La carta.
“...muchos nacen, pocos viven...” José Ingenieros
Su inquietud por la naturaleza, era solo superada por su deseo de aventura.
Entendía que la vida era una gran experiencia, de la cual no quería ser un simple espectador, el estudio sistemático de cosas que jamás disfrutaría en su estado más natural era una opción que con enfática intemperancia negaba ante sus colegas.
No llegaba a ser un hombre de ciencia, pero tampoco un soñador, buscaba darle una razón de ser, a una existencia llena de conocimientos pero vacía de emociones.
La rutina agobiaba todos sus sentidos, el llegar a la oficina a las 7:30, marcar, la para él, indigna tarjeta con su nombre de pila: Luís Moranni, desayunar leyendo el periódico local, y comenzar a realizar las tareas que lo habían convertido en una niñera de animales, conocer sus períodos reproductivos, sus conductas agresivas, instintos territoriales, nuevas especies y adaptaciones, eran solo una excusa para cobrar el magro sueldo que invertiría en pagar la renta de su humilde departamento y llevar a comer a su novia a imperialistas boliches de comidas chatarra. Dormir un pequeña siesta, mirar la televisión, leer alguna revista o libro que llegara a sus manos y juntarse ocasionalmente a cenar con sus amigos, eran actividades corrientes dentro de su corriente existencia. La idea de la diversión estaba en él, casi olvidada, la mediocridad cuando echa raíces en una vida, abarca todos sus aspectos, aun aquellos superficiales.
Su contextura física era acorde a aquella realidad, el cabello castaño sobre un rostro siempre afeitado, su estatura nunca fue un problema ya que no era ni demasiado alto ni demasiado bajo; una dieta equilibrada, los ejercicios diarios, y el no consumir ni drogas ni alcohol, le permitían conservar un peso ideal y una salud, para algunos, envidiable.
Saberse carente de virtudes y vicios suficientes para ser un gran hombre o un bandido completo, le facilitaba solo un poco su gris existencia.
Cierto día de primavera cuando vertía sobre la jaula de los cobayos los cien gramos diarios de balanceado que servirían de alimentación a unas vidas semejantes a la suya, recibió un telegrama del estudio de abogados más afamado del foro local, cual película de terror recibía la noticia de la existencia de una herencia, de un lejano familiar al cual por supuesto no conocía.
Entre los bienes que quedarían, luego de saldar las deudas también legadas, se encontraba una cabaña de considerable tamaño, situada en los peligrosos montes que había soñado conocer pero que por cuestiones de políticas económicas del país, un científico no puede.
Llamó por teléfono a su novia, una muchacha muy seria, pero más atraída a la relación, que a la persona de Luís. El llamado buscó principalmente satisfacer una obligación natural, mas deseaba escuchar una respuesta negativa que le permitiese realizar su sueño libre de esta persona que algún día deseó pero hoy solo representaba el anhelo de libertad frustrado por la misma inhibición que lo alejaba de buscar una verdadera vida.
A las pocas semanas de haber recibido la noticia y acomodado su agenda, sacó pasaje de ida en la estación terminal de trenes con dirección al pueblo más cercano al monte, al llegar debería tomar un transporte privado que lo acerque a la base del mismo y caminar o cabalgar junto a un guía para por fin acceder al sendero que lo lleve a la solitaria vivienda de maderas; no podía imaginar como a un hombre a quien no conocía podía interesarle morar allí. Su mente tejió infinidad de hipótesis acerca de la personalidad de aquel pariente, creyó que tal vez también fuese un amante de la naturaleza y solo allí encontraría las especies y la soledad necesarias para su incomprendida pasión.
Las dudas, que no se molestó en evacuar mientras se tramitaba la sucesión, pensó que serían satisfechas en aquel pueblo, solo tenía el nombre, el sexo y el parentesco que lo unía a este extraño personaje.
Su nombre era Francisco Fuldner, hermano de la abuela de Luís, quien antes de morir de causas naturales dejó precisas instrucciones acerca de su muerte, sabía de su único heredero y a pesar de no tener gran fortuna, insistió en asegurarse que recibiría los terrenos en el monte, con el único cargo que su sobrino nieto lea en total privacidad, la misiva que lo esperaba en un escritorio de la misma.
No podía creer lo que le estaba sucediendo, todas sus oraciones y plegarias estaban siendo escuchadas, el estar plenamente consiente de su mediocridad era un castigo que se disipaba con el correr de esta aventura.
El viaje en tren fue tranquilo, descendió en la estación de chapas del pueblo denominado “La Curva”, allí pediría una habitación en la única posada que existe y comenzaría a averiguar los datos que le sirviesen para desentrañar la personalidad de aquel antepasado y el contenido de la inédita carta que lo esperaba y que tal vez cambiaría su vida.
Esa noche, el movimiento del vehículo, hoy casi extinto, y el cansancio se aliaron para llevarlo a dormir sin ningún otro interés. La mañana siguiente sería muy distinta.
A pesar de haber notado en las miradas de los pobladores, el conocimiento acerca de quien era y para que venía, se decidió a hablar con cualquiera que se le cruzare. No tenía plan alguno, pero creía que acercarse al párroco y al presidente comunal le ahorraría algo de tiempo.
Primero se dirigió a la capilla, allí una simpática monjita le ofrecería una taza de mate cocido y pan casero, mientras esperaba al padre franciscano.
Luís, luego de presentarse formalmente, no sin agregar algunos datos de difícil comprobación, que no tendían a ocultar nada si no a llenar aquellos vacíos existenciales que lo atormentaban, procedió a indagar sobre su tío abuelo. Comprobó que los datos eran los mismos que había conseguido en su charla con los propietarios de la posada y el guía que minutos antes contratara. Nadie podía saber más, el hombre vivía solo, únicamente accedía ir al pueblo cuando le faltaban víveres, los cuales compraba en grandes cantidades al igual que gas y kerosene, era un hombre de gran tamaño, de caminar erguido y mirada cruel, algunos lo creían científico, debido al atuendo blanco manchado en sangre que utilizaba sobre sus ropas, el resto concluyó que era producto de la frondosa imaginación de los habitantes, mitos y leyendas que estremecían el alma, rodeaban la ermitaña vida de aquel hombre.
Todo ello motivo más su interés y ansiedad por llegar a la cabaña, que según los dichos, había levantado su tío con sus propias manos.
Entrada la noche decidió presentarse ante el pseudo intendente, quien lo esperaba en un despacho presidido por las fotos de un ex presidente de la nación y su esposa, con una sonrisa que se perdía en su arrugado rostro y coherente con las prácticas diarias invitó a Moranni a invertir en tan importantes datos y colaborar con su propia causa; igualmente Luís resultó satisfecho con la información brindada por tan deleznable personaje, quien resultaría el único y secreto amigo de su antepasado.
Ahora, enterado que su tío abuelo era un excéntrico médico especializado en genética, que años atrás, las circunstancias políticas internacionales lo habían obligado a abandonar su Alemania natal y a recluirse en tan inhóspita región, gracias a la “hospitalidad” de su futuro amigo e intendente, quien entonces se desempeñaba en el gobierno federal, debía enfocarse en llegar al lugar que guardara la intrigante carta.
A pesar de reconocerse como un analfabeto político y exhibir ello como un estandarte, ya intuía que espantosas confesiones lo esperaban.
Esa misma noche, al no poder dormir a causa de la exaltación e intriga, partió hacia aquella zona que la mano del hombre no había violado aún, virginidad respetada hasta por los primeros pobladores, que por cuestiones más ligadas a la desidia, que al respeto no se atrevieron a entrar al laberíntico mundo de árboles, rocas y quebradas que las leyes naturales habían diseñado.
El guía con una mano sobre el volante del viejo automóvil, y la otra señalando hacia el sur, le indicó al exitadísimo doctor el camino que debían seguir para encontrarse con la última morada de su tío; no sin antes advertirle acerca del peligro que encerraba transitar solos y a esas horas por aquellos caminos.
La figura de la carta ya había cobrado en su imaginación una dimensión tan desmesurada que contrariaba los principios de toda lógica, por lo que prefirió no escuchar los sabios consejos.
Emprendieron el último tramo del viaje, el amanecer ya era un recuerdo cuando a los pocos kilómetros un caballo que cruzaba la ruta ingresó por el parabrisas del antiguo vehículo matando inmediatamente a los dos sorprendidos pasajeros.
Luís Moranni tuvo una muerte tan intrascendente como su vida, su cuerpo inerte y desfigurado por los golpes era trasladado a la ciudad, mientras “La Curva” lloraba a su único guía.
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