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¿Por qué me duele tanto?
Será porque quizá sé que las cosas podrían ser de otro modo.

Y las malditas monedas devaluadas por el paso del tiempo, salen como escupidas de la máquina que expende los boletos del tren. Una y otra vez entran por la hendidura y salen para regresar fracasadas al bolsillo.
Ahí no más aparecen esas manitos ajenas, enmugradas a más no poder. Y te miran sus ojitos desahuciados esperando compasión. Ya ese instante modificó el resto de tu día, cómo no quedarse pensando en esos ojos, en esas manitos. En esas situaciones que desgarran un poco el alma.
Aún así, uno trata de seguir ensimismado. Se sigue caminando siguiendo el movimiento de sus propios zapatos. El paso se acelera, ese lugar no ha de ser el mejor para pasear a esas horas de la noche.
Las escaleras del túnel son un hormiguero con camino de ida y vuelta. Y antes de salir a la superficie otras manos que se cruzan entre mil piernas apresuradas “una monedita por favor”; ahora es la vejez la que busca comprensión. Desde la miseria de lo externo esas imágenes no hacen más que hacer sentir míseras a aquellas almas que impotentes no pueden más que pasar a su lado como si no advirtieran lo sucedido.
El anden parece ser la esperanza que lleve a cambiar de estado, pero resulta ser mucho más de lo mismo.
El tren pasa a toda velocidad sin detenerse, tras un sonido estrepitoso y una luz que enceguece al paso que la mugre vuela y los pelos se alborotan.
Aquel no era un tren convencional, era el denominado “tren blanco”. Y es que quizá quien no sabe de él y lo escucha nombrar, en su mente se le represente una pulcritud absoluta; quizá sea un tren pacifista. Mas parece ser sólo pura ironía.
Aquel tren es todo lo contrario, un medio de transporte excluyente, denigrante, a modo de jaula.
Y nadie en el andén puede evitar su presencia, aún así todos esquivan la mirada. Quién pudiera no ver aquella realidad. Cerrar los ojos no ha de ser suficiente, se necesita quizá anular todo tipo de sentido.
Y la mirada se fija en algún punto, y a veces se filtra como perdida a mirar aquel mundo que pasa despertando vulnerabilidades ajenas. Y ahí entre cartones, mugre, escupitajos e insultos, se ve un bebé llorando en los brazos de su madre; más acá una joven rubia, de ojos celestes muy profundos con los dedos enlazados en el enrejado mirando el exterior convencida como yo de que su realidad podría haber sido muy diferente.
Quién dice que aquella muchacha no hubiera perfilado a la perfección para ser tapa de cualquier revista de moda. Aquellos harapos y su cara sucia daban el por qué no lo estaba; indudablemente las condiciones existen y limitan a patadas.
Y al fin quedan las vías en soledad, y el anden sigue repleto de gente; ahora con un ambiente un poco más denso. La sensibilidad anda flotando en el ambiente y allá a lo lejos se ve venir a aquel tren que venía al rescate.
Frena sin apuro, dejando unos veinte centímetros entre la línea amarilla del andén y la profundidad de las vías. Las puertas muestran los rostros apretados, cuerpos que se rozan sin querer, narices que se chocan con los vidrios enmugrecidos y opacos de sudor.
Abren las puertas mágicas de aquel transporte tan argentino como el arroz a la cubana. Una avalancha de gente y de olores sale como eyectados y al mismo tiempo otra cantidad similar o aún mayor entra cual ganado vacuno escabulléndose por los huecos más insólitos.
Y así un viaje apretujado comienza; los cuerpos se tocan y las miradas se esquivan. Convivencia fortuita ha de ser aquella que dura unos minutos y que para muchos resulta eterna. Se despiden en silencio esas almas que se han encontrado por mera coincidencia y cada estación lleva consigo un poco de abandono y bienvenida.
El viaje ha llegado a su fin y la manada ansiosa de recorrer aquel último tramo hacia la salida de aquel paisaje férreo se dirige a paso firme para atravesar aquellos molinetes cargados de empujones y saltos de contrabando.
Parece haber terminado aquella conjunción de realidades, pero allí no más aparece el hondazo de realismo en la imagen inocente de un chiquito que con menos de diez años lleva en sus brazos a un niño mucho más pequeño. Soledad, noche, inocencia... ¿y acaso será un indicio de madurez? No, pero el crecer de golpe es con seguridad lo que esa imagen proyecta.
¿Por qué me duele tanto? Porque quizá sé que podría ser diferente. Porque tomaría a esos chicos de la mano y los llenaría de aquella contención que en definitiva parecen no poseer. Porque por un momento sería el Robin Hood de muchos, la madre Teresa para tantos otros... un paladín de la justicia... Aquella que es tan irreal como la realidad misma. Paradojas de este mundo contrariado.

Texto agregado el 14-11-2004, y leído por 150 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-11-2004 Muy buen texto, y sobre todo real, aunq duela, no es ficción, ni fantasía, es nuestro mundo, nuestra vida, dia a dia...que podemos hacer??En nosotros esta la posibilidad de invertir aquellas paradojas...al fin y al cabo, personas mismas, nosotros!las creamos..Bien juls. darklove
 
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