Era uno de estos días inestables de un verano caluroso. Renunciando a la siesta, había calzado mis botas de montaña, colgado la mochila al hombro y salido en plan Indiana Jones a los senderos de Benimaurell.
El cielo estaba enladrillado y conforme avanzaba, la negritud de las nubes se hacía más pesada, como la tapa de una olla. Terminé convencido de que iba a recibir la tormenta encima y me apresuré para llegar a la cueva antes de que los cielos se derrumbasen.
No lo conseguí. Por pocos metros, es cierto, pero la lluvia fue tan violenta que resulté calado como si me hubiera caído en la piscina. Me abrigué, aunque tarde, en la pequeña cueva observando el diluvio que arrancaba trozos de tierra y resucitaba viejos barrancos, mientras indomados relámpagos surcaban la repentina noche que había invadido las colinas.
Las corrientes de aire que se deslizaban por mi espalda mojada me daban escalofríos, lo que me distrajo del paisaje; fue cuando noté como una presencia detrás de mí. En el momento, no quise prestarle atención, pero la sensación de una mirada clavada en mi nuca se hacía más aguda y tangible.
Sabía que no podía haber nadie, porque la cueva era demasiado pequeña para que alguien se escondiera en la misma, y estaba vacía cuando llegué apresuradamente. Pero la sensación de picoteo se hacía más notable, por lo que, al igual de aquél que decide pasar por debajo de la escalera para demostrarse que no es supersticioso, decidí girarme hacía el fondo. El corazón me dio un vuelco en el pecho.
Detrás de mi, apoyada en la pared como si saliera de ella, se hallaba una anciana, blusa negra y larga falda roja, de pelo moreno, apoyada en un fuerte bastón, y del codo colgando una cesta de mimbre. Observándome.
Allá, en esta diminuta cueva, cortado del mundo por la lluvia torrencial, me puse a temblar. La anciana no estaba cuando llegué a la cueva, porque la hubiera visto, pero si había llegado después, ¿por qué no estaba mojada?
En mi cabeza golpeada por la sangre que bombeaba mi corazón asustado, sonaba obsesionadamente el nombre que la gente del lugar daba a este lugar: Cova de les Bruixes, ¡la cueva de las brujas!. Pero yo no creía en las brujas, ¿verdad? Pero ya no creía ni en lo que creía.
Empezó a moverse y los tres pasos que tardó en aproximarse me parecieron en cámara lenta. Agarró mi mano. Curiosamente la encontré caliente (la mía estaba helada), suave y firme a la vez. Como la miraba a hurtadilla, me clavó en lo más hondo sus ojos inquisidores. ¿Mirará así la araña a la mosca que captura en su tela?
Para negar la realidad, en un intento de olvidar lo que me ocurría y tal vez tranquilizarme, cerré bruscamente los ojos. Fue peor. En mi pantalla mental, su cara maliciosa se transformó: sus ojos se hundieron, su piel se arrugó, la nariz se retorció, dientes ennegrecidos asomaban entre labios descarnados, y una verruga manchaba su mejilla. Era la bruja de Blanca Nieve, o de Blair, o de todas las películas de brujas que había podido ver. Apretaba los párpados para esconderme detrás como un niño en las sábanas que le escudan de los fantasmas.
Por fin, pasado unos segundos que me parecieron largos minutos, me tranquilicé y abrí los ojos. Me fijé que la anciana tenía una cara agradable, poco arrugada por la edad que debía de tener, y cuyos rasgos reflejaban una maliciosa suavidad. En lugar de producirme extrañeza, ahora su mano calentaba la mía y le devolví la sonrisa.
Habló. Con la dulce voz aflautada de una adolescente y esta capacidad para maravillarse de todo que tienen los niños, dijo: "¿me tienes miedo, hijo?". Sonreí. No abuela, no le tengo miedo a Usted. De mi mismo, en todo caso”.
Hablamos un buen rato, ni me acuerdo de qué, como dos buenos amigos. La lluvia había cesado, el sol de Agosto la había vencido. Me despedí y emprendí la bajada hacia el pueblo. En el camino cruce un señor, que me pareció un agricultor que iba a inspeccionar el daño a sus frutales, pero a los pocos metros me llamaba:
- Disculpe Señor, ya que viene de arriba ¿no habrá vista una señora mayor?
- ¿Con blusa negra y falda roja? Sí, estaba en la Cueva. Y seca.
- Ah, gracias. Es mi abuela y se obstina en recoger hierbas medicinales como cuando era jovencita. Ya imaginaba que se había amparado de la lluvia en la Cueva. Se conoce un escondrijo, ¿sabe.
Seguí sendero abajo, ligero de cuerpo y alma, riendo de mi aventura, y recordando lo que había aprendido de la anciana, que la causa de nuestros miedos está dentro de nosotros mismos, y no fuera.
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