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Mi melancólico blues



(Recomendación: Acompaña este cuento con un melancólico y tenue blues y báñalo con la luz de la luna)



En la oscuridad de esa sala de conciertos escuché aquel melancólico blues que salía de mi armónica diatónica acompañado de la guitarra de Aleph, compañero y amigo de mis aventuras musicales. El público estaba expectante. El fantástico solo de guitarra que ejecutaba Aleph en ese momento era el colchón perfecto para ejecutar mi solo de armónica. La batería con un suave latido de corazón nos daba la pauta a los dos para poner lo mejor de nosotros. Aleph con una sonrisa y un movimiento de asentimiento con su cabeza me señaló el momento de la ejecución del solo de armónica. Y lo lancé… al final el público se desbordó de aplausos y permanecía el sonido de las palmas por varios minutos… hasta que abrí los ojos porque las goteras y el sonido de la lluvia sobre las láminas de zinc nos despertaron a Aleph y a mi y corrimos a colocar las cubetas para evitar que se anegara el piso.
Guardé los instrumentos que habíamos dejado sin colocar en sus estuches al regresar del bar donde tocábamos los fines de semana cobrando una pequeña cantidad que nos repartíamos Aleph, Carlos el baterista, Roger el bajista y yo. Después de las cervezas y los tragos de ron y despertados bruscamente por la lluvia pues no era muy agradable la sensación corporal.
“¿Qué horas son Aleph”, pregunté. “Uhmmm… casi las 3 y media de la mañana”, contestó mi amigo. “Y tengo mucha hambre”, completó.
“Pues tengo en la bolsa como 100 pesos, suficientes para unas tortas o unos tacos. ¿Te parece?”. No muy convencido por el menú Aleph asintió y con su enorme sonrisa me indicó la salida. “Mañana en la noche don Santiago, el dueño del bar, nos dará la otra parte de la lana que nos debe”, me informó Aleph.
Salimos a la calle y el fresco de la noche nos despejó un poco los aturdidos cerebros. “Tuve un sueño, Aleph. Estábamos en el Radio City Music Hall de Nueva York ejecutándonos nuestros blues. Ahí en la Sexta Avenida de la gran manzana, con lo más seleccionado del mundo musical, ahí estábamos dejando nuestra arte, desgranando nota a nota nuestro arte”, le dije.
Aleph volvió a mostrar su juvenil risa, tan extensa como sus largos y hermosos solos musicales, llenos de virtuosismo tal que en no más de una vez, amparado en la media luz del bar, escaparon de mis ojos lágrimas de emoción de que un músico pulsara así las 6 cuerdas de una guitarra.
A lo lejos vislumbramos la luz de un negocio dedicado a la venta de tortas. El dinero que enviaban nuestros padres para nuestros estudios y manutención no alcanzaba para dispendios, así que entre libros de oferta, medio comer y repuestos y refacciones de nuestros instrumentos se nos iban nuestros recursos.
Yo estudiaba Filosofía y Letras, entre el disgusto de mi padre y mi abuelo por estudiar esas “mariconadas”, cuando debía estudiar para doctor o ingeniero, pero nunca quise ser carnicero o albañil con título y sin sensibilidad; Aleph cursaba Idiomas, herencia de su madre, que era genial para esos menesteres de traducir cuanto texto le pidiesen en su trabajo.
Salimos del negocio aquel de tortas y esgrimiendo sendos cigarrillos caminamos a casa pero en otra ruta, un poco más larga, para aligerar nuestros estómagos.
De pronto los sonidos de una armónica me pusieron en tensión. Era un blues tocado de una forma magistral. He oído hermosas y sentimentales melodías de blues, de los grandes maestros de este género, pero aquella pieza que salía de la armónica de aquel anciano andrajoso superaba lo oído anteriormente.
Aleph también se quedó quieto e instintivamente movía sus dedos como si tuviera la guitarra en las manos.
“Que belleza de blues”, exclamó y fijó su mirada en mi. Le devolví la mirada y fuimos ante aquel anciano que se encontraba sentado sobre aquellos periódicos que constituían su cama reclinado en el quicio de una puerta.
“Es usted un genio musical”, le dije. “Hola hijo”, me contestó. “No no creas… a veces es terrible lograr la inspiración. A veces es doloroso, muy doloroso, como en mi caso. Así que no digas esa tonterías, hijo mío”.
“Para tener ese don no me importaría pasar largas horas de práctica y estudio, señor. Ojalá y usted me ayudara. Sólo somos unos músicos que no pasan de tocar en un bar a pesar de que tenemos talento. Aleph es un magnífico guitarrista y siento que nos desperdiciamos noche a noche frente a un publico constantemente ebrio que no pone atención a nuestro arte”, dije con tristeza.
“Muy bien hijo. Que Aleph vaya por su guitarra en tanto tú y yo intercambiamos impresiones de nuestro arte. Si no traes tu armónica no te preocupes. Tomarás la mía como un regalo”, dijo.
No me entusiasmó mucho la idea de llevarme a la boca su armónica pero en ese momento tampoco estaba para imponer condiciones. Ya encontraría una solución para ese pequeño problema.
Cuando Aleph se había alejado a buscar su guitarra el anciano tomó mi brazo y nos dirigimos hacia una banca de aquel viejo parque. El tenue haz de luz de la lámpara no me permitía observar con detalle su rostro. Tomó la armónica de su bolsillo y la colocó en mis manos. “Entrego todo mis dones en está armónica, hijo mío. De ti, hijo, sólo quiero la luz del camino que caminas”, dijo casi en un susurro.
Sentí que recorrió mi rostro con su mano derecha… Y fue la última sensación perceptible en aquella noche iluminada… un leve sopor me aletargó y oí sus pasos cansados alejarse lentamente… Apreté con fuerza la armónica que había dejado en mis manos…

* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *

La guitarra de Aleph se oía especialmente virtuosa esta noche. El aplauso del público estremecía nuestras pieles. Hoy la armónica de aquel anciano estaba sonando en el ¡ Radio City Music Hall de Nueva York ¡ Ahora me pertenecía y de mi boca salían sentimientos convertidos en notas de blues. Aleph se acercó a mí. Tocó mi hombro derecho y entonces la última melodía, compuesta y sensiblizada por mí en estas noches de oscuridad, penetró la piel de la audiencia presente en el viejo pero hermoso edificio de la Sexta Avenida de la gran manzana.
Aleph inició los acordes de “Blues de luz y melancolía”… el público aplaudió, las luces se encendieron… pero yo seguía inmerso en la oscuridad de mis ojos… totalmente ciego. La luz de mis ojos se la llevó el anciano… a cambio de ello yo tenía el enorme talento de interpretar con maestría la armónica y vivir de y para la música. Ese había sido el intercambio de dones en la banca del parque… ¿Quién era? No lo se… y nunca lo sabré… Sólo que él ahora puede ver la luz del sol y lo hermoso del cielo y la tierra… aunque jamás vuelva a interpretar música… Y yo, ciego, crear música con el alma.
Escuché un “¡Vamos!” de Aleph, su cristalina risa, el rasgueo virtuoso de su guitarra y en la oscuridad de mi ojos escuché el melancólico y hermoso canto de mi armónica… y el aplauso del público.


Texto agregado el 13-11-2004, y leído por 177 visitantes. (0 votos)


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