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El viento otoñal mecía suavemente las ramas aún no cortadas de los almendros que, bordeando, acompañaban al paseo para desembocar en la plaza de la libertad. Cientos de paseantes en un domingo por la tarde, añadían un colorido innecesario, y un alboroto imperdonable, por poco respetuoso, hacia la entristecida arboleda, pero hacía buen día. Sin duda Juan no recordó la festividad del día antes de salir de casa, de otro modo, no se habría sorprendido ante la muchedumbre paseante, y no se habría planteado a los diez minutos de ocupar su banco de piedra preferido, la oportunidad de volver a casa antes de lo previsto, y evitar así la poco gratificante experiencia de recibir un balonazo por parte de los críos que jugaban detrás de él, o de soportar las insistentes voces de desaforadas madres llamando o regañando a sus hijos. Sin embargo, la perspectiva de una nueva tarde solitaria en casa le decidió a permanecer sentado, y a entretener el tiempo rogando por que el crío rubio que actuaba de portero, y que tenía la portería justo a sus espaldas, junto a su banco de piedra, consiguiera detener todos los balones, y no le hicieran ningún gol, porque su espalda, como segunda portería, si que conseguiría detenerlo.

Si Juan finalmente hubiera decidido volver a casa, tampoco habría podido oír como el teléfono, en ese mismo instante, pedía repetidamente ser descolgado en su sala de estar, y sin desesperar ante el fracaso, y tras un breve intervalo de tiempo, volvía de nuevo a sonar, como resistiéndose a reconocer la evidencia. Pero ni siquiera en el caso de que Juan hubiera estado en casa, podría haber visto aún vivo a Germán, porque al otro lado del teléfono Alberto, un amigo de ambos, le habría informado con voz quebrada de donde había sufrido un accidente de tráfico Germán, de como, con el corazón latiendo a trompicones, y deseando volver a su ritmo anterior, había sido trasladado por una ambulancia al hospital, y de por qué, a consecuencia de las múltiples heridas, pero sobre todo del fatal golpe recibido en la cabeza, había acabado por desistir de seguir intentándolo, rodeado de médicos y enfermeras, con su madre en la sala de espera, a unos cuantos metros, y sin siquiera poder verla por última vez antes de cerrar sus ojos definitivamente.

A la mañana siguiente Juan cogía un tren de cercanías para poder llegar al cementerio del sagrado corazón, donde Alberto le había dicho la noche anterior que sería enterrado Germán. Podía haber cogido su propio coche, pero por alguna razón, se negaba a confiar en lo mismo que había traicionado a su amigo, al menos aquel día, al menos en aquel sitio y ante aquella familia. Se había negado a asistir a la iglesia donde ahora, mientras él jugueteaba con el cristal de la ventanilla de su derecha, se estaba celebrando el funeral, y confiaba en que nadie le preguntara por qué. Esta era la primera vez que en sus 26 años asistía a un entierro, porque era la primera vez que alguien cercano a él moría, aunque en su mente, todos sus familiares, y sus pocos amigos, habían muerto ya varias veces.

Descendió del tren en la última parada, y se encaminó a pie hasta el cementerio donde los cipreses ya se distinguían, mientras algunos coches interiormente enlutados le adelantaban a corta velocidad y se iban deteniendo uno tras otro junto a la puerta enrejada. Como contagiado por las maniobras de los coches, Juan también aminoraba su marcha a medida que se acercaba. Del último coche aparcado descendió una figura conocida. Alberto se acerco hasta él y súbitamente, sin aviso previo, lo apretó en un estrecho abrazo mientras murmuraba, o más bien parecía que rezaba, ininteligibles palabras. Poco dado a abrazos, y menos aún a tener que reaccionar con rapidez, Juan intentó imitar la posición de los brazos de su amigo, condenado desde el principio al fracaso, y a una posición incomoda, prisionero de unos brazos ajenos que se resistían a soltarle. Liberándole, Alberto se ofreció a acompañarle hasta el interior del cementerio, o a ser acompañado, pero Juan prefería seguir sólo, recibiendo a cambio una mirada de manifiesta comprensión, y la espalda de un amigo que seguía a los demás.

Cuando en días posteriores, intentando convertir el pasado en presente recordara la escena del entierro, y reviviera los gritos desesperados de una madre huérfana de hijo que se negaba a serlo, y los hombros de Alberto, y del padre de Germán, y de otros desconocidos, que cargaban con la parte menos pesada del accidente; y los enterradores, desviando continuamente sus miradas de los familiares, para poder seguir siendo profesionales; siempre se vería asediado por los sentimientos de ridículo y culpa de aquel infantil reto que la distancia con el resto de los asistentes podía permitir, pero en ningún caso su conciencia de amistad debió haber dejado que fuera más que otro de sus fugaces y retorcidos pensamientos. Allí, a escasos metros del último traje negro, y embebido en una burbuja de tiempo, Juan repasaba mentalmente algunos de los recuerdos que le unían a Germán, y mientras contaba lentamente sus monedas de oro, unas de las piezas más valiosas de su tesoro, se preguntaba si allí, mientras era enterrado el mejor amigo que consiguió tener, podría responder a su dolor con una carcajada. Las tres personas enlutadas que censuraron con mirada reprobatoria el atrevimiento de Juan, fueron suficientes para hacerle enrojecer de vergüenza y salir del cementerio precipitadamente, sin siquiera compartir unas manidas palabras con la dolorida familia, pero la carcajada surgió de la boca de Juan como un rugido irrespetuoso que atravesó la segura barrera de espacio que pensaba haber establecido. De ahí a no volver a oír el nombre de Germán, tan solo los interminables pasos que tanto tardaron en sacarle del cementerio.

El paseo de los angustiados, como era conocido el lugar donde, rodeado de almendros, Juan paseaba sus tardes, hacía hoy honor a su nombre, definiendo con premonitoria exactitud el estado de ánimo de su único paseante. Desde su olvidable visita al cementerio, multitud de pensamientos circulaban libremente por su cabeza, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo, sin que él quisiera hacer nada por ordenarlos, tal vez porque sabía que ordenarlos suponía tener que enfrentarse a una realidad que prefería ignorar. Pero no fue necesario, porque ellos hicieron su propia selección natural, y poco a poco desaparecieron los más débiles, mientras en la mente de Juan anidaban enraizando los más fuertes, aquellos que hablan logrado imponerse por sobre los demás, los más peligrosos.

Paseando su angustia, tal vez intentando distraerla. La muerte, triunfadora, y siempre vencedora a pesar de las demás ideas, se había convertido en infatigable y poco agradecida compañera de Juan, e intentaba envenenar al resto de sus compañeras mentales, para no estar tan solo siempre, sino además ser la única. En las pesadas mañanas, en las escasas comidas, en las cansadas tardes, y en las insomnes noches, Juan no podía dejar de pensar en su muerte, esa idea que siempre se exalta por la muerte de otros, y por ende, en el sentido de su propia, solitaria, y apartada vida. Y a menudo tras la cadena de sus pensamientos, algo se rompía, a veces un plato de porcelana contra el suelo, a veces un vaso de cristal contra la pared. Ansiando algún ajeno consuelo, intentaba desproveer de cualquier utilidad o sentido la vida de los demás, y cuando lo conseguía, porque siempre lo conseguía, echaba de menos su merecido premio.
II

Los números iluminados del reloj de la plaza atrajeron durante un instante la atención de Juan mientras ajustaba las diminutas manecillas de su reloj a aquellas otras gigantescas e impasibles que iban marcando lentamente el paso del tiempo en la piedra que las rodeaba, y que con paternal dedicación señalaba la hora a la que los niños que jugueteaban en torno a la fuente debían volver a casa. Aun eran las siete y media, pero Noviembre debía considerar que ya era lo suficientemente tarde, extendiendo tanto un intenso frió que obligaba a abrocharse los abrigos y a buscarle un refugio a las heladas manos, como su oscuro manto, en el que apenas se distinguían unas cuantas pálidas estrellas.

A pesar de todo Juan decidió sentarse y contemplar los juegos infantiles. No quería volver a casa todavía. Sentía que ese otrora santuario de su libertad le oprimía como nunca antes, porque nunca antes le había parecido tan pequeño, ni sus habitaciones tan vacías, tan solas. En los habituales momentos en que no encontraba el modo de ocupar su tiempo, de entretenerlo con algo para que el tiempo se olvidara de él, se limitaba a pasear por las escasas habitaciones, huyendo de una para buscar un consuelo imposible en la siguiente, de la que no tardaba en salir decepcionado, y tras dar unas cuantas vueltas por el piso, invariablemente acababa por bajar las escaleras, franquear la puerta de la calle, y caminar sin rumbo fijo por calles desconocidas, o tal vez ya olvidadas, durante horas, confiando que el cansancio y el sueño fueran una buena razón para volver a casa.

El frió de la piedra le animó a levantarse de nuevo y mover sus entumecidas piernas, una de ellas se le había dormido, y flexionándola repetidamente intentaba desembarazarse de esa recién adquirida sensación de tullido. En ese momento pasaron dos colegialas junto a él y sonriéndose para sí intercambiaron un cuchicheo que le hizo volver la cabeza a tiempo para ver como se alejaban con una sonora carcajada. Como el flash de un disparo que atravesara su cabeza el recuerdo de aquella otra carcajada en mitad de un cementerio le hizo pensar de nuevo en Germán.

III

Nunca antes había reparado en aquel sitio. A menudo sus largos paseos solitarios le habían conducido por esa misma calle en que ahora se encontraba, pero ni el llamativo cartel, que con sus intermitentes y coloreadas bombillas iluminaba por sí mismo aquel trozo de ciudad abandonada, ni el murmullo latente que, filtrado a través de la puerta siempre cerrada, se mostraba incapaz de reflejar el estruendo interior, habían conseguido atraer su atención, ni siquiera en el punto de resultarle vagamente conocido.
De pie, quieto, indeciso ante la puerta, Juan deshacía la madeja de sus pensamientos y, contraviniendo la fuerza de su tirana costumbre, mientras intentaba adivinar a través de los escarchados cristales por el gélido febrero a que se debía aquel sombreado bullicio, sopesaba en una imparable balanza el dar satisfacción a su curiosidad o a la obediencia debida a la rutina, sin ser capaz de detener el flujo de sus pensamientos para convertirlos en decisión.

Debió de ser la casualidad, sí, ella debió de ser, quién disfrazada de juvenil pareja que abandonaba el local entre desaforadas risotadas, le ofrecía una puerta abierta, y un corto esfuerzo para adentrarse. Juan no tuvo que decidir, ya estaba dentro.

Recorrió con sorprendida mirada lo que desde fuera parecía mucho más pequeño. Cientos de mesas circundaban una gigantesca pista donde decenas de parejas bailaban, suspendidas por melodías familiares, aunque no recordadas. Una magnífica orquesta compuesta incluso por instrumentos que no conocía, se encargaba de proporcionar la música de un modo incesante, incansable. Pero la orquesta no estaba completa, faltaban los músicos.

Juan comenzó a descender por las escaleras lentamente, sin levantar ninguna expectación a su paso, ni hacer girar una sola cabeza, sin que el ruido del lugar le permitiera siquiera oír el golpeo de sus zapatos contra el suelo acristalado. A uno y otro lado grupos animados en torno a mesas atestadas contribuían a la confusión general con sus carcajadas.

Por fin, Juan terminó de bajar las escaleras. Desde su borde la pista se veía mucho más grande que antes, e incluso se diría que el numero de bailarines se había multiplicado. Los instrumentos tocaban ahora un vals. Se dirigió hacia uno de los camareros que pasaban en aquel momento junto a él para preguntarle el nombre de aquel lugar, pues ya había olvidado la palabra que figuraba impresa en el luminoso de la entrada. Sin embargo, el camarero no le respondió, seguramente llevado por el ruido y la urgencia de algún pedido. Juan se acercó a otro camarero que venía de frente, pero este tampoco le oyó, ni le vio. Pensando que sin duda lo peor de aquel lugar debía ser el servicio, se dirigió a una pareja que sentada en una mesa cercana charlaba animadamente. Juan se disculpó en previsión de interrumpir algo importante y volvió a repetir su pregunta, pero por tercera vez no obtuvo respuesta.

Cada vez acudía más gente, y a pesar de su descomunal tamaño, comenzaba a sentir como aquel calor al principio agradable frente al frió de la calle, se iba tornando en sofocante. Juan se retiro de la mesa angustiado, temeroso ante la sordera generalizada. Decidido abordó a otra pareja, y a otra, y a un grupo que bebía compulsivamente, y a otro que se limitaba a hacer críticas sobre la calidad de las melodías interpretadas por los instrumentos. Asaltó a una mujer que solitaria al borde de la pista miraba con envidia como los demás bailaban, hasta que alguien, surgiendo de sus deseos, le enrojecía el rostro al pedirle ser su compañera de baile, y ambos desaparecían juntos entre el tumulto de cuerpos en movimiento. Incluso se atrevió a abordar a una pareja de ancianos que exhaustos abandonaban el baile en busca de un lugar donde recuperar el resuello. Pero de todos ellos obtenía una única respuesta, siempre la misma; ninguna, silencio, en medio del estruendo. La intensidad de la música había ido en aumento a medida que el ritmo se aceleraba. El calor, ya insoportable, obligaba a Juan a ir dando tumbos de un sitio para otro, desorientado, perdido, ajeno por completo a la fiesta que allí se celebraba. Sin darse cuenta se encontró de pronto inmerso en la pista de baile, deambulando sin rumbo por entre los resquicios que las parejas dejaban en sus movimientos, asfixiado por la falta de aire. Mientras la pista se llenaba por completo, y como un bloque formado en gigantesco puzzle, todas las parejas encajadas unas con otras, moviéndose al unísono, dejaban a Juan atrapado, luchando con desespero, baldíamente, por conseguir algo de aire, agitando convulsivamente los brazos, inútilmente, hasta sucumbir aplastado.


Juan despertó con un sudor frío que le recorría todo el cuerpo. Incorporándose, se sentó en la cama, con la barbilla apoyada en ambas manos y los codos sobre sus rodillas, mientras esperaba que el sudor se secara y su cuerpo dejara de temblar. Las finas láminas de luz que su semi cerrada ventana dejaba pasar le indicaban que ya había amanecido. Levantándose, se dirigió hacía la ventana abierta y subió la persiana de un solo golpe. Desde el balconcito de su ático se podía distinguir parte de la ciudad, en gran medida gracias al pequeño parque con atracciones infantiles que había justo enfrente. Juan se apoyó pensativo en la barandilla mientras escrutaba de lejos las pequeñas figuras que incansablemente recorrían columpios, balancines y toboganes para, una vez probados todos, comenzar de nuevo.

Algo debió llamar su atención. Envarado, abandonó el balcón y se precipitó hacía el armario casi arrastrando con su vértigo el pequeño retrato sobre la mesa de noche, ese donde aparecía Germán. Revolvió entre los cajones y con unos viejos prismáticos en la mano se dirigió de nuevo hacía el balcón. Dos niños de no más de 6 años discutían junto a la escalera del más grande de los toboganes, peleando por subir primero. El más fuerte de los dos empujó al otro tirándolo al suelo, y herido, sollozando, este se marchó corriendo hacia su madre que distraída en un banco cercano no había podido contemplar la escena. Al verle llegar lagrimeando y contemplar al otro niño sonriendo aún al pie del tobogán, la madre cogió a su hijo en brazos sin siguiera secarle las lágrimas, cruzó por delante del otro niño y, a duras penas por lo incómodo del peso, subió con él a cuestas por las empinadas y finas escaleras metálicas. Al llegar arriba le sentó, descansó sus manos sobre los extremos, y susurró algo al oído de su hijo, algo que le iluminó la cara, y soltando ambos las manos se dejaron deslizar por el tobogán mientras gritaban y aplaudían divertidos.

Él los observó desde su habitación, sin moverse, sin respirar. Cuando la pareja llegó al suelo algo cambió en el rostro de Juan. Su cara extendida, ensanchada, forzada por el olvido. Una leve sonrisa aparecía en su cara, disimulada, casi imperceptible, pero era la primera, la primera desde la muerte de Germán.


(sin permiso de la propietaria)

Texto agregado el 20-06-2003, y leído por 656 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-07-2003 Cielo, este texto tiene la singular belleza de caminar por una avenida arbolada con cipreses lúgubres. Imagenes inusuales. Textura. Desarrollo armónico. Clima. el inclemente desarrollo del personaje. una para cada uno de los items, y una para ti. Gracias por subirle. Un beso y un abrazo hache
 
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