Ultimamente al entrar en casa de mi novia, sentía que una especie de hilacha pegajosa y nauseabunda me nublaba la vista y se pegaba a mis labios.
La sensación de tener una baba encolada en el rostro no me abandonaba hasta poco después que salía de la casa. Nadie parecía notarlo.
Se acercaba la fecha de nuestra boda. Mi suegra estaba terminando de tejer una red enorme que era el cubrecamas que nos iba a regalar. Me parecía horrible, pero por supuesto no podía decirlo.
La extraña sensación de tener unos hilos viscosos pegados en la cara se acentuó pocas semanas antes del matrimonio.
Mis suegros se sentían eufóricos, Claudia irradiaba felicidad y yo luchaba con esa sensación repelente que no sabía a qué atribuir y se hacía cada vez más insoportable. Cierta vez pasando una mano sobre mi boca pregunté: ¿Ven la tela de araña que tengo pegada en la cara?
Mi futura suegra se ofendió, “mi casa está siempre limpia”, dijo, su esposo sonrió, habrá pensado que bromeaba. Claudia opinó riendo que a lo mejor, por estar tan próximo a la boda me sentía atrapado.
Sus palabras me abrieron los ojos. Esa noche salí de la casa de mis futuros suegros para no regresar.