retornar a la travesía.
Pero unas cuantas caricias en el lomo hacían que olvidara la aventura y se entregara a los mimos y ronroneos que le erizaban los bigotes.
Al fin en la canasta, Rodolfito, el gatito mimoso de la casa de Carmen, miraba como su cariñosa dueña retornaba la estela fucsia a su adorado ovillo esperando que la experiencia de aquella tarde se repitiera; cuando al buscar su ovillo, un sin fin de vueltas lo llevara al rincón de las revistas para terminar extasiado en la canasta acolchonada.
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