Déjenme explicar lo que pasó.

Veamos, todo comenzó porque alguien me dijo que sería bueno que alguna vez yo diera algún banquete. Yo, con las mejores intenciones del mundo, propuse celebrarles una cena. De ahí en adelante, comencé a nadar en mierda.

En cuanto le conté a mi esposa lo de la cena, ella me dijo que se iba de inmediato de la casa, porque los dioses cuando no estaban contentos no se limitaban a quejarse con la servidumbre. Ustedes saben, los dioses pueden molestarse porque los cubiertos no sean todos de plata o porque alguien se niega a tener sexo con alguno de ellos, particularmente Apolo, sin ofender.

Pero yo quería hacer el banquete, porque soy hombre de palabra después de todo y quien sabe que me podría haber hecho Zeus si me retractaba de la invitación. No quería tener nietos zoomorfos.

Me hice cargo de los preparativos y sacrifiqué a todos mis terneros, a todas mis cabras y a todas las criaturas que podían comerse, teniendo especial cuidado en no acercarme siquiera a las criaturas del bosque que tuviesen protección de Artemisa.

Cociné yo, porque mis sirvientes renunciaron en cuanto escucharon que Dionisos venía. Estaba entonces cocinando yo solo, noche y día, mientras mi hijo fastidiaba continuamente con sus preguntas y robando cucharadas de guisos cuando no veía. Una vez listos los platos fuertes, partí a Atenas, con el propósito de comprar vino hasta que se acabara el último centavo de mis no muy vastas riquezas. Salí con las carretas sobre las cuales llevaba los barriles rebosantes de vino pisoteado el año anterior por vírgenes vestales, cuando recordé que no tenía nada listo para las entradas.

Contemplé el río con esperanzas, pero al llegar la tarde no había logrado sacar un solo pez. Contemplé a mi corcel con ojos lastimeros, lo sacrifiqué y lo cociné, pero su carne resultó correosa y amarga.

Apesadumbrado y derrotado, me dirigí al establo vacío, donde mi hijo estaba revolcándose en el barro. Me enfurecí sin razón y lo pellizqué en el brazo severamente, para que se comportara. Y sus brazos eran tan suaves...

Los recibí a todos ustedes, los instalé en la mesa como me indicaron los distintos sacerdotes de Atenas y serví las entradas.

No pueden decir que no les gustó en cuanto lo probaron, la sopa tenía un sabor exquisito, puedo atreverme a decir que enloquecedor. Démeter pidió dos platos extra y todo iba muy bien hasta que ella escupió las uñas de mi hijo, que fue probablemente el único error por el que tendría que disculparme como cocinero. Pero todos sintieron asco, no quisieron probar el resto, a excepción de Démeter que sigue tomando la sopa mientras ustedes me miran con esa cara de "furia de los dioses" que sé que no se va a quedar en una simple queja o en un "nunca volveremos a comer aquí" por lo visto.