A los acontecimientos revolucionarios de mayo de 1810 les sucedió un sinnúmero de reacciones, tanto favorables como adversas, en el resto del vasto territorio virreinal. La tenaz resistencia al liderazgo porteño, ejercida por la Banda Oriental del Uruguay, estuvo entre las más complejas de afrontar por parte de la Junta de Gobierno en sus primeros tiempos de gestión. De suyo existían, al momento de la Revolución, antecedentes históricos que daban cuenta de un conflicto regional larvado, alimentado por la proximidad geográfica de Buenos Aires y Montevideo, dos ciudades que se disputaban la primacía portuaria en el estuario rioplatense. El entredicho, que se planteó entre los sectores económicos y políticos residentes en ambas márgenes del ancho río, duró varias décadas y era la continuación de un largo historial de desencuentros y enfrentamientos ocurridos durante la época colonial.
Al este de la frontera natural demarcada por el río Uruguay, y desde el siglo XVIII, tanto la ciudad de Montevideo como la Colonia del Sacramento, fueron dos enclaves sometidos a la puja sempiterna entre las coronas de España y Portugal. Los casamientos y divorcios habidos entre reyes y príncipes residentes en Madrid y Lisboa provocaron, en diferentes oportunidades y durante dos siglos, que la Banda Oriental, limitante con Brasil, cambiara de manos tantas veces como desavenencias y reconciliaciones se producían en la Península Ibérica entre ambas casas reales. Las frecuentes crisis de alcoba entre monarcas castellanos, aragoneses y lusitanos eran, además, incentivadas por la diplomacia inglesa, interesada en acrecentar su influencia comercial en América del Sur.
Cuando estalló la Revolución de Mayo en la margen izquierda del Plata, las instituciones virreinales se atrincheraron en Montevideo para resistir el ímpetu independentista criollo y esperar refuerzos militares de allende el Atlántico. De ese modo, por algunos años, la actual capital del Uruguay reemplazó -en lo formal, al menos- a Buenos Aires como cabecera del debilitado dominio español en la parte austral del continente. Por su parte, los portugueses afincados en el Brasil -ora aliados de España, ora enemistados con ella- interpretaban la crisis entre ambas ciudades portuarias como una oportunidad para recuperar un territorio y un acceso fluvial que siempre habían considerado de gran valor estratégico. Se entrecruzaban, entonces, intereses contrapuestos y perspectivas diferentes, por lo que estaban dadas todas las condiciones para que la región se convirtiera en un ardiente campo de batalla, como efectivamente ocurrió.
Por entonces, un montevideano de pura cepa, José Gervasio Artigas, comandaba el cuerpo de Blandengues, milicia encargada de perseguir a los cuatreros que hacían estragos robando hacienda que faenaban en forma clandestina o arreaban a Brasil para su venta. Habiendo sido él mismo, en su juventud, uno de estos temibles bandoleros, la experiencia que adquirió revistando de uno y otro lado de la ley le había dado un inigualable conocimiento de la región y de la gente de campo, en particular de los gauchos y de los indios. Depuesto el virrey Cisneros en Buenos Aires, se alzó contra el poder español adhiriendo a las proclamas revolucionarias, consiguiendo en poco tiempo reclutar una respetable fuerza militar que puso en jaque el dominio colonial y contuvo las pretensiones imperialistas lusitanas. Este ejército, no obstante las limitaciones en equipamiento y preparación, llegó a contar con la masiva simpatía y la participación activa de las poblaciones rurales de las hoy provincias de Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Santa Fe y, por supuesto, de la propia Banda Oriental.
La personalidad de Artigas, junto a sus singulares convicciones políticas, no tardaría en provocar el choque con las autoridades porteñas, que veían con inquietud toda expresión de autonomía que cuestionara su conducción hegemónica. Diferentes proyectos de país los separaban: mientras el movimiento artiguista, de origen rural, manifestaba una fuerte vocación federal y se orientaba a fundar una república popular y tradicionalista en lo que fuera el Virreinato del Río de la Plata, en la otra orilla, la visión ideológica asumía un perfil citadino, cosmopolita, modernizante y centralista.
En Buenos Aires, además, comenzaba la lucha entre dos concepciones antitéticas: monárquica y más o menos absolutista, una; republicana y más o menos jacobina, la otra. En cuanto a la relación con España, en cambio, las posturas venían mezcladas, dado que había quienes propiciaban un acercamiento –aunque fuera táctico- con la metrópoli y quienes abogaban por la ruptura definitiva. No obstante las diferencias señaladas, ambos “partidos” confiaban en mantener unida la nación, para lo cual ésta debería ser conducida por un poder estatal fuerte, que consolidara el proceso independentista y neutralizara el riesgo de anarquía y de desmembramiento territorial.
Cuando el 20 de junio de 1811 se produjo el Desastre de Huaqui, que diezmó a las fuerzas patriotas que operaban en el Alto Perú, Cornelio Saavedra, a la sazón presidente de la Junta, partió presuroso hacia el norte para evitar la desintegración del Ejército Auxiliador cuya misión era defender la frontera septentrional de la nación en ciernes. Esta momentánea acefalía fue aprovechada en Buenos Aires por un núcleo de disidentes que consiguió derrocar al gobierno e instalar un Triunvirato. Éste se integró con Feliciano Chiclana, Juan José Paso y Manuel de Sarratea, mientras que la Secretaría quedó a cargo de Bernardino González Rivadavia; todos ellos referentes del partido morenista desplazado del poder con anterioridad y que ahora se reivindicaba. Sarratea estuvo entre los primeros porteños que adquirieron inesperado protagonismo político luego de los vertiginosos sucesos que se desataron a continuación del histórico 25 de Mayo; su popularidad le valió ser el más votado entre los diputados elegidos.
Las nuevas autoridades, condicionadas por la derrota militar en el frente noroccidental y por la presión portuguesa que generaba incertidumbre en el flanco este, consideraron prioritario pactar una tregua con el virrey Francisco Javier Elío, quien, por entonces, organizaba la contrarrevolución realista desde la ciudad de Montevideo. Los criollos querían neutralizarlo y para ello no tuvieron reparos, no sólo de renovar sus promesas de fidelidad al rey Fernando VII, sino en asegurarle al delegado español que desde Buenos Aires no se encararían otros intentos liberadores que involucraran a la Banda Oriental. Con el armisticio así convenido quedaba la mesopotamia entrerriano-correntina a merced de españoles y portugueses, ávidos por hacer pie y extender su influencia en dicho territorio.
El Protector de los Pueblos Libres, como se conocía a Artigas en la región, “puso el grito en el cielo”. Como era previsible, repudió como una infame traición el arreglo concretado a sus espaldas; no obstante ello, aparentó un pasivo acatamiento a la medida a la espera de condiciones más propicias para rebelarse. El Triunvirato, de su parte, con el objetivo de desactivar la resistencia del caudillo oriental pero sin ánimo de confrontar con él, envió a Sarratea al escenario del conflicto para que se hiciera cargo del mando militar sometiendo al jefe rebelde a las órdenes del gobierno de Buenos Aires.
Por entonces, Manuel de Sarratea (buen mozo, según puede observarse en retratos de la época) era un galán maduro de 37 años con gran predicamento en los asuntos públicos y mundanos de la convulsionada capital rioplatense. Su meteórica carrera política era reputada de brillante. Consiguió -casi siempre- ubicarse en el centro de los asuntos nacionales durante buena parte de la primera mitad del siglo XIX hasta su muerte, acaecida en París en 1849, mientras se desempeñaba como embajador argentino ante el gobierno de Francia. En Buenos Aires, además de integrar el Primer Triunvirato, unos años después del hecho lamentable que ahora nos ocupa formalizó el Tratado de Pilar con los caudillos federales vencedores de Cepeda; a continuación fue gobernador de la provincia, aunque por pocos meses; luego recorrió ambas Américas y también Europa representando al gobierno patrio en procura de obtener el reconocimiento internacional para la incipiente república.
Como embajador itinerante realizó importantes gestiones en las principales capitales del mundo. Varias de éstas estuvieron encaminadas a tomar contacto con algún príncipe o noble de alta alcurnia que se prestara a ser coronado rey o emperador de las lejanas y agrestes pampas sudamericanas, proyecto institucional al que adscribía la mayoría de los patriotas de la época, en particular Pueyrredón, Belgrano, Rivadavia, Alvear y el mismísimo José de San Martín. La idea, que hoy parece descabellada, estaba orientada a obtener, de parte de las potencias europeas, el reconocimiento de un gobierno sudamericano “presentable”, con lo cual pensaban impedir –o, al menos, demorar- la invasión de tropas enviadas al continente por España para recuperar sus posesiones coloniales.
Ya por los años ´30, en su calidad de embajador en Londres le cupo un rol decisivo en la segregación del Uruguay como nación independiente, cerrando el capítulo de conflictos entre Brasil y Argentina por el dominio de la díscola provincia “cisplatina” y el control del estuario del Plata. Siendo alguien que participó de tratativas trascendentes, tanto domésticas como internacionales, que ejercieron un efecto decisivo en el rumbo del país, la trayectoria de Sarratea ha motivado el desacuerdo entre los historiadores. Unos lo elogian sin cortapisas y ensalzan su rutilante carrera; otros, en cambio, lo consideran un intrigante profesional y lo acusan de haber actuado a las órdenes del Foreing Office británico tachándolo de "infame traidor a la patria" por la dirección que imprimió a determinadas negociaciones cruciales para el futuro del país.
Pero, más allá de la polémica historiográfica sobre su desempeño oficial, son pocos los libros que recogen la crónica del escándalo que armó este personaje controvertido, tanto en la Banda Oriental como en Entre Ríos, cuando, habiendo sido reemplazado en el puesto de interventor militar por José Rondeau (1813), debió declinar presurosamente su misión oficial en los campamentos que rodeaban a la sitiada Montevideo. En efecto, en el ínterin había caído el Primer Triunvirato (rivadaviano) y su reemplazante, el Segundo (lautariano), le quitó apoyo desautorizándolo y relevándolo del mando militar en la zona de conflicto. El gobierno bonaerense no aprobaba su gestión, influido, además, por la ostensible inquina que le profesaba el caudillo Gervasio Artigas, de momento en buenas relaciones con Buenos Aires. Cuando recibió la orden de regresar y de reportarse, Sarratea reunió a los oficiales y al batallón que se encontraba a sus órdenes directas y emprendió la vuelta trasponiendo al trote la bella y, hasta entonces, apacible pradera oriental.
En dichas circunstancias, el contingente de uniformados conducido por Sarratea, furioso y resentido por el desplazamiento sufrido en la conducción de los asuntos de la región, habría de convertirse en el terror de los pueblos y aldeas de la campiña que atravesaba, donde cometió toda clase de tropelías sin que su jefe hiciera demasiado por impedirlas o, peor aún, participando en la consumación de las mismas. Fue de ese modo que, en tren de malsana diversión, la “turba” de oficiales y soldados despechados se dedicó durante varios días a la tarea de asaltar poblados, incendiar caseríos, raptar doncellas y degollar vecinos. En Peñarol, para saquear con mayor comodidad una vivienda campera, asesinaron a sus moradores mientras se caldeaban con abundante aguardiente robado. De ese modo exteriorizaban una conducta desordenada, agresiva y criminal, imaginable de parte de un malón de indios charrúas, pero no de un grupo de educados señoritos de la sociedad porteña en cumplimiento de una alta misión gubernamental.
Entre otras tantas trapisondas cometidas, provocó estupor entre los pacíficos pobladores rurales el secuestro de dos muchachas, las hijas del conocido estanciero de la zona Pedro Valdivieso, cometido por lugartenientes de Sarratea. Las jóvenes fueron llevadas por la fuerza decenas de leguas ocultas en las carretillas donde se transportaban los equipajes de la comitiva hasta que, en un descuido de sus captores, las infortunadas doncellas (que –suponemos- ya habrían dejado de serlo) consiguieron huir hacia la vecina localidad de Arroyo de la China (Concepción del Uruguay). Allí fueron de nuevo aprehendidas por sus perseverantes y prepotentes amantes, que las mantuvieron sometidas un tiempo más. Finalmente, llegó en su rescate una partida del Ejército Auxiliar al mando del capitán Uriondo, quien había sido anoticiado de los desmanes que estaban cometiendo los desbocados “funcionarios”.
Fue el general José Rondeau, por entonces comandante militar de la región, quien informó al gobierno central sobre este fenomenal atropello, el cual exigió explicaciones a Manuel de Sarratea a su regreso a Buenos Aires. Sin inmutarse, el inculpado dijo que nada sabía de las vergonzosas correrías que se atribuían a sus subalternos y que, en todo caso, el escándalo había sido obra de un par de soldados desertores. En cuanto al grave percance con las damiselas de Entre Ríos, declaró que el incidente fue "agrandado" por sus enemigos políticos con el propósito de perjudicarlo. Toda una argucia inverosímil, por cierto, dado que las niñas raptadas fueron encontradas encerradas en el carro del mismísimo Sarratea, quien, según pudo comprobarse, compartió el desarreglo orgiástico con los miembros más conspicuos de su Estado Mayor.
Manuel de Sarratea, durante su extensa vida pública, demostró ser un hombre de elevada inteligencia, de refinada cultura y portador de una gran habilidad para las “relaciones públicas”. Gozó de reputado prestigio moral, el cual era tributario del recato practicado por el funcionariado de la época; obviamente, si se exceptúan este infausto suceso y otras anécdotas posteriores que la memoria histórica estuvo a punto de extraviar para siempre.
Es probable que tres décadas después del bochornoso episodio que relatamos, encontrándose en su confortable despacho diplomático parisino de la recientemente inaugurada Embajada Argentina en Francia (ya por entonces considerada la más codiciada representación diplomática), con nostálgica excitación haya recordado las correrías desbocadas, los comportamientos desmesurados y reprochables, el aquelarre etílico sin límite, el atropello a la vida de víctimas inocentes y las reiteradas aberraciones sexuales cometidas en la distante llanura rioplatense durante aquel histórico año 13.
Es probable, también, que esta sórdida anécdota, ocultada con esmero, haya incidido en la determinación autonomista que el pueblo uruguayo exhibió con respecto a Buenos Aires en los años subsiguientes. Pero es sólo una hipótesis.
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS – Año II N° 6
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea investigativa fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:
Busaniche, José Luis: "Historia argentina"; Solar, Bs.As., 1984.
Bruschera, Oscar: "Artigas"; Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1986.
Cabral, Salvador: "Artigas y la Patria Grande"; Castañeda, S.Antonio de Padua, 1978.
De Nevares, Guillermo: “Cómo se desintegró el Virreinato del Río de la Plata”; Plus Ultra, Bs.As., 1987.
Luna, Félix: "Los caudillos"; Jorge Alvarez, Bs.As., 1967.
Newton, Jorge: “Francisco Ramírez, el Supremo Entrerriano”; Plus Ultra, Bs.As., 1986.
Puiggrós, Rodolfo: “Los caudillos de la Revolución de Mayo”; Contrapunto, Bs.As., 1987.
Reyes Abadie; Washington: “Artigas y el federalismo en el Río de la Plata”; Hyspamérica, Bs.As., 1986
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